Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 27/04/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 93. p. 211
Muy queridos hermanos sacerdotes,
queridos acólitos, o queridos monaguillos,
muy queridos enfermos que nos acompañáis aquí hoy, en la Pascua del Enfermo, y a los innumerables que nos acompañáis a través de las cámaras de Localia,
dejadme saludar también a unos cuantos amigos de Córdoba que, de repente, me he encontrado por sorpresa hoy en la Misa,
a mi colección de amigos de Santa María Micaela, que habéis venido a cantar hoy en esta Eucaristía, y que siempre rejuvenecéis las columnas de esta antigua Catedral con vuestras voces frescas y preciosas,
mis queridos hermanos y amigos todos,
Veo unas cofias que son nuevas este año, y deduzco que son las cofias de la Hospitalidad de Lourdes. Dejadme que os salude de manera especial porque, para que lo sepáis todos, se acaba de erigir en la Diócesis la Hospitalidad de Enfermos de Lourdes, el día de Navidad del año pasado, y aunque llevabais bastantes años en la Peregrinación de Enfermos acompañando a la Diócesis de Murcia, y aunque este año, por ser el primero, todavía seguiréis yendo con ellos, si Dios quiere, el año que viene, la Hospitalidad podrá organizar desde Granada su propia Peregrinación Diocesana de Enfermos, por la que, algunos de los que estáis aquí, habéis luchado tantísimo, y el Señor ha bendecido vuestra fatiga, y vuestro trabajo, y vuestra lucha. Para los que no lo conocéis, esa Peregrinación de Enfermos a Lourdes es una fuente de gratitud y de sorpresa constante, muy hermosa, precisamente porque ahí sí que resplandece fácilmente el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo del que vive la Iglesia, que es como el Alma de la Iglesia, como decía el Concilio.
El cristianismo es Jesucristo. El cristianismo no es una colección de ideas. No es ni siquiera una religión de reglas, o de valores, o de normas. Ni siquiera es una religión de valores o de reglas derivadas de la enseñanza de Jesús. El cristianismo es Jesucristo vivo y resucitado, y su compañía, la experiencia viva de su compañía con nosotros. Compañía que tiene esa forma misteriosa que es el don de su Espíritu en el misterio pascual de Cristo, porque en la cruz Él nos entrega su Espíritu. (…). Y después de su resurrección, y después de Pentecostés, ese Espíritu, que sólo Le correspondía a Él en plenitud, puesto que era el Hijo de Dios, Él lo pone a disposición de todos los hombres. De forma que nosotros, al acoger ese Espíritu, pasamos de ser siervos a ser hijos, que es para lo que Dios nos ha creado. (…)
El Evangelio de hoy lo llama Espíritu de la Verdad y Defensor. (…) ¿En qué sentido defiende el Espíritu Santo? En primer lugar, defiende a Cristo. Y, sólo en la medida que defiende a Cristo, nos defiende a nosotros. El Espíritu Santo defiende a Cristo porque nos permite reconocer que Cristo no fue solamente un personaje del pasado en cuyas enseñanzas nosotros nos inspiramos más o menos, sino que Cristo es alguien vivo.
¿Y sabéis por qué está vivo? Porque actúa. Ninguno de nosotros ni nadie pudo ver en la Creación lo que ahora los científicos llaman el Big Bang, y sólo por los efectos podemos deducir de algún modo lo que sucedió. De la misma manera, por las obras, por los frutos, podemos reconocer el origen. Y de la misma manera, si uno ve en la Iglesia una forma de actuar que uno comprende que no es obra de los hombres, uno puede llegar a reconocer el origen. Por ejemplo, la comunión entre personas diferentes, hasta entre marido y mujer, os aseguro que no es obra de los hombres. No bastan las energías humanas para que esa comunión florezca, crezca, madure, y, sobre todo, permanezca, y permanezca creciendo. Hace falta la presencia de Dios. Por eso el matrimonio es una flor tan exquisitamente delicada que, cuando falta Cristo, difícilmente se mantiene. (…) La comunión cristiana, en una familia, en una comunidad, es un milagro de Dios. Y, de hecho, es tan milagro que es lo que el Señor puso como signo para que quienes no Lo conocen, crean. “Padre, Yo Te pido por ellos para que sean uno, como Tú y Yo somos Uno, de manera que el mundo crea que Tú Me has enviado”.
Por tanto, el Espíritu Santo, en la medida en que obra entre nosotros la comunión, es siempre un signo inequívoco de que Cristo vive. Y vive porque actúa. Y esa comunión tiene mil formas: a veces la forma de una paciencia que permanece en el tiempo, a veces tiene la forma de una misericordia humanamente inexplicable, a veces tiene la forma de una gratuidad o de un amor que no se explica por las recompensas que ese amor recibe… Así como el pecado tiene muy pocas formas, porque se caracteriza por su falta de imaginación, la comunión del Espíritu Santo es extraordinariamente creativa. (…)
El primero al que defiende el Espíritu Santo es a Cristo, mostrando que no es una idea, que no es el predicador de un mensaje, sino que es, ante todo, Alguien vivo, que obra en nosotros cuando acogemos su Espíritu de modo que no nos queda más remedio que reconocer que es Dios quien está ahí, y adorarLe. (…)
Defendiendo a Cristo, el Espíritu nos defiende a nosotros. Y nos defiende a nosotros porque nos justifica en nuestra fe, y porque nos sorprende con su acción y con su don. Nos sorprende porque nos permite amar la vida, amarnos unos a otros; porque nos permite comprender que, pase lo que pase en la vida, podemos recuperar ese abrazo del Señor intacto, como si jamás hubiera sucedido nada (…).
Nos asombra el Espíritu de Dios porque nos asombra su amor. Yo estoy convencido de que hace tiempo que en la Iglesia, cuando hablamos del amor, lo entendemos de una manera tan espiritual y tan mística, que no lo vinculamos a que se nos acelere el corazón, a que nos salga rubor en la cara, no lo asociamos a nada que sea una experiencia humana de amor intenso, y sin embargo no hay amor más intenso que el de Dios. Y eso pone de manifiesto hasta qué punto lo hemos alejado de nuestra experiencia humana. Y nos asombra el Espíritu de Dios porque nos asombra su amor. Porque nos asombra el que nosotros, que nos conocemos a nosotros mismos y conocemos nuestras miserias, podamos ser amados de esa manera. Ese asombro, que acompaña también las experiencias verdaderas del amor humano, se llama adoración. Uno adora, y adora en silencio, un amor que es capaz de sostener la vida de una manera tan inexplicablemente grande y bella.
Quienes sois enfermos y tenéis el don de la fe, tenéis seguro experiencia de lo que estoy diciendo, y lo explicaríais con otras palabras, pero mucho mejor que yo. Cómo lo que el mundo recibe como una desgracia, y que a veces duele muchísimo, sin embargo, gracias a la comunión de la Iglesia, a la compañía de Cristo, puede ser vivido como una gracia. (…) Sin que desaparezca el dolor, de los huesos o de alma, y, sin embargo, al mismo tiempo, con la conciencia de que uno recibe una gracia cotidiana que alimenta una esperanza que no defrauda, porque es fruto de un amor que uno toca con sus manos, que nos abraza a cada uno en la comunión de la Iglesia y que nos mima con una misericordia sin límites. (…)
¿Por qué se le llama Espíritu de la Verdad? Porque la experiencia de su presencia y de lo que obra en la Iglesia y en nosotros mismos nos permite verificar, es decir, comprobar como verdadera la fe que profesamos. Nos permite afirmar con toda nuestra inteligencia, con la cara bien alta, que Cristo vive y que, porque vive, es la esperanza de los hombres.