Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 01/01/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 92. p. 123
Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos.
Hubo en la historia una mujer, casi una muchacha, que probablemente no tendría más de catorce o quince años, en quien había sucedido algo absolutamente nuevo, que no había sucedido antes en la historia y que no ha vuelto a suceder después. Esa mujer es María, la Madre de Jesús.
La novedad es que la religión, y lo que lleva consigo la relación con Dios, había cambiado de un modo radical, como nadie (ni siquiera los profetas del Antiguo Testamento) había podido imaginarse jamás. Para aquella mujer, de un pueblo perdido en un rincón del Imperio Romano, adorar a Dios no implicaba tener que hacer un largo viaje hacia un templo donde Dios estaba. Ella estaba (dejadme que lo diga) limpiándole los moquillos al Niño Jesús, como cualquier madre, y estaba al mismo tiempo dándole culto a Dios. Ella achuchaba a su bebé en su regazo y estaba abrazando a Dios. Ella Le enseñaba a dar los primeros pasitos, ayudándoLe a poner los talones en el suelo, como las madres cuando enseñan a andar a sus niños, y Ella estaba cuidando a Dios.
Para nosotros no es posible representar con nuestras palabras o nuestras imágenes lo que significa esa experiencia, a no ser que tengamos la experiencia de haber sido rescatados por el Espíritu de Dios. Por el Espíritu Santo que Jesucristo nos ha entregado podemos intuir algo. Algunos de los antiguos cristianos de los primeros siglos, cuando cantaban a la Navidad, decían llenos de asombro: “Si tu Presencia en el Monte Sinaí hacía temblar bloques de granito, y asustaba al pueblo que estaba en el valle, lejos de la cumbre, y le aterrorizaba, ¿cómo es posible que el carbón ardiente de la divinidad no quemase tus entrañas? ¿Cómo es posible que Tú pudieras llevar dentro de Ti a Aquél en quien, según dice San Pablo, habitaba corporalmente la plenitud de la divinidad, y que creciera dentro de Ti como un bebé, y a Quien Tú Le dabas tu leche y lo alimentabas como una madre? Y sin embargo Él, al mismo tiempo, desde tus mismas entrañas estaba sosteniendo el mundo. Sostenía las estrellas, las montañas. Te sostenía a Tí”. La cita no es textual, pero esos cantos de los antiguos cristianos decían más o menos: “Tú Le dabas tu leche, que Él primero Te había dado a Ti. Tú Le alimentabas con unos alimentos que eran todos obra suya. Él estaba en tu seno y, sin embargo, Él estaba dando vida a todos los niños en todos los senos del mundo. No sólo sus contemporáneos, sino todos los de la historia. Y Él estaba sosteniendo los cuerpos de todos los hombres”.
Esa es la inmensa paradoja. Ese es realmente el milagro cristiano. Eso es lo que los filósofos, incluso los más grandes, han intentado alcanzar. Sócrates, según el Fedón de Platón, llegó a intuir que, para que entendiéramos algunas de las cosas que nos preguntamos, no bastaría nuestra razón ni nuestra inteligencia, sino que haría falta que alguien nos ayudara a cruzar el mar inmenso que nos separa de los dioses. Pero no llegó más allá. Y los filósofos modernos, siendo cada vez más incapaces de pensar en términos que no sean cuantitativos, lo que han negado siempre es que Dios, que tendría abarcar cada vez más dentro de Sí el universo entero, pueda estar en un momento de la Historia. Lo que son incapaces de admitir es que Dios pueda ser realmente compañero nuestro.
El gran escándalo del cristianismo no es el culto a Dios, ni que Dios sea Amor. Eso es consecuencia. El gran escándalo del cristianismo es la Encarnación: que Dios pueda amar tanto a su criatura que pueda, como decimos en el pregón pascual, “para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo”. Que Dios pueda entregarse a Sí mismo para darnos la vida a nosotros. Y eso es exactamente lo que proclamamos en el Credo y que sucedió en el seno de María. Y eso es lo que a nosotros nos es dado como posibilidad permanente a lo largo de la vida.
Y, sin embargo, en el gesto de la Encarnación, por mucho que escandalice a nuestra razón, por mucho que sea inefable para nosotros, por mucho que no pudiéramos imaginarlo, Dios se revela de la manera más razonable como el más grande. Dejadme contaros una anécdota. Un sacerdote amigo mío, que vive en un país musulmán y da clase en un colegio en el que todos sus alumnos son musulmanes, llevaba muchos años cansado de no poder anunciar nunca a Jesucristo en aquel contexto, y le parecía que, si él era sacerdote, tenía que anunciarlo alguna vez. Y un día hizo una pregunta a sus alumnos. Como sabéis, el dogma fundamental del Islam es que Dios es el más grande. Y les dijo: “Imaginaos a vuestra mamá. Imaginaros que tiene un bebé, y que se va a comprar al zoco cosas para la casa, y cuando vuelve la casa está en llamas y su bebé está dentro. Y los vecinos, y los bomberos, no quieren dejarla entrar. ¿No intentaría esa madre con todas sus fuerzas, incluso burlando la vigilancia de los vecinos o los bomberos, aunque arriesgase su vida, meterse dentro del fuego para ver si podía sacar a su bebé con vida?” Y los niños dijeron: “sí, sin duda alguna”. Y él dijo: “Y quién es más grande, el corazón de Dios, el Misericordioso, el Clemente, o el corazón de una madre? El corazón de Dios. Y si Dios ve a su criatura en el fuego del pecado, necesitada de su ayuda, ¿no va a hacer lo que haría cualquier madre por salvar a su hijo? ¿Va a ser Dios más pequeño que el corazón de una madre?” Al día siguiente vinieron los padres para decirle al sacerdote que si volvía a decir algo así lo tendrían que denunciar, ya que si lo seguía haciendo sus hijos se harían todos cristianos.
Con esto no pretendo que quepa en nuestra cabeza el misterio de Dios. Lo que digo es que Dios se revela como infinitamente más grande en la Encarnación que con el poder majestuoso de la Creación del cosmos. Y se revela como más grande porque lo más grande que hay en el mundo es el corazón del hombre, su libertad, su capacidad de amar. Eso es lo más grande, no las montañas o las galaxias. Lo más grande que hay en el mundo es cada persona humana, su núcleo, su corazón, que es imagen y semejanza de Dios. Y eso es lo que el Señor ha venido a rescatar haciéndose compañero de camino nuestro.
Al principio subrayaba que para la Virgen era una novedad absoluta que el hecho de acariciar a su Hijo, o de darle un beso, o de limpiarle, o enseñarle a comer, era exactamente lo mismo que se hacía en el Templo o en la sinagoga. Y la vocación de la Virgen, como la de cada uno de nosotros, es única. Pero aquello que fue verdad en la Virgen, es decir, la unión que la Virgen tuvo con su Hijo Jesucristo, nos es ofrecida a todos nosotros. Nosotros somos pecadores, estamos llenos de miserias, y Ella fue inmaculada desde el primer momento de su concepción para que no hubiera en Cristo ni sombra de pecado. Pero cuando Cristo viene a nosotros es uno con nosotros de una manera que no hay unión humana que la pueda representar. Cuando nosotros recibimos al Señor misteriosamente en la Eucaristía, Él se hace uno con nosotros, y nos hace a nosotros entre nosotros uno de una manera que las distintas formas de relación humana, incluso las más elevadas, son incapaces de expresar adecuadamente. Ni la unión del esposo y la esposa, ni la unión de una madre y sus hijos (por decir las uniones más grandes), ni la unión de los hermanos o de los amigos, o la de los hijos con el padre. Todas esas maneras valen para expresar nuestra relación con Cristo, pero todas se quedan cortas.
El misterio de la Maternidad de la Virgen se prolonga en la comunión de la Iglesia, en esta familia, en esta patria de la que somos ciudadanos ya desde ahora aunque su esplendor sólo se desvele de manera plena en el Cielo. Este Pueblo, ya aquí, es lo más bello que hay en la tierra: poder vivir sostenido por Cristo y poder vivir en la comunión de este Pueblo. Algún día no habrá dolores de huesos, ni habrá distancias entre nosotros, porque Dios será todo en todas las cosas, y podremos contemplar la belleza infinita de su gloria, es decir, la belleza infinita de su amor.
Mis queridos hermanos, vamos a dar gracias a Dios, vamos a adorar. La adoración es una palabra que pertenece al lenguaje del amor. Vamos a adorar un Amor tan grande. Vamos a adorar esa posibilidad que se nos da. Porque nosotros podemos mirar el rostro de la persona que tenemos delante, ya sea un enfermo, o el marido a la mujer, o la mujer al marido, y saber que tiene delante un sagrario: alguien que, o es parte del mismo Cuerpo de Cristo, es decir, o es parte nuestra, o está llamado a serlo. Y eso es una novedad inefable: Cristo está en las circunstancias concretas de la vida de cada uno, Cristo está en vuestras casas (Santa Teresa lo decía con su gracia típica, “en los pucheros”, ¡claro!), en la oficina, en la mesa de trabajo, en el compañero que tienes delante, en aquél que te persigue y te hace sufrir porque eres cristiano o se burla de ti, o te gasta bromas y te hace la vida difícil por ser cristiano, y Cristo ha muerto por Él. Y no hay más que una posibilidad para un cristiano de tratarle, y es como Cristo me trata a mí, es decir, con el mismo afecto, con el mismo amor con el que nosotros somos tratados por Dios.
Vamos a dar gracias. Es un tesoro lo que tenemos, y no nos damos cuenta. Es un tesoro lo que el Señor nos ha dado con la fe. No hay nada tan grande ni tan hermoso ni tan bello en la tierra como es la posibilidad de vivir como hijos de Dios, de ser miembros del Cuerpo de Cristo, de reconocer el don que se nos renueva cada día de un amor y de una misericordia sin límites. Más que el de una madre. Y aunque estemos en mitad del fuego, ese amor vendría a por nosotros a rescatarnos. No nos dejaría perdernos.
Vamos a proclamar la fe llenos de gratitud y de gozo, de alegría, de verdad.