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Miércoles de Ceniza

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 06/02/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 92. p. 134



Queridos hermanos sacerdotes, seminaristas, acólitos,
Queridos hermanos cofrades,
Queridos hermanos y amigos todos.

Un años más el afecto maternal de la Iglesia nos invita a recorrer el camino de la Santa Cuaresma. Es un camino bellísimo, hermoso. Es un camino que nos conduce a la Pascua, al acontecimiento central de la Historia, que es la Pasión, la Muerte, la Resurrección del Señor y el don del Espíritu Santo. Es decir, el momento más hondo de la Encarnación (todavía resuenan en nuestros oídos, y este año más, los ecos de la Navidad). El Señor se ha hecho hombre para participar con nosotros de la condición humana, en todo igual a nosotros menos en el pecado. Igual en su experiencia humana de crecer. Igual en la experiencia humana de la alimentación. Igual incluso en el estar sometido, asumiendo la condición de esclavo (dice otro pasaje de San Pablo), las consecuencias  de un mundo en el que parece dominar el pecado, sobre el que el Enemigo del hombre parece tener establecido su poder. Y Jesús, que nos conoce, que conoce la Historia humana, asume esa condición, se abraza a esa condición mortal nuestra, y esa condición mortal le lleva a la muerte. El Hijo de Dios se une a nosotros de tal modo que se une a nuestra muerte. Desde luego no se une por afecto a la muerte, sino que se une a nosotros para arrancarnos del poder de la muerte. Y eso es lo que celebramos en la Resurrección. Y arrancados del poder de la muerte, nos comunica la vida divina, nos hace partícipes de esa vida divina entregándonos su Espíritu, que nos permite vivir como hijos de Dios: con la confianza, la libertad de espíritu, la despreocupación propia de los hijos. De los hijos de un padre que sabemos que jamás nos dará una piedra cuando le pedimos un pan, y que jamás nos dará una serpiente si le pedimos un pescado. Aquello que necesitamos no nos va a faltar. Y lo que necesitamos es, ante todo, su amor, su gracia, su vida.

Iniciar un camino para poder vivir con toda la capacidad de nuestra libertad, con toda nuestra inteligencia, de la manera más consciente posible un acontecimiento así, que no sólo nos desvela el misterio de Dios (a la vez que lo hace infinitamente más misterioso, porque lo desvela como amor insondable, sin límites), sino que, al hacerlo, desvela también el significado de nuestra vida: lo que significa nacer o vivir, lo que significa crecer, o trabajar, o quererse, lo que significa envejecer o morir. En el acontecimiento pascual de Cristo se ilumina lo que somos, nuestra condición humana, y no se elimina nuestro drama, sino que se llena de luz, y se fortalece con la conciencia dulce y exquisitamente delicada, o como decía Dante refiriéndose al modo de actuar Cristo, con “una inefable cortesía” nos invita a sumergirnos, como en el agua del Bautismo, en el misterio pascual, de modo que podamos recibir todo su poder de luz, toda su gracia, toda su fuerza transformadora en nuestro corazón.

La cuaresma es un tiempo precioso, porque es un camino que nos conduce al acontecimiento central de la Historia. Y un acontecimiento que recordamos, no como algo que sucedió hace 2000 años, sino como un acontecimiento presente cuya virtualidad permanece intacta, con la misma fuerza y con el mismo poder salvador hoy que hace 2000 años más o menos. Ese acontecimiento se nos da con la misma frescura que en la mañana de Pascua. Y de la misma manera que no se vive una boda sin disponerse, sin prepararse a ello, ése es exactamente el significado del tiempo de cuaresma. Y no penséis que la palabra boda está escogida improvisadamente. Es absolutamente consciente. Porque si la celebración de la Navidad es presentada por la tradición de la Iglesia como el desposorio del Hijo de Dios con la condición de la naturaleza humana, la consumación de ese desposorio se da en la muerte y en la resurrección de Cristo. La unidad plena donde el Señor y nosotros ya no son dos sino una sola carne culmina en la comunicación del Espíritu Santo. Es la consumación de una alianza matrimonial, de una alianza esponsal. En la que está nuestra libertad y nuestra esperanza. Es la diferencia entre que el horizonte de nuestra vida sea la soledad del sepulcro y el olvido, o que el horizonte de nuestra vida sea un amor que la muerte no tenga el menor poder de aminorar, o de disolver o destruir, o de hacer pasar el tiempo. Porque ni el tiempo de este mundo ni el tiempo de la eternidad pueden desgastarlo y, por lo tanto, no agota, ni empieza jamás a agotar su capacidad de sorprendernos. Esto cambia por completo la perspectiva sobre la vida. Y, como decía Dostoyevski, “si Dios no existe, todo está permitido; y si todo está permitido, al final la vida humana es imposible”. Al final se parecerá cada vez más a la venta del Quijote: todos contra todos, y a ver quién puede sacar más tajada del pastel porque, para lo poco que vivimos, al fin y al cabo, qué más da. Si el horizonte de nuestra vida es nada más que esta vida, es imposible tomarse esta vida en serio. Si el horizonte de nuestra vida termina en esta vida, de la que tenemos experiencia, es imposible tomarse un amor en serio, acogerlo de verdad, cuidarlo, mimarlo, disfrutarlo, gozarlo, comunicarlo. En cambio, la vida se llena de gusto y de buen color cuando uno acoge el anuncio de la resurrección de Cristo.

Y podemos creer en ella. Porque, aún sabiendo que la Resurrección de Cristo no tiene más parangón que la Creación, y ni de una ni de otra podemos ser testigos, la conocemos por sus frutos. Podemos saber que es verdad el anuncio que hace la Iglesia porque, cuando yo acojo el amor de Cristo, mi vida cambia, y cambia para mejor. Mi vida se ensancha, respira, como encaja una pieza que falta en un puzzle y hace que encajen todas las demás, o como cuando uno encuentra un amor verdadero, que entiende que el corazón estaba hecho para ese amor verdadero, aunque no haya tenido en su vida una experiencia previa de un amor verdadero. Cuando uno lo encuentra, lo reconoce. Dejadme poner un ejemplo banal. No hace falta haber hecho un curso de gastronomía para reconocer, cuando a uno le ponen delante un jamón de pata negra, que está buenísimo, aunque no lo haya probado en la vida. ¿Por qué? Porque hay algo que te dice que el estómago estaba hecho para ese jamón. Perdonad la imagen. De igual modo que el corazón está hecho para un amor verdadero.

Y cuántas veces, en nuestras expresiones cínicas sobre el amor, lo que reflejamos es que las experiencias del amor que tenemos no nos valen. ¿Por qué nos quejamos a veces de las experiencias que tenemos del amor? ¿Por qué duelen? ¿Por qué un niño o un adolescente que no tiene la experiencia de ser querido de verdad por sus padres, por ejemplo, vive en una rebelión absoluta, consigo mismo y con la realidad entera? No se me olvidará una noche (no era aquí en Granada) que vi a un grupito de cuatro o cinco muchachos, que no tenían más de catorce años, destrozando a patadas una cabina de teléfonos. Y no estaban bebidos. Y yo pensaba: “¡Dios mío! ¡Qué violencia hay en el corazón de estos chicos!” No temían ni siquiera herirse en sus manos o en sus pies al destrozar aquello. ¡Dios mío! ¿Qué experiencia de la vida tienen estas personas? Y sin necesidad de llegar a eso, cuando nos quejamos del amor que recibimos, que a lo mejor es bello, pero siempre es pequeño para nuestro corazón, ¿qué indica eso? Que estamos hechos para otro amor, para un amor sin límites, que no hay más que una manera justa de tratar a un ser humano, que es con un amor, con una paciencia, con una misericordia sin límites.

Algo parecido sucede con la experiencia de la fe cristiana. Cuando uno acoge a Jesucristo y la tradición de la Iglesia que todos hemos recibido, de la manera más sencilla y auténtica posible, la vida cambia, el corazón se oxigena. Y también tenemos experiencia de que, sobre una mentira, nuestra vida no crece. Sobre una cosa falsa, uno puede fingir, pero al final aquello se cae, no se sostiene. Por eso, si la fe cristiana estuviese condicionada a una investigación histórica de no sé qué naturaleza, no sería propio de Dios, porque Dios tiene que haber abierto un camino que sólo con una condición humana normal uno lo pueda reconocer. ¿Cuáles son los criterios para saber que ese acontecimiento realmente llena la vida y nos da la plenitud? La experiencia de lo que sucede en nuestras vidas cuando lo vivimos con sencillez. Y esa es la razón más poderosa para obedecer (y cuando digo obedecer, no digo someterse, en sentido de un siervo), para acoger la vida de la Iglesia, como un hijo acoge el amor de una madre. Deciros eso es reclamarnos a los pastores a vivir con el afecto por la vida humana que tienen las buenas madres.

Antes he dicho que no decía casualmente la palabra boda. La imagen de la cuaresma es la salida de Israel de Egipto, de la casa de esclavitud, para entrar en la tierra de Canaá. En ese desierto el Señor hace una Alianza con su Pueblo y, a partir de ese momento, el pueblo de Israel es su Pueblo y Él es su Dios, que los protege, que los defiende, que los acompaña, que los educa, que los cría, que los ama apasionadamente. Los israelitas no salían de Egipto doloridos de tener que abandonarlo. No. Iban gozosos por la compañía de Dios y por la promesa de una tierra que sería su tierra.

Otra imagen que aparecerá estos días en la liturgia es el retorno del destierro. El retorno del destierro es el sueño de la esposa abandonada. Y el “Cantar de los cantares” es curiosamente un canto escrito probablemente en el destierro, que habla del anhelo de la esposa, de renovar el encuentro con el esposo, de recuperar la alianza en la tierra de Israel.

Si esas son las imágenes que la Iglesia nos propone para guiar nuestro camino cuaresmal, el camino cuaresmal no es un camino de tristeza. Lo que es un camino de tristeza es no tenerlo. Porque a lo que el Señor nos invita es a su amor, a liberarnos de nuestras esclavitudes. De las esclavitudes que nos quitan la libertad, que nos impiden ser nosotros mismos, que nos impiden vivir en plenitud la vida a la que hemos sido llamados. Es verdad que la cuaresma nos propone unas disciplinas, y nos las propone desde este día primero: la oración, el ayuno y la limosna. Pero no penséis que esas disciplinas (que son como ejercicios de calentamiento) son para adquirir unas cualidades. Se trata de mirar a Cristo, de poner nuestra mirada en Cristo, y de adquirir una serie de disciplinas que liberen nuestra vida de cosas que habitualmente nos atan para ser libres para el Señor, para tener el corazón bien dispuesto para el Señor.

¿Por qué se nos propone la oración? No es que haciendo más oración yo ya tenga una cualidad más, que es hacer oración, o que Dios esté más contento porque he cumplido con una cierta obligación que la Iglesia me recuerda. No. Es que haciendo oración yo aprendo a depositar mi vida, mi confianza, mi esperanza en Dios, y, haciendo eso, soy más hombre, soy más libre, soy más yo mismo. Porque, cuando uno se echa sobre sí mismo la carga de la propia felicidad, uno está avocado, inequívocamente, o a la evasión, o a la depresión. O a vivir distraído permanentemente de la realidad de la vida, o a vivir abrumado permanentemente (y destruido, muchas veces) por el peso de la realidad de la vida. Aprender a orar es aprender a poner la carga de la propia vida, la tarea de la propia vida, en las manos de Aquél que me ama y conduce mi historia, nuestra historia, y la conduce para nuestro bien.

El ejercicio del ayuno es el ejercicio de saber que las cosas de este mundo, a las que muchas veces les pedimos como pordioseros una felicidad que no nos pueden dar, no deben atar nuestro corazón. Se trata de ser yo dueño de las cosas, y de saber que las cosas son un don del Señor, que me da, y que yo recibo agradecido, consciente de que hay otros muchos que no lo reciben. Y con sencillez, acostumbrarnos a una austeridad de vida, a una libertad con respecto a las cosas, para tener mi corazón dispuesto para el amor de Dios. Para amar hay que ser libres. Y para ser amado, también. La persona que no es libre no se da, no ama. El valor de la libertad es que nos permite amar aquello que merece ser amado, y es una condición para poder amarlo. Para poder poner el corazón en el Señor hay que tener el corazón suelto de amarras. Y el ayuno es una disciplina pequeña, simple, e incluso quizá artificiosa (de igual modo que son artificiosos los ejercicios que se hacen en el gimnasio, y son buenos para el cuerpo), pero es un ejercicio bueno para ser libres, para acoger al Señor con libertad de espíritu, y para poder devolverle también ese amor con libertad de espíritu.

La limosna es exactamente igual. No se trata de que nuestra limosna resuelva los problemas del mundo. Se trata de que mi limosna me ayude a reconocer que todo es don. Y que, puesto que todo es don, la única manera verdaderamente humana de vivir es recibir todo del Señor como un don suyo. ¿Y sabéis lo que es más caro de compartir para el hombre contemporáneo? Muchas veces no es un donativo, sino el tiempo. La mayoría de vosotros sois padres o madres de familia. ¿Sabéis qué es lo más caro que tenéis que dar, hasta en vuestra propia casa? Un poco de tiempo. Dad gratuitamente la limosna del tiempo, pero dadlo con gusto: a vuestra mujer, a vuestro marido, o a vuestros hijos o vuestros nietos; por ellos, pensando en ellos, no pensando en vosotros. Es una limosna preciosa que educa el corazón a estar en la posición justa ante la realidad. Todo es don de Dios, y el don más grande de Dios son las personas, y el tiempo que Él nos da para aprender a querernos.

Tomad así los ejercicios cuaresmales. Tomad así el trabajo de la cuaresma. Os aseguro que es un trabajo precioso. Es un tiempo precioso para poder celebrar la pasión del Señor, su resurrección y el don de su Espíritu rebosantes de alegría, de gratitud al amor que se nos da, y que cae en un corazón bien preparado. Puesto que nosotros no podemos prepararnos a nosotros mismos, que el Señor nos conceda prepararnos así.

Para quienes sois cofrades, éste es un tiempo de mil preocupaciones para preparar los pasos de penitencia. Las cosas de las que yo he hablado y que la Iglesia nos propone no necesitan tiempo (sólo lo de dar esa limosna de tiempo en la familia o con otras personas). Es menos una cuestión de tiempo en extensión que de la posición del corazón en la que se aprovecha el tiempo que el Señor nos da. No es tanto añadir cargas a una vida que ya está extremadamente cargada (porque el mundo moderno nos hace vivir una vida extremadamente cargada), cuanto de vivirla teniendo el corazón puesto en la dirección correcta. Y si la tenemos en esa dirección, aprovecharemos el tiempo de cuaresma, y el Señor nos concederá vivir la Semana Santa y la Pascua como un regalo inmenso que el Señor nos hace de Sí mismo, de su vida. Y con su vida, de nuestra esperanza. Y con su vida, del sentido de la nuestra. Que así asea para todos.

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