Basílica de Nuestra Señora de las Angustias
Fecha: 07/04/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 93. p. 182
Mis queridos hermanos sacerdotes,
queridos focolarinos y focolarinas,
miembros del Movimiento Focolar,
amigos todos que os habéis reunido en esta tarde,
Siempre que los cristianos nos reunimos, lo hacemos para lo mismo, porque el motivo que nos reúne es una fuente inagotable de gratitud. Y ese motivo que nos reúne es siempre Jesucristo. En el comienzo de la Plegaria Eucarística decimos “es justo y necesario darte gracias”. Y el motivo de nuestra acción de gracias, sea cual sea la circunstancia (un funeral, un bautizo, una celebración de cuaresma o del tiempo pascual), es Jesucristo y su compañía, siempre fiel, todos los días hasta el fin del mundo. Su compañía a la Iglesia, a la que no abandona jamás, su Esposa amada. Y esa compañía se hace extraordinariamente seductora, tangible, palpable, en la circunstancia más bella y más expresiva de la gracia de Dios en la historia de cada uno de nosotros, que son las personas que el Señor suscita y que nos muestran (precisamente con su vida) que Jesucristo vive, y que es capaz de llenar el corazón, la vida, de buen gusto, de alegría, de gozo y de gratitud, porque esa compañía de Cristo es la gracia de las gracias.
Esta tarde nos reunimos para dar gracias al Señor por la vida de Chiara Lubich, la fundadora del Movimiento de los Focolares. Y también por Natalia, esa segunda focolarina, compañera suya, a quien el Señor le ha concedido la gracia de ir al Cielo (así lo esperamos) apenas una semana después de la muerte de Chiara, tal como ella lo había pedido.
El dar gracias a Dios, por su Hijo Jesucristo, no es nunca separable de esa forma humana que son las personas que el Señor nos pone cerca en la vida y que nos testimonian que el don más precioso en la vida es Cristo. Por tanto, no son dos cosas distintas: el dar gracias por Jesucristo y el dar gracias por la vida de Chiara, por la vida de Natalia.
Yo a Natalia no la he conocido. A Chiara, indirectamente, aunque una vez he tenido la ocasión de saludarla personalmente. Y, sin embargo, a pesar de que aquí hay sacerdotes que podrían hablar de ella mucho mejor que yo (porque la han conocido mejor y más de cerca), no tengo ningún empaque en decir que damos gracias por la vida de una gran mujer de Iglesia.
Su maternidad, inmensa, es perfectamente visible justamente en vuestra existencia, en la existencia del movimiento de los Focolares. Y en tantas personas a las que, a través de vosotros, han aprendido a querer a la Iglesia, a comprender mejor algún aspecto esencial de la experiencia cristiana, tal vez el más esencial de todos. El que la experiencia cristiana hace posible un amor que, sin Cristo, no es posible, por más que nuestro corazón esté hecho para ese amor, y por más que sin ese amor la vida no pueda se vivida más que como una carga, como un peso, como una promesa frustrante, porque no se cumple.
En un mundo unido por los medios de comunicación (aunque sea una unión muchas veces artificial), su maternidad inmensa se ha extendido por todo el mundo de una manera preciosa. Y ha acercado a muchísimas personas al misterio de Cristo, al misterio de comunión que es Dios y que aparece reflejado en la vida comunional de la Iglesia.
Recordar nuestra vocación a la unidad, recordar que la vida de la Iglesia es una vida de comunión, recordar que estamos hechos para el amor, es recordar el aspecto quizá más fundamental de la renovación cristiana promovida por el Concilio. Para mí, desde hace muchos años, bastante antes de ser obispo, era un texto capital del Concilio el número uno de la Constitución Dogmática sobre la Iglesia, que comienza haciendo dos afirmaciones muy sencillas: “Cristo es la luz de las gentes, la luz de los hombres, la luz de los pueblos”, y “la Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo eficaz de la vocación del hombre a la íntima unión con Dios y a la unidad que todo el género humano”. Este brevísimo texto, enormemente sintético, contiene varios de los núcleos del magisterio conciliar.
La vocación del hombre, única, tiene una doble dimensión. El hombre está hecho para participar de la vida divina, del Dios que es amor, del Dios que es comunión de personas en el amor. Y, mediante esa participación, hacerse signo e instrumento eficaz de la unidad del género humano, de la común vocación que todos hemos recibido a la unidad.
En un momento en el que la vida cristiana muchas veces queda reducida a valores abstractos, para los cuales no es necesario ninguna experiencia sacramental de ningún tipo, recordar que el origen de nuestra vocación al amor es la Trinidad, y que la Iglesia está constituida por la presencia del Espíritu y por la inhabitación de la Trinidad, de tal modo que lo que nos caracteriza es una vida de comunión, es recordar un aspecto esencial y, paradójicamente, olvidado durante siglos en la moral cristiana. Nuestra moral ha sido muchas veces individual, voluntarista. Muchas veces hemos entendido hasta la misma santidad como algo a conseguir, o una meta a alcanzar, en lugar de ser un don que nos permite participar de la vida de una familia, de un pueblo. Esa orientación (que yo llamo moralista) ha hecho a millones de hombres alejarse de la fe. Y a quienes formamos la Iglesia, nos ha hecho muchas veces perdernos lo mejor, lo más sabrosamente humano, lo más rico de la experiencia cristiana.
En los siglos que nos han precedido, en los que los factores básicos de la experiencia cristiana no ofrecían dificultad, y se generaban obras para atender a necesidades concretas (educativas, o de ayuda a los enfermos, o a las familias), para los fundadores no era necesario más que subrayar esas necesidades, porque el ser cristiano se podía dar por supuesto. Sin embargo en el siglo XX, sobre todo en la segunda mitad, los grandes fundadores lo que han hecho es tratar de afirmar en qué consiste el cristianismo, qué es el cristianismo, qué es ser cristiano. [El Cardenal Secretario de Estado ha dicho que la figura de Chiara ya no os pertenece sólo a vosotros, que pertenece a la Iglesia entera, y ya pertenecía antes de su fallecimiento. Era un regalo que el Señor ha hecho a través vuestro, pero que lo ha hecho a toda la Iglesia].
El recordarnos que el ser cristiano es inseparable y consiste justamente en vivir por gracia esa vocación a la unidad, el que todo en nuestra vida tienda a la unidad, y sea expresión y tensión hacia un amor que es la vida divina, y que es nuestra vocación. Nuestra vocación como personas, no simplemente la vocación cristiana entendida como si fuera una vocación añadida a nuestra vocación humana. Nuestra vocación como personas, aquello para lo que se nos ha dado la vida, aquello para lo que hemos nacido, es para participar de la vida divina, para participar de la vida de Dios, que es amor, y para realizar en nuestra vida (pequeña, limitada) esa misma vocación al amor que pone de manifiesto la plenitud de la vida humana.
Ese es el misterio de la Iglesia. En eso consiste la vida de la Iglesia. La vida de la Iglesia es comunión. Es participación de la vida trinitaria. Es una realización temporal, hecha por criaturas frágiles, que cometen errores, que se equivocan, que hasta se hacen daño sin querer, y que, sin embargo, por el don que nos ha sido hecho, son conscientes de que el contenido de la vida es el amor, que no hay vida fuera de ese amor.
El Evangelio de la oración sacerdotal de Cristo que hemos leído, precioso, lo subrayaba. El amor es una forma de relacionarse. El amor fontal del Padre, que es amor, es recogido de tal manera por el Hijo, de un modo tan obediente (no hay otra palabra para expresarlo), que ese amor reconstituye al Hijo en cuanto Hijo. Y, a su vez, ese amor que Él ha recibido del Padre, se convierte en Él (justamente porque Le constituye como Hijo) en fuente de una donación (como hemos leído en estos días en la Carta a los Hebreos: “Padre, no te agradan los sacrificios ni las ofrendas, pero me diste un cuerpo; aquí estoy yo para hacer tu voluntad”, y Cristo se convierte en un don para los hombres: “tomad, comed, este es mi cuerpo; tomad, bebed, esta es mi sangre”), un don de amor que refleja en el Hijo el amor fontal del Padre, que lo acoge absolutamente, lo hace suyo, y lo entrega a los hombres hasta entregarnos todo lo que Él es, su condición de ser Hijo, su Espíritu Santo, que nos hace a nosotros hijos por gracia.
La Iglesia no será nunca la Iglesia de Cristo si no tiene dentro de sí ese ideal. En ese sentido, no sólo el mensaje de Chiara, sino la vida de Chiara, la obra de Chiara y, por supuesto, también su palabra y su mensaje, es como un eco de la palabra del Evangelio. Nos recuerda a todos, sencillamente, la maternidad de Chiara. Nos recuerda a todos que no se es Iglesia de Cristo más que si se vive como tensión (luego todos somos frágiles) permanente, como conciencia de aquello para lo que se nos ha dado la vida; si no se anhela y se desea, por la experiencia de la gracia de Cristo, por el don de su Espíritu, esa unidad. Esa unidad que no es en absoluto uniformidad, que no tiene que ver con la uniformidad de los coches que salen en serie de una fábrica, sino que es justamente el amor que todo lo recibe del otro, el amor que es capaz siempre de sorprenderse de la diferencia del otro, que es capaz de sentir afecto por la diferencia del otro, y de reconocerlo como un don de Dios, que enriquece mi existencia por el mero hecho de existir.
¡Cuánta necesidad seguimos teniendo en la Iglesia de hacer vida en nosotros esta palabra, de hacer vida en nosotros este mensaje! Para ser la Iglesia, para no ser simplemente una especie de asociación de personas que tienen las mismas ideas o las mismas creencias, sino para ser el Cuerpo de Cristo. Para hacer posible la misión. Porque el Cuerpo de Cristo es aquello que los hombres van a encontrar. En este sentido, la Iglesia prolonga la humanidad de Cristo. Y la única manera en la que los hombres van a encontrar el amor de Dios es a través de esta humanidad, pobre, que es la humanidad de la Iglesia. Pero en la que, si es reconocible un reflejo del amor de Cristo por los hombres, del amor de Dios, inmediatamente hay una complicidad con el corazón humano que suscita en el corazón humano el deseo de participar de ese amor, el deseo de ser protagonista de esa historia, de participar de esa historia, de apropiársela. Una pasión por vivir aquello que uno ha percibido en los otros, y que uno percibe que sería una gracia en la propia vida.
Sólo una conciencia de la unidad de la Iglesia como unidad de un Cuerpo, en el que el amor es la forma de relacionarse unos con otros (hasta con nuestra torpeza, hasta con nuestra pecaminosidad, con nuestras limitaciones), es lo que constituye la trama de nuestro ser Iglesia. Sólo una Iglesia así es capaz de la misión. Porque es capaz de mirar al hombre como nosotros somos mirados por Dios.
Ese es el segundo aspecto que a mí me ha conmovido siempre en la Palabra de Vida y en los momentos en que he podido oír personalmente a Chiara. La misión se hace posible (el amor hasta a los más alejados, hasta a los que tienen otras experiencias de Dios) si yo puedo mirar al otro como yo soy mirado; si yo puedo quererlo como soy querido por Dios. Y Dios me quiere, nos quiere a cada uno sin condiciones, sin límites, sin tener que cumplir previamente unos requisitos, es decir, de una manera absolutamente gratuita.
Cuando yo miro al otro, por muy diferente que sea, incluso a mi enemigo, como yo soy mirado, se abre la posibilidad de que el amor florezca. Y, por lo tanto, de que podamos participar de la misma vida, y se multiplique así el número de los que dan gracias.
Esta conciencia de que la Iglesia es comunión, de que la vida cristiana es comunión (mucho antes que ser una perfección moral individual conseguida con esfuerzo, o una serie de cualidades que uno adquiere), de que lo que nos caracteriza como cristianos, la señal de ser cristiano, es la comunión; esta conciencia es un bien tan precioso para el mundo y para la Iglesia que no va a poder realizarse sin multitud de dificultades. Hemos leído en el salmo “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Y soy consciente del papel que la Cruz ha tenido también en el mensaje y en la vida de Chiara. Os lo digo a vosotros, miembros del movimiento Focolar, y me lo digo a mí mismo, y os lo digo a todos: la comunión no se realizará sin un cierto martirio. El Enemigo de la Iglesia y del hombre, Satán, no pondrá dificultades a otras cosas, porque no le hacen especialmente daño. Pero la comunión le es insoportable. “Diabolos” en griego significa separación, división, lo que divide.
El milagro de la comunión sólo se produce pasando por la Cruz. Y querer quitarnos eso, querer buscar un atajo que nos evite eso, es engañarnos. No hay atajo. Es más, muchas veces, la pasión por la comunión sólo resplandece cuando ha sido capaz de ofrecerse en la Cruz. En el “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. O en aquél gesto de Juan Pablo II en un estadio en Santiago de Chile, en el que irrumpieron un grupo de jóvenes violentos, golpeando a la gente para crear el caos e impedir la celebración del acto, y el Papa se agarró al micrófono y durante casi media hora repitió una y otra vez: “Sí, pero el amor es más grande. El amor es más grande”. Sólo cuando es posible decir “el amor es más grande”, en medio de circunstancias que nos dividen o nos separan, sólo cuando podemos afirmar “hay muchas cosas que nos separan, pero el amor es más grande”, sólo entonces somos la Iglesia de Cristo.
El mayor obstáculo que encontrará la vida de la Iglesia será la comunión, precisamente porque es el milagro más grande. Lo es en el matrimonio. Un matrimonio es un milagro por sí mismo. Y lo es en la vida de una familia. Y lo es en la vida de la Iglesia. Y, por eso, nada encuentra mayor obstáculo que esa comunión.
La última cosa que quería deciros, y ahora me dirijo a vosotros, focolares, con todo el cariño del mundo. La pérdida de la persona que ha sido el vínculo del afecto, que ha sido el modelo, a veces hasta la amiga, o la referencia inmediata de vuestro crecimiento, es sin duda, un dolor, pero es ante todo una llamada a la responsabilidad para el don que se os ha hecho.
El don que se os ha hecho es inmensamente grande. Cuidadlo. Ahora que ya no está físicamente con vosotros. Aunque sigue estando, porque el Cuerpo de Cristo no lo rompe la muerte y siempre estamos todos unidos ciertamente en la Eucaristía y en la comunión de los santos. Pero ahora que ya físicamente no está ni puede acompañarnos con su palabra o con su consejo o con su discernimiento, ahora cada uno de vosotros sois enteramente responsables de ese don, de cuidar vuestra propia unidad, de cuidar el tesoro que el Señor, a través de Chiara, ha puesto en vuestras manos. Nosotros, todos los demás, que, amando a la Iglesia, el Señor ha hecho con nosotros otra historia, que no ha pasado por el movimiento de los Focolares, necesitamos ese don, necesitamos poder reconocerlo en vosotros, necesitamos poder verlo para que no se nos olvide. Y los administradores de ese precioso don sois vosotros.
En esta Eucaristía, en que damos gracias a Dios por Chiara y por su maternidad, por todos vosotros, le pedimos al Señor que la haya acogido y que le haya dado el premio prometido a los servidores fieles y prudentes. Que participe plenamente ya de la belleza del rostro del Señor, de su Señor y de nuestro Señor.
Al mismo tiempo que hacemos esa súplica, hacemos una súplica por todos nosotros, y especialmente por el Movimiento de los Focolares, para que sepáis cuidar con cariño, con gratitud enorme, el don precioso que el Señor os ha hecho a través de Chiara.