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Jesucristo en la familia

Conferencia en la Semana de la Familia. Salón de actos del Colegio Regina Mundi.

Fecha: 11/04/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 93. p. 189



El tema de la conferencia forma parte del núcleo duro de la fe cristiana. Duro no en el sentido de que represente ninguna dureza para la vida, sino en el sentido de que, si ese núcleo se disuelve o se deshace, lo que tenemos no es la fe cristiana, sino otra cosa.

El tema central que se está abordando en la Semana de la Familia es “Construir la familia sobre roca”. Y la imagen de Cristo como la roca es una de las imágenes favoritas del cristianismo antiguo. Muchísimos textos de los primeros siglos utilizan esa imagen. En el Nuevo Testamento encontramos vestigios de que ésa es una imagen muy primitiva. Por ejemplo, al final del Sermón de la Montaña, en el Evangelio de San Mateo, Jesús dice: “el que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece al hombre que edifica una casa sobre arena, y cuando llegan las lluvias y las tormentas la casa se viene abajo, porque estaba edificada sobre arena. El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece al hombre que edifica una casa sobre roca, y vienen las tormentas, los vendavales, pero la casa no se mueve porque está edificada sobre roca”.

Tenemos que aprender al leer en los Evangelios las alusiones que Cristo hace al misterio de su persona empleando imágenes. Esas imágenes eran el modo en que Jesús proclamaba el misterio de su persona, incluso su pretensión divina, cuyo juicio le llevó a la muerte por blasfemia.

Cristo alude a la imagen de la roca en el Sermón de la Montaña. Y el Sermón de la Montaña evoca inevitablemente la revelación de la Ley Antigua en el Sinaí. En el Sinaí, sobre aquella roca incandescente, Dios se reveló y comunicó su Ley. Y después de las bienaventuranzas, en el Sermón de la Montaña, el Evangelio de San Mateo contiene lo que se llaman las antítetis: “Habéis oído que se dijo a los antiguos…, pero Yo os digo…” El “se dijo a los antiguos” es un procedimiento literario que se utiliza en el griego del Nuevo Testamento, que se llama el pasivo divino. Para los judíos nombrar a Dios era algo, al menos, irreverente, y en los círculos fariseos, blasfemo. Por tanto, había muchos sustitutivos del nombre de Dios. Uno de ellos era, por ejemplo, el cielo. Cuando Jesús habla del juramento, dice: “No juréis sobre el cielo, porque es el trono de Dios”, y es una manera de decir: “No juréis por Dios”. Otra de las fórmulas es utilizar una fórmula pasiva que no tiene sujeto agente. En la parábola del rico que acumula riquezas, dice: “Necio, esta noche te será pedida el alma”. Eso, traducido al castellano, quiere decir: “Dios te va a pedir el alma”.

La expresión “se dijo a los antiguos” es semejante a éstas. ¿Quién dijo “No matarás”? Dios. Y Cristo dice: “Habéis oído que se dijo a los antiguos…, pero Yo os digo…” Por tanto, está corrigiendo la Ley de Moisés, está matizando los mandamientos de la Ley Divina que constituyen el núcleo de la Antigua Alianza. Y ésta es una manera indirecta de ponerse al igual que Dios.

Edificar la casa (la vida, las relaciones humanas, la polis) sobre roca es edificarla sobre Cristo pero, como Él está diciendo, ese edificarla sobre Cristo es edificarla sobre Dios. Y aquí está dejando entrever el abismo del misterio de su persona, de su divinidad.

La referencia a la roca tiene en el Nuevo Testamento una pasaje que, aunque no hace referencia directa a Cristo (tal y como lo hace éste), quisiera intentar explicarlo porque siempre lo entendemos mal. Es la frase en la Jesús le concede a Pedro el ministerio representar a Cristo. Jesús dice: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. Cuando nosotros escuchamos esa frase, uno siempre se representa una imagen con la imaginación, y la imagen que nos representamos normalmente es como la de un castillo azotado por las olas. ¿No os resulta espontáneo pensar que la que está asediada es la Iglesia y el Infierno es el que ataca en esa palabra de Jesús? Pues la imagen es justo lo contrario. Nosotros proyectamos sobre el Evangelio una imagen de la Iglesia que tiene que protegerse del mundo (una imagen con la que hay que acabar, por supuesto). Pero lo que Jesús dice es justo lo contrario. Las puertas no atacan. En el mundo antiguo las puertas servían para entrar y salir de una localidad, y eran un punto débil en la defensa de cualquier ciudad. Es decir, la imagen es justo la inversa. Las puertas del reino de la muerte, las puertas de los infiernos (ahí Jesús no está hablando del Infierno en el sentido dogmático cristiano, al igual que en el Credo se dice “descendió a los infiernos”, es decir, descendió al lugar de la muerte), las puertas del lugar de la muerte están amenazadas por Cristo. Y están amenazadas por la roca. Son las puertas del Infierno las que no resistirán el ataque de Cristo y de su Iglesia.

En algunas versiones antiguas de la Biblia, las más cercanas al texto del Nuevo Testamento griego, las versiones arameas que se conservan del siglo II-IV, las siríacas, en lugar de “puertas” aparece “barras”. Barras es lo que antiguamente se utilizaba para cerrar las puertas cuando no había llaves, una tranca. Curiosamente, lo que dicen esas versiones arameas del Nuevo Testamento es: “Y las barras del infierno no resistirán”. Eso deja todavía más claro que quien tiene que defenderse es la muerte y el infierno, y que Cristo y su Iglesia están a punto de hacer saltar las puertas de la muerte.

La iconografía cristiana de Oriente ha conservado eso. Normalmente, en los iconos de la resurrección se ven un par de puertas rotas, que no son la piedra del sepulcro. Son las puertas del Seol, rotas por Cristo y por su Iglesia.

Me parece muy bonito el enmarcar nuestra reflexión sobre Cristo y la familia en esta afirmación de la victoria de Cristo sobre la muerte. No sólo porque estamos en el tiempo pascual, sino porque es un pasaje del Evangelio que hace referencia a la roca (“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no van a vencerla”; hay un montón de textos cristianos, también de los primeros siglos, de burlas de los primeros cristianos a Satán y a la muerte, pero burlas cómicas, casi representables teatralmente, y son bellísimos).

En el marco de esta conciencia de que Cristo es victorioso, ¿por qué no es evidente tratar la relación entre Cristo y la familia? ¿Qué riesgos percibo al aceptar un título como éste? Y parto de mi experiencia pastoral.

Para cuántos padres ser cristiano es extraordinariamente importante en la vida. Cuántos padres han tratado de transmitir a sus hijos la fe y se sienten fracasados en ese intento. Y son padres buenos, extraordinariamente honestos, que han hecho inmensos sacrificios para vivir con coherencia moral su vida cristiana. Yo creo que esto se produce por tres factores que señalo brevemente.

El primer día os comentaba que nosotros somos cristianos, pero que, en realidad, pertenecemos a otra religión, que es la religión de la sociedad secular moderna. Nos seguimos llamando cristianos, y tenemos trozos más o menos de vida cristiana incrustados en nuestra mente y en nuestro corazón, pero en realidad nuestra religión es la religión de la vida secular moderna que tiene su liturgia, su moral, unos ciertos “valores”. Y el cristianismo es, en cierta medida, algo marginal en nuestra experiencia.

Un teólogo americano, joven, actual, se planteaba el mito que domina en parte esa religión secular a la que pertenecemos y que afirma que las grandes guerras se producen por motivos de religión. Y él decía: si preguntásemos a los americanos (que se consideran en su mayoría cristianos) cuántos estarían dispuestos a dar su vida por Cristo, el porcentaje sería bajísimo. Si a ese mismo pueblo se le preguntara que cuántos estarían dispuestos a dar su vida por su nación, el porcentaje es altísimo. Su nación es mucho más su religión que el cristianismo, aunque vayan a misa. Y si la religión es aquello por lo que uno estaría dispuesto a dar la vida, nuestra religión es mucho más el Estado en el que vivimos y el tipo de vida (las libertades, la comodidades que disfrutamos) son mucho más nuestra religión que el hecho cristiano. Cualquier generalización es siempre injusta, pero es muy difícil hacer afirmaciones sintéticas sin generalizar.

Yo sé, y estoy convencido, que hay muchos padres, llenos de bondad, para quienes Jesucristo es alguien muy importante en la vida interior (o en ese espacio de la vida particular que llamamos la vida cristiana), pero no para la vida real. Sus hijos han podido ver siempre que sus padres eran honrados, que se mataban a trabajar, que han sido cumplidores de su deber. Y les han visto rezar e ir a misa. Pero lo que no sé si han podido percibir en la vida cotidiana es que Jesucristo era para ellos lo más querido en la vida, porque era como la condición de poder respirar. Y, por tanto, no es extraño. Los hijos han percibido una cierta moralidad, moderna, kantiana, pero no han percibido que Cristo sea lo que determina la vida cotidiana, los pensamientos, el corazón, los deseos, el amor de sus padres. Y el cristianismo y lo cristiano queda reducido, o a la justificación de unos cuantos principios morales (que casi podrían justificarse por sí mismos sin mucha necesidad: para ser buen persona, no robar y no matar, no es que haga falta especialmente participar de la Eucaristía, sino que basta con pensarlo un poco) que apenas necesitan la concreción eclesial de la vida cristiana para ser comprendidos y para intentar vivirlos; o unos residuos rituales, que también solemos entenderlos sólo en la clave de que son una ayuda para ser buenos.

Cuántas veces me han dicho padres, cuando yo me ocupaba de una parroquia justo detrás del Bernabeu en Madrid: “yo quiero que vengan a aquí, que aquí tienen muchos grupos de chicos jóvenes, porque no aprenderán nada malo, y además aprenderán a ser buenos, y eso les hace mucha falta”. Y a mí me daba una tristeza enorme, y además se lo explicaba a los padres. Y les decía: “se va a escandalizar, pero nuestro objetivo no es que sus hijos sean buenos; nuestro objetivo aquí es que se lo pasen bien y que conozcan a Jesucristo”. Por supuesto se lo explicaba con mucho más detenimiento. Pero cuántas veces hasta la Misa viene a ser como una excusa, porque es un modo de que aprendan a ser buenos. Y la Misa, para ser buenos es tan aburrido que, si esa fuera la razón por la que a mí me hubieran instado a ir, hace mucho tiempo que hubiera dejado de ir, independientemente de lo simpático que fuera el cura o de cómo predicara, porque me hubiera aburrido pavorosamente.

La afirmación de fondo de lo que estoy diciendo es que Jesucristo ha pasado a los márgenes de las cosas que constituyen nuestra esperanza humana, nuestra alegría humana, nuestros deseos, nuestras aspiraciones humanas. Jesucristo tiene que ver con una faceta de la vida que es lo religioso, o lo sobrenatural, o la vida cristiana, o la vida espiritual, pero no con la vida. Es decir, no con mis deseos humanos de ser feliz. Y eso es lo que yo digo cuando afirmo que nuestra religión es otra, aunque nos sigamos diciendo cristianos. Nuestra religión es este tipo de sociedad secular a la que pertenecemos y por la que nos sacrificamos mucho más fácilmente. Yo decía el otro día que el mercado contemporáneo impone más disciplinas al hombre actual que las que tenían los cartujos, y sin embargo pasamos todos por esas disciplinas con una humildad, con una entrega, con una capacidad de sacrificio, con un sometimiento tan natural, tan sencillo… Y no nos damos cuenta de que hemos entregado nuestra libertad. Al menos los cartujos se la entregaban a Jesucristo, que les hacía ya vivir una vida distinta en este mundo que era ya un comienzo de la vida eterna. Y todos tenemos la experiencia de que los bienes por los que sacrificamos nuestra vida (y nuestra familia, y las relaciones que eran más sagradas antes de esta nueva religión) no nos dan nada. Mil veces hemos experimentado la frustración de obtener lo que queríamos y no ser felices. Y sin embargo nos seguimos sacrificando como mansos corderitos, sin la menor resistencia.

Esta marginación de Cristo a las afueras de la vida, fuera de la realidad, no es culpa de unos enemigos que nos persiguen. Es cierto que hay leyes inicuas. Es verdad que en la legislación española, igual que en la de algún otro país, el matrimonio ha sido abolido como una realidad humana digna de protección legal. Porque el fruto combinado de eso que se llama el divorcio express (según el cual cuesta menos deshacer un matrimonio que una sociedad limitada) y el empezar a llamar matrimonio a cosas que, obviamente, para cualquier persona que con un mínimo de uso de razón y de libertad sea capaz de usar el pensamiento, no son un matrimonio, significa la abolición del matrimonio. Ése es su significado profundo. Y la abolición del matrimonio es suicida para cualquier sociedad.

Pero, sabiendo que existen esas leyes inicuas, los responsables de esa marginación de Cristo fuera de la realidad, no es obra de personas inicuas. Es obra nuestra. La descristianización no es fruto de que la Iglesia es atacada desde fuera a lo Voltaire, sino que es un proceso de secularización interna de la Iglesia. Es decir, somos nosotros los que al separar el orden natural del orden sobrenatural hemos hecho imposible que Cristo fuera la clave de los humano. Cristo es importante para la vida cristiana, o para la vida religiosa. O algo peor: eso que llamamos el sentimiento religioso, frase abominable a excluir del vocabulario para siempre, porque es una frase típicamente romántica que lo que afirma es que no hay verdad religiosa, sino que la verdad pertenece a ese mundo que nada tiene que ver con la razón y que es el mundo del sentimiento. Y la Iglesia ha defendido siempre que la fe cristiana –yo no sé si la fe cristiana es una religión o no, más bien creo que no– no es una cuestión de sentimiento. La fe cristiana no es una cuestión de sentimiento. Es un acto de la inteligencia. Es el asentimiento a una experiencia humana histórica en la que uno puede reconocer la acción de Dios. Es el reconocimiento de una Presencia. Y ese reconocimiento lo hace la inteligencia. Yo soy cristiano como fruto de mi razón, no de un sentimiento religioso. Si la religión es algo vinculado al sentimiento, el cristianismo no es una religión.

Me he querido detener en lo anterior porque me parece importante que los cristianos comprendamos que la secularización no viene de unas legislaciones malvadas. Ahora se produce en España un divorcio cada minuto y medio, pero es que antes que apareciera el divorcio express era cada cuatro minutos. Por tanto el problema no es la ley. El problema de la secularización somos nosotros, que hemos perdido la fe. Y, de hecho, muchas de las personas que atacan a la Iglesia y que lo hacen con un gran resentimiento son personas que han vivido la vida de la Iglesia. Pero la vida de la Iglesia, tal y como ellos la han conocido (que es con frecuencia esa reducción de la vida cristiana a un Evangelio y unos ritos que sólo sirven para sostener unos pobres valores morales que todo el mundo sería capaz de comprender y sostener porque serían universales para todos), no merece la pena.

Si la religión es aquello por lo que estoy dispuesto a dar la vida, porque es lo más precioso que tengo en la vida, o lo único que la llena de sentido, naturalmente que el cristianismo es una religión. ¿Por qué? Porque la relación con Cristo es lo más precioso que nos ha sido dado a cada uno de nosotros.

Cristo, el Esposo
El mismo Señor en el Evangelio, en esa manera de hablar indirectamente en la que Él expresaba el misterio de su persona, se presenta a Sí mismo como el Esposo. Lo hace en varias ocasiones. Otras veces presenta a los discípulos como sacerdotes, por ejemplo cuando arranca las espigas, y Él pone el ejemplo de los sacerdotes que sirven en el Templo en sábado y no pecan. Ése es el modo con el que Jesús hablaba de su divinidad.

Si Jesús hubiera ido por el mundo diciendo: “Yo soy Dios”, no hubiera podido decir nada más, porque los que le oían en ese momento le hubiesen apedreado y le hubieran matado allí mismo, en un mundo como el judío del siglo I. Y lo que desde luego no hubiese podido haber dicho (como dice algún relato de la Pasión) es: “Soy la Segunda Persona de la Santísima Trinidad”, porque ni siquiera hubiese sido comprensible el concepto.

Utilice uno el método que utilice (historia de las formas, historia de la redacción…), de cualquiera de los métodos críticos que la historia moderna ha ido elaborando y aplicando al estudio de los Evangelios, en la figura que se desprende del testimonio de los Evangelios hay una absoluta identidad entre persona y misión, cosa que nosotros sabemos que para nosotros es inaccesible, y cosa que no se dio jamás en ninguno de los profetas. Los profetas distinguen su misión de su persona. En Cristo esa distinción no aparece jamás. Y eso es algo demasiado alambicado para inventárselo. Es imposible inventárselo. Porque para poder inventárselo hay que tener experiencia de ello, y ninguno de nosotros la tenemos, porque en ninguno de nosotros se da esa identidad. Ese es un argumento de la divinidad de Cristo un poco especulativo, y que se puede desarrollar ampliamente, pero os aseguro que es inapelable.

Una de las referencias más bellas que utiliza Cristo para mostrar su divinidad es la referencia al Esposo, Cristo Esposo. Hay dos pasajes en los que aparece esa referencia. Uno es una controversia con los fariseos, al comienzo del Evangelio de San Marcos, cuando le preguntan: “¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan y los tuyos no?”. Y recordad que a Jesús no se le acusaba de especialmente ascético, sino de ser comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores. Y ante esa pregunta, Jesús responde: “¿Acaso pueden los amigos del Esposo ayunar mientras el Esposo está con ellos?” Jesús se está refiriendo a una costumbre de las bodas palestinas, que no son como las nuestras.

Un antropólogo alemán que estudió sobre los Evangelios, entorno a 1905 (por lo tanto antes de que la I Guerra Mundial y de que la caída del Imperio Otomano asolase el Medio Oriente), escribió seis volúmenes de cuatrocientas páginas cada uno sobre costumbres de los beduinos de Palestina que sirven para ilustrar los Evangelios. Son una verdadera joya de detalles mínimos a los que se refieren palabras de Jesús, y un capítulo entero está dedicado a cómo eran las bodas. Una boda palestina, probablemente estaba pactada entre las dos familias cuando los niños tenían cuatro o cinco años. Y, por ejemplo, cuando nacía un niño, la familia guardaba el vino de la cosecha de ese año para el día de la boda, lo cual tiene que ver con que se acabase el vino en las bodas de Canaá y la tragedia que eso suponía, porque en las casas había una tinaja reservada para el día de la boda de los hijos varones de la familia. Hasta la misma palabra “evangelio” tiene que ver con esa vida familiar de los palestinos. Porque, si quien nacía era mujer, cuando la mujer estaba a punto de dar a luz, no sucedía nada. Pero había un niño a la puerta de la tienda que, cuando quien nacía era un varón, iba corriendo a las colinas cercanas para avisar a todos los pastores de la tribu, y la palabra que decía en árabe era “al bisharah, al bisharah”, gritando. “Al bisharah” significa buena noticia. Y bastaba con decir eso, y todo el mundo sabía lo que significaba: “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”, que es lo que dice el texto de Isaías.

La boda, como digo, estaba pactada, pero había que negociar la dote. La dote estaba probablemente también pactada desde incluso años antes de la boda. Pero, si el día de la discusión de la dote, la discusión duraba menos de ocho o diez horas, se entendía que los padres no querían mucho a su hija, y que la hija no era una hija bien valorada. Por tanto, había que discutir durante mucho tiempo. Y mientras tanto, los amigos del novio estaban con el novio celebrando que se iba a casar. Y las amigas de la novia estaban con la novia en la tienda en la que iban a vivir los nuevos esposos esperando la llegada del novio después de que las familias se hubieran puesto de acuerdo en la dote.

Repito que la dote estaba pactada, y os preguntaréis que por qué había que discutirla, y para eso había que haber vivido en Oriente en aquella época. Pero os puedo contar una anécdota vivida por mí. Entorno a 1900, la Santa Sede le encargó a los Dominicos que hiciesen una escuela en Jerusalén para el estudio de la Escritura. Y compraron, en las afueras de la muralla de la ciudad antigua, un terreno cuadrado del que sólo faltaba una esquinita, que pertenecía a uno de los hermanos de la misma familia a la que le habían comprado lo demás. En 1978-79, yo viví en esa escuela. Es la escuela que ha publicado la Biblia de Jerusalén, y es la que tiene probablemente la mejor biblioteca del mundo sobre el Medio Oriente Bíblico y el Medio Oriente Cristiano, una escuela francesa de un gran prestigio. Bien, pues todos los años había una reunión con la familia para negociar si se podía vender esa esquina. Y eran 80 años los que llevaban reuniéndose. Y ahora, los nietos o los bisnietos de aquellos, la mayor parte vivían en Canadá, o en Suecia, y seguían reuniéndose todos los años. Y cuando los dominicos preguntaban si vendían o no, ellos decía: “Probablemente tardemos otros 100 años, pero no importa, porque mientras tanto nos reunimos, tomamos té, nos contamos las cosas de la familia”.

Lo importante es hablar. ¿Cómo es posible que una dote que está pactada pueda llegar la discusión hasta el amanecer, y mientras tanto están comiendo y bebiendo las dos familias tranquilamente, y el novio con sus amigos y la novia con las suyas? Porque es muy importante hablar, y porque además significa el aprecio de los padres por la novia.

Cuando Jesús dice: “¿Pueden los amigos del novio ayunar mientras el novio está con ellos?”, Él se está presentando a Sí mismo como el novio, como el Esposo. El Esposo es una figura que atraviesa todo el Antiguo Testamento, sobre todo la tradición profética desde Isaías: Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, donde se proclama el amor a la esposa infiel, el Cantar de los Cantares (que, junto con Oseas, es una de las cumbres de la revelación del Antiguo Testamento). Yahvé es el Esposo de Israel. Su relación con Israel es la de un Esposo. Un Esposo celoso, herido, enamorado, capaz de airarse y de perdonar. Cuando Jesús se presenta como el Esposo, se está presentando como Dios, pero está presentando un modo de relación con nosotros singular.

El otro texto al que quiero referirme (y ya no necesito detenerme en explicarlo) es la parábola de las diez vírgenes. No sé si alguna vez os ha llamado la atención que es una parábola en la que no hay novia. Habla de una boda, están esperando al esposo, pero de la novia no se dice nada. Y, sin embargo, normalmente las chicas que están esperando, están esperando con la novia a que llegue el novio con sus amigos para celebrar juntos los bailes y, por fin, dejar a los novios en su tienda. Y luego esa celebración dura varios días. De nuevo ahí el esposo es plenamente Jesús. Y esa ausencia de la novia, de nuevo pone de manifiesto que Jesús está hablando como el Esposo, es decir, como Yahvé.

¿Por qué es importante esto? Porque la Iglesia, desde el primer momento (en San Pablo hay abundantes pasajes, “yo os he desposado con Cristo como una virgen casta”, dice en una carta a los Corintios), ha entendido que la relación de amor de Cristo con nosotros, que la relación de amor del Hijo de Dios en la Encarnación, sólo puede entenderse adecuadamente en una clave esponsal. La Navidad es una boda. Y la consumación de esa boda es la alianza. D. Juan hizo el otro día una referencia preciosa al Esposo que se entrega a la Esposa en el lecho nupcial de la Cruz, es decir, al Esposo que se da por entero, hasta la muerte. “No hay mayor amor que el dar la vida por aquellos a los que uno ama”. Jesús da la vida por su Esposa en el lecho nupcial de la Cruz. Ahí se consuma la alianza. ¿Esto hace ilegítimo decir a los niños que Jesús es nuestro amigo? Juan Pablo II ha usado muchas veces la imagen de Jesús como nuestro compañero de camino, aunque la palabra “compañero de camino” ya aporta algo más. ¿No es eso un esposo, una esposa?

Ahora, decidme, ¿cuándo es la última vez que vosotros habéis oído predicar en una parroquia normal de Jesús como el Esposo de nuestras vidas? A lo mejor en reuniones de grupo, los que estáis en movimientos eclesiales, lo habéis oído muchas veces. Yo casi nunca. Creo que eso es algo ausente de nuestra consideración de Cristo. Hay otras, y curiosamente nos son más familiares. Entender a Cristo como amigo puede ser infantil, pero está bien. Pero la unión de Cristo con nosotros, si nosotros somos su Cuerpo, parece que es más fuerte que la de un amigo con otro amigo. Si San Pablo es capaz de decir: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”, esa unión es más fuerte que la unión de dos amigos. La única compañía para expresar el amor de Cristo por nosotros y su presencia en la Iglesia es la relación esponsal.

La relación esposal que nos hace uno con Él nos permite ser hijos del Padre, nos comunica su Espíritu. Pero nos comunica su Espíritu porque se hace uno con nosotros. Hasta el punto que uno podría decir, con plena verdad teológica: el único lugar donde el designio originario de Dios sobre el hombre y la mujer (y esto tiene una trascendencia inmensa), aquello de “dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”, eso sólo ha sucedido una sola vez en la Historia, en la Encarnación del Hijo de Dios y en su Esposa, la Iglesia.

Cuando uno cae en la cuenta de eso, empieza a entender el que San Pablo, hablando de la relación entre el hombre y la mujer, de repente diga: “Este es un misterio muy grande, porque estoy hablando de Cristo y de la Iglesia”. Es decir, el verdadero matrimonio es la Encarnación del Hijo de Dios, la alianza (hasta la misma palabra lo recoge) nueva y eterna de su Sangre, por la que Él se nos da para el perdón de nuestros pecados. Se hace uno con nosotros.

Si esto es así, si Cristo es el Esposo a la luz de lo cual hay que entender el amor humano, y en realidad todos, todas la formas del amor humano  (la esposal, la de amistad, la paternidad…) pueden ser encontradas de algún modo en Cristo (cuando los sevillanos llaman a Jesús, Nuestro Padre Jesús del Gran Poder, no están descaminados. El Padre es el Padre, y llamar a Jesús Padre sólo se puede usar en un sentido metafórico. Pero los hombres han llamado durante mucho tiempo a Adán nuestro primer padre, y a Adán y Eva nuestros primeros padres. Y Jesucristo es el comienzo de una humanidad nueva, y en ese sentido tiene una paternidad sobre nosotros). Pero de todas esas relaciones, según el designio de Dios, la más íntima es la esponsal. Y la única, la menos inadecuada para expresar la relación de Cristo con nosotros, es la esponsal.

Eso significa que Cristo no es un accidente fuera de la realidad humana. Porque si no, el matrimonio pertenecería al orden natural, y yo me rebelo contra esa concepción. De ser así, Cristo vendría a añadir, extrínsecamente, desde fuera, unos ejemplos, unas enseñanzas, unas leyes, unos ritos que nos ayudaran a vivir bien nuestro matrimonio. Sin embargo, Cristo pertenece a la sustancia misma del matrimonio. El amor de los esposos está hecho literalmente (si se pudiera hablar de la materia de ese amor) del amor de Cristo.

Y el matrimonio es sacramento, no porque, como la vida es tan complicada, necesitemos que Dios nos bendiga. No porque nosotros, que es una cosa natural, nos queramos, y entonces venimos a la Iglesia a que nos dé una bendición. Todos tenéis la suficiente formación para saber que los ministros del matrimonio son los propios esposos. Pero el sacramento no es el momento en el que se celebra. Lo que hace del matrimonio un sacramento es que el amor de un esposo y una esposa cristianos, es decir, que conocen el amor de Cristo, y que conocen quién es Cristo, tiene tal espesor, tal densidad en sí mismo (y estoy hablando del amor, y de todas las formas y manifestaciones del amor), que ese amor es signo de que Cristo vive y es el Redentor del hombre. Y es el Esposo pleno. Es decir, es quien cumple los deseos más profundos de felicidad y de plenitud del hombre, y del cual es imagen ese amor de los esposos: como amor incondicional, como amor sin límites, como amor fiel, como amor para siempre…

Y para nosotros, los cristianos, es muy fácil decir que eso es natural. Esa es la naturaleza tal y como la conocemos y la descubrimos quienes tenemos la experiencia del amor de Cristo. Pero pensar que quien no tenga esa experiencia pueda entender que el amor esposal es indisoluble y monógamo, es pedir peras al olmo. Y hay un argumento muy simple: ni siquiera en la ley de la Antigua Alianza se da esto, hasta que Jesús recuerda el plan originario de Dios. Desde Abraham habían pasado siglos en los que Dios había estado educando a su Pueblo. Y, sin embargo, Moisés les había permitido el repudio por su dureza de corazón. Lo que quiere decir que la dureza de corazón debe ser bastante grande para entender lo que somos. Porque no podemos entender lo que somos más que desde Cristo. Pero cuando uno ha conocido el amor de Cristo, no simplemente se iluminan unos principios que nos permiten obrar bien, sino que se ilumina la realidad de nuestro ser, y parte de ese ser es la vocación nupcial, la vocación esponsal. Es tan parte de nuestro ser como el ser hombre o el ser mujer. Y tan irrenunciable como el ser hombre o el ser mujer. Y esa vocación nupcial sólo puede cumplirse en plenitud desde Cristo. Por eso para vivir el matrimonio es necesario ahondar en el misterio de Cristo.

Yo publiqué en Fiesta no hace mucho un artículo de Bernanos escrito durante la época de Munich, la misma época que se representa en la película de Casablanca, del Gobierno de Vichi, donde el Mariscal Petain, presionado por algunos círculos católicos de aquel tiempo, prohibió el divorcio en Francia. Y Bernanos, que entonces estaba exiliado en Brasil, escribió un artículo sobre esa ley del divorcio, diciendo: “yo estoy tan deseoso como el que más de recristianizar a Francia, pero imponer el matrimonio cristiano por ley está en contra de toda la tradición de la Iglesia”. Y remite al cura de Ars. Y dice: “si esto de imponer el matrimonio cristiano por ley fuese el camino para recristianizar a Francia, el cura de Ars, que se pasó toda la vida haciendo penitencia y orando para conseguir que unos pocos feligreses suyos fueran a Misa, habría hecho el tonto. Lo que tendría que haber hecho era haberse hecho amigo del alcalde y del gendarme del pueblo y llevar a todos a Misa por ley”.

¿Por qué? Pues porque para poder vivir el matrimonio cristiano, lo que hace falta es ser cristianos. Haberse asomado, por lo menos, a ese núcleo duro de la experiencia cristiana, que es la experiencia del amor de Jesucristo, una experiencia esposal, constitutivamente esponsal. Y a quien no tiene experiencia de ese amor, no se le puede pedir vivirlo así.

Eso explicaría algo que quizá a vosotros os ha hecho reflexionar. Justo porque vivimos en una cultura que contrasta con la tradición cristiana, es necesaria una doctrina social, y es necesaria una enseñanza particular sobre el matrimonio, y es necesario articular unos modos y hacer una pastoral social, y es necesario hacer una pastoral familiar. Pero, ¿a ninguno de vosotros os resulta sorprendente que ninguna de esas dos pastorales han sido necesarias hasta el siglo pasado? ¿No os extraña que antes bastaba que una persona aprendiese a ser cristiana para que entendiese normalmente qué significaba su matrimonio? ¿Qué le pasa a nuestra iniciación cristiana? Le pasa que vivimos en una cultura que no es cristiana. Que vivimos en el marco de una religión (dejadme usar el término) que no es cristiana.

Pero, ¿cuál es el modo más eficaz para ayudar a vuestros hijos, a vuestros nietos, a que puedan vivir un matrimonio cristiano? Enseñarles el amor a Jesucristo, que es el que sacia, como respuesta a las exigencias más profundas del corazón. Y crear esos espacios donde uno puede reconocer que esa Presencia de Cristo llena la vida de buen gusto por entero: en el estudio, la amistad, los amigos, el noviazgo, enamorarse, trabajar… Y no será muy necesario insistir en demasiadas cosas concretas en los cursillos de preparación matrimonial. Si uno tiene una experiencia cristiana adecuada, casi no serían necesarios los cursillos de preparación matrimonial. Como casi no sería necesaria la catequesis de confirmación, si uno ha sido iniciado en la fe cristiana o está viviendo en un contexto cristiano. Habría que hacer lo que se hacía cuando el mundo era cristiano: tres catequesis que explicaran el rito de forma que uno lo pueda vivir bien, y nada más. ¿Por qué? Porque la iniciación cristiana contiene dentro de sí todo.

Hay una tercera parte que me hubiera gustado desarrollar, y es que todos los sacramentos de la Iglesia tienen un significado nupcial.

Los sacramentos son el lugar de la Presencia de Cristo. El teólogo Edward Schillebeeckx escribió un precioso libro  (tiene otros de los que discutiría muchas cosas, como el famoso Catecismo de la Iglesia Holandesa que tanto ruido dio), titulado Cristo, sacramento del encuentro con Dios, sobre Cristo como sacramento originario. Y él define en ese libro, siguiendo a Santo Tomás, los sacramentos de la Iglesia como acciones de Cristo resucitado, vivo. Curiosamente, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, los tres tienen un significado nupcial. Y no se entienden si no es como gestos nupciales. El en Bautismo no queda más que un residuo, que es la vestidura blanca. Pero cuando los adultos se bautizaban en la antigüedad, se vestían con una vestidura blanca que es de donde vienen los trajes de novia actuales. A mí me da mucha pena que se utilice un purificador, y que luego se quede en la Iglesia. Habría que hacer una vestidura de Bautismo, y que cada niño tuviera su vestidura. Y de la mejor tela posible. De una tela preciosa, porque es un vestido de bodas. Porque Cristo se une a él, nos da su Espíritu. Pero, ¿qué significa que nos da su Espíritu? Nos hace hijos de Dios. Se une a nosotros de tal manera que Dios, cuando nos ve a nosotros, ve a Cristo en nosotros. Eso es darnos su Espíritu. El Espíritu ha sido derramado en nuestros corazones. ¡Hay tantas palabras del vocabulario vinculadas a los sacramentos!

El Credo, en la fórmula bautismal, como en la fórmula de la Vigilia Pascual, que se confirma en la Confirmación, recuerda la alianza matrimonial. ¿Renunciáis a…? Sí, renuncio. ¿Creéis en…? Sí, creo. Pero, ¿a qué recuerda el “sí, creo”? Al “sí, quiero”. Eso es el Credo. Yo Te conozco y espero de Ti (ojalá los esposos pudieran esperar eso de su marido o de su mujer en el momento de la boda) el perdón de los pecados y la vida eterna. Eso es lo que se espera de Alguien cuyo amor es infinito. Y decir “sí, creo” es acoger ese amor.

Fijaos que en el sacramento de la Confirmación, como en el sacramento del Bautismo, la Fe no forma parte del sacramento, sino que es la condición previa. El don de Cristo viene después. Es Cristo quien confirma. Es Cristo quien se da en el Bautismo. Es Cristo quien se da en la Confirmación, para quien ha acogido su amor. Pero no digamos la Eucaristía. El Credo del domingo, cuando lo formulamos, tendría que tener ese eco y esa resonancia nupcial.

Y la Eucaristía, la expresión “tomad, comed, esto es mi Cuerpo”, es una fórmula de donación esponsal, clarísimamente. “Este es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la Alianza nueva y eterna”. El “serán los dos una sola carne” nunca se cumple de una manera más acabada como en la Eucaristía.

Una vez le oí algo a un catequista, en una peregrinación en el Jubileo del año 2000, que venía con unos chicos que estaban agotados. Y esta persona, para introducirles en la Eucaristía, les dijo: “llevamos todo el día en el autobús, pero ahora lo que vamos a hacer es el amor”. La frase es muy fuerte, pero la Eucaristía es eso. Uno va a la Eucaristía a hacer el amor. Con las connotaciones sexuales que tiene en nuestro mundo la expresión “hacer el amor” puede resultar hasta desagradable, pero, o la Eucaristía recupera su dimensión erótica, en el sentido en el que el Papa habla del “eros” de una manera positiva en su encíclica “Dios es amor”, o la vida cristiana recupera esa dimensión erótica, o no será más que una serie de reglas y se muere. Si el cristianismo es una serie de reglas, ¿vosotros pensáis que puede tener algún atractivo para alguien? Mientras las religiosas sigan diciendo lo maravilloso que es trabajar con niños, o trabajar con ancianos, y ser útil a la humanidad y cosas de ese tipo que están tomadas del vocabulario de las ideologías, no tienen nada que hacer, y de ahí las crisis de vocaciones. Uno da la vida por alguien que te quiere, no das la vida por un trabajo, salvo que no estés bien de la cabeza. Por muy bello que sea el trabajo. Porque el trabajo más bello se puede hacer con más eficacia compartido con una mujer o con un hombre.

Esa es la única razón para poder dar la vida. Y no crecerán las vocaciones mientras la vida cristiana no sea presentada en una clave de relación esponsal y nupcial. Así de simple. Porque ése es un aspecto esencial del cristianismo. Y lo hemos perdido en nombre de las reglas, en nombre de las normas, y de un montón de cosas que lo empobrecen, y que lo hacen inhumano. Porque nuestra vocación y nuestro corazón está hecho para el amor. Y está hecho para el amor esponsal para todos. La primera vez que yo hice un camino por la Alpujarra con un grupo de seminaristas, hay una fuente en la Alpujarra que, por lo visto, quien bebe se casa en el año. Y los seminaristas, con una cierta picardía, iban comentándolo, y me miraban para ver qué cara ponía. Y les dije: “Yo no bebo, porque yo ya estoy casado”. Pero además casadísimo, y no tengo ningún interés en cambiar de Mujer. Y les sorprendió que yo hablase de mi ministerio en esos términos.

Hay que volver a perder la vergüenza de hablar de la vida cristiana en esos términos o estamos perdidos. Porque esa otra religión nos quita lo más humano que tenemos, y luego nos lamentamos. Y resulta que eso más humano, sólo tiene una belleza sin límites en el contexto del cristianismo. Yo estoy casado. ¡Claro que estoy casado! Igual que cualquiera de vosotros. Y tengo una paternidad. ¡Claro que tengo una paternidad! Y quiero a mis hijos, y me apasiono por ellos, y sufro, y me peleo, y me enfado con ellos, igual que un padre de familia. Es más, yo tengo que aprender. Y no os podéis imaginar hasta qué punto he aprendido, y tengo que seguir aprendiendo, cuando yo veo a los buenos padres de familia cómo quieren a sus hijos, para aprender a ser cura. O cómo un buen esposo cuida a su mujer: cómo la mima, cómo la cuida, con qué ternura, con qué perdón.

Es cierto que yo he renunciado a unas dimensiones (y a unas dimensiones importantes) de la vida esponsal o de la vida familiar, pero, como decía un compañero mío, un padre no es quien engendra o quien cuida del cuerpo, porque eso lo hacen todas las especies animales. Un padre es quien da razones para vivir. Y yo, en ese sentido, como expresión viva de Cristo en medio de su Iglesia, con mucha pobreza, como la que podéis reconocer vosotros en vuestra vida familiar en muchos casos (con una pobreza enorme, y con una súplica al Señor de que ensanche mi corazón cada día), yo lo que quiero es querer a la Iglesia que el Señor me ha confiado como el Esposo me quiere a mí, nos quiere a cada uno de nosotros. Poder ser un signo de ese amor del Esposo. Y de alguna manera, poder ser padre como Dios es Padre: con ese mismo amor, con esa misma gratuidad, con ese mismo olvido de uno mismo. Yo creo que eso es el sacerdocio. Y la esposa, la virgen consagrada, necesita aprender de un matrimonio qué significa ser esposa.

Los matrimonios necesitáis de la presencia viva de Cristo para poder entender vuestro amor a la luz de la Eucaristía, para poder entender que un lecho nupcial es un altar, y que una mesa de comedor es un altar. Y para eso necesitáis sacerdotes que puedan mostrar ese amor esponsal de Cristo que, al mismo tiempo, no es posesivo. Y para eso necesitáis esposas de Cristo que puedan mostrar que Cristo vive porque son mujeres felices. Yo a las religiosas casi siempre les digo lo mismo: “vosotras no tenéis que hacer cosas. Lo que tenéis es que disfrutar del amor de Cristo de tal manera que quien os vea se dé cuenta inmediatamente de que sois mujeres bien casadas”.

Las tres vocaciones en la Iglesia tienen que ver con la esponsalidad de Cristo. Y todos, para vivir bien nuestra vocación, tenemos que recuperar esa conciencia del amor esponsal de Cristo y de la vida esponsal de la Iglesia. Y de Ella, la circulación de la vida en el seno de la Trinidad, como la llaman los teólogos. Los tres estados de vida, la virgen consagrada, los matrimonios y los sacerdotes, todos aprendemos unos de otros. Todos nos enriquecemos unos con otros. Y a todos se nos permite asomarnos a ese misterio inagotable de amor, que es Cristo, para la vida de los hombres, para la vida de todos nosotros.

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