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I Domingo de Cuaresma

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 10/02/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 92. p. 141



Queridos hermanos sacerdotes, acólitos,
miembros de Manos Unidas,
querida Coral de la Basílica de la Virgen de las Angustias, que nos acompañáis en esta mañana,
queridos televidentes que os unís a esta Eucaristía a través de las cámaras de Localia,
muy queridos hermanos y amigos.

Hay una manera muy fácil de entender el Evangelio que acabamos de escuchar. Quizá sería la más espontánea para la mayoría de nosotros. Y es que, si la Iglesia nos propone en el I Domingo de Cuaresma las tentaciones del Señor, es para que tengamos un ejemplo y, de la misma manera que Él luchó contra sus tentaciones, que luchemos también nosotros contra las nuestras. Falso. No es esa la razón. Y no es eso lo que significa el pasaje de las tentaciones de Jesús, ni lo que nos enseña, en absoluto. Si así fuera, entonces sería como si el Hijo de Dios lo que hubiese hecho fuera como revestirse de nuestra humanidad como el que se pone un abrigo o algo exterior, porque uno diría: “No tiene mucho mérito vencer las tentaciones cuando uno es el Hijo de Dios”. Además, son unas tentaciones totalmente diferentes a las que nosotros tenemos normalmente, por lo tanto, no debe ser ese el mensaje que la Iglesia nos quiere dar.

El final del relato dice que, una vez que el Señor venció las tentaciones y el diablo Le dejó, se acercaron los ángeles y le servían. Esa frase, que parece inocua, y no parece tener ningún significado especialmente profundo, es la que justamente nos da la clave del relato de las tentaciones. Porque en las tradiciones judías, en los comentarios a la Escritura (que en hebreo se llaman “midrás”), que eran lo que los rabinos, y los sabios, y la tradición que los jefes de las sinagogas habían ido acumulando a lo largo de los siglos, según esas tradiciones, Adán en el Paraíso estaba servido por los ángeles. Y eso era una manera de decir que el ser humano, en el fondo, tiene una vocación más alta que la de los ángeles, aunque los ángeles puedan ser seres objetivamente superiores. Dios se ha ocupado del ser humano de un modo que no se ha ocupado de los ángeles. Decir, por tanto, al final de ese relato que los ángeles le servían es una frase mucho menos inocente de lo a que nosotros nos parece.

Curiosamente eso sucede en el desierto. ¿Y dónde fueron Adán y Eva cuando fueron expulsados del Paraíso? A la tierra de las zarzas y abrojos, a la tierra dura, que hay que trabajar, mientras que Paraíso significa jardín, vergel. Por tanto, Adán y Eva habían vivido en un vergel y, por su pecado, al alejarse de Dios, el vergel había desaparecido. Es decir, la vida gozosa del hombre, cuando se aparta de Dios, deja de ser gozosa. Esto es justamente lo que se invierte de nuevo cuando Jesús entra en nuestra Historia. Y eso es lo que nos quiere decir el Evangelio. Como decía San Pablo en un pasaje a lo Gálatas, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, y en el que hemos leído hoy, “hemos sido bendecidos con un derroche de gracia”.

En la Historia ha habido un momento en el que ha sucedido algo que no está en las manos de los hombres. La tragedia de pensar que las tentaciones de Jesús tienen como finalidad simplemente (no digo que la excluyan, pero simplemente) el que nosotros venzamos nuestras propias tentaciones, tiene como dificultad que nuestra experiencia nos pone de manifiesto que una y otra vez sucumbimos. Tal vez vencemos una, o veinte, y sucumbimos a la veintiuna. Tal vez somos capaces de obtener una determinada virtud, o somos capaces de que una determinada tentación deje de constituir un problema para nosotros, y el mismo día en que pensamos que ya está superado, muerde uno el polvo hasta lo más hondo. O a veces no, y ciertas tentaciones desaparecen del horizonte inmediato de nuestra vida, pero surgen otras. Y quizá ya no sucumbimos a una que nos ha estado molestando durante años, pero sucumbimos a otra.

El ser humano no es capaz de darse a sí mismo el Paraíso. Nosotros, hijos de Adán, no somos capaces de darnos a nosotros mismos la felicidad, ni de salvarnos a nosotros mismos. No es una cuestión de fuerza de voluntad. Y no os estoy diciendo que dé lo mismo que sucumbamos o no. Lo que estoy es constatando un hecho. Simplemente. Y lo que la Iglesia nos pone delante este relato de Jesús es ese hecho: que desde los orígenes de la Historia humana, todo lo que el hombre ha hecho con el mal uso de su libertad, sin excepción, ha encontrado su reversión en Jesucristo.  Por el pecado de un hombre entró el pecado en el mundo, y el pecado se había ido haciendo el dueño de este mundo. Pero, como diría Jesús, al fuerte sólo otro más fuerte puede vencerle y expulsarlo de casa. Y eso es lo que ha sucedido con la Encarnación del Hijo de Dios.

La razón por la que hoy damos gracias es porque en nuestro desierto, en nuestra vida de zarzas y abrojos, en esa trama de nuestra historia humana, de nuestras relaciones (y no estoy hablando de las grandes guerras, sino de las mezquindades y pequeñeces que envenenan la vida de una familia, entre los hermanos… de todo eso que, al final, hace que la vida no sea un lugar donde resulte espontáneo dar gracias o vivir contento, porque nos envenenamos unos a otros), eso ha dejado de ser la ley suprema, la única ley de la Historia. ¿Por qué? Porque ha aparecido Jesucristo. Jesucristo es el más fuerte. Jesucristo es el que ha expulsado al fuerte. Recordad aquella palabra de Jesús: “He visto a Satán caer del cielo como un rayo”. Satán está derrotado. Y no porque nosotros, de repente, tengamos la fuerza o el poder de ser más superiores que el pecado. Sino porque el Señor se ha unido a nosotros, se ha unido a nuestra condición humana, nos ha abrazado en nuestra pequeñez de tal manera que Él en nosotros, su amor en nosotros, es lo más determinante en nuestra vida. Nosotros seguimos siendo igual de pobres, igual de frágiles, y por el hecho de ser cristianos no somos objetivamente mejores en cuanto a nuestras cualidades morales, en absoluto. Pero tenemos a Cristo con nosotros, y ese amor de Cristo es lo que determina nuestra vida, no nuestras fragilidades o nuestros pecados. Por eso sabemos que el perdón de los pecados nos es accesible. Por eso, en un tiempo de conversión, es bueno que acudamos al sacramento de la penitencia, y le pidamos perdón, exactamente igual que un hijo se acerca a su padre o a su madre, con la confianza absoluta de que el amor es más grande que todas las torpezas que el niño pueda haber hecho, con la certeza de que el cariño de sus padres no va a ser mermado ni disminuido, que no se pierde por el hecho de que uno se haya equivocado o haya hecho algo mal.

Mis queridos hermanos, hay que rescatar la vida cristiana de ese dominio absoluto de una moral que, en el fondo, es una moral sin Dios, de una moral donde nuestra salvación dependería exclusivamente del esfuerzo que los seres humanos tenemos que hacer. Si ese esfuerzo fuera posible para nosotros, ¿por qué tendríamos que celebrar la pasión y la muerte de Cristo? ¿Para qué habría sido necesaria la muerte de Cristo, el derramamiento de sangre? ¿No habría sido bastante que el Señor nos insistiera en recordarnos cuáles son nuestras obligaciones? La vida cristiana no nace de ahí. La vida cristiana nace de la experiencia de que el Único que es más fuerte que nuestro Enemigo ha abrazado de tal modo nuestra condición que nadie arrancará de nosotros su amor. Y la experiencia de ese amor cambia el corazón y es capaz de hacer fáciles cosas que, sin la compañía, y la Presencia, y la gracia de Cristo, para nosotros serían imposibles. Pero ese no es el motivo. El Señor ha querido querernos porque nos ha visto desvalidos, porque sabe que somos desvalidos. Y es ese amor Suyo lo que nos preparamos a vivir en la Semana Santa. Y es a ese amor Suyo al que tenemos que aprender a mirar con un corazón sencillo, humilde, a lo largo de la cuaresma. Y es eso lo único que puede cambiar nuestro mundo.

Celebramos también hoy el Día de la Campaña contra el Hambre que lleva esta asociación, nacida en el corazón de la Iglesia, que es Manos Unidas. Yo no quisiera que pensásemos simplemente: ¡Cuánta gente pasa hambre en el mundo!, y que eso fuese el horizonte principal de nuestra mirada. ¿Sabéis por qué ese no es el problema, o el fondo del razonamiento? Porque es hipócrita, sencillamente. Eso nos sirve muchas veces para descargar nuestra conciencia del culto que damos a un montón de bienes muchas veces innecesarios. En el fondo nos sentimos culpables de tener tantas cosas cuando tanta gente no tiene de nada, y descargamos nuestra culpabilidad con una limosnita.

En una zona minera de EE.UU., donde la minería se había venido abajo y la pobreza y el paro se habían multiplicado de un modo tremendo, una comisión de la Conferencia Episcopal Americana le preguntó a un experto en Economía: “Nos preocupan los pobres. ¿Qué tendríamos que hacer para ayudarlos?” Y ese experto en Economía, que es internacionalmente conocido en Teoría Económica, les respondió a los obispos: “Manden ahora mismo a todos sus cristianos a hacer ejercicios espirituales”. Los obispos se quedaron muy sorprendidos, y le preguntaron por qué. Y él les dijo: “Si de verdad les preocupan los pobres, lo mejor que les podría pasar a los pobres de esa región es que los cristianos que haya, sean muchos o sean pocos, sean de verdad cristianos. Y no se preocupen de más, que eso cambiará por sí mismo la vida de esos seres humanos. No se dediquen a hacer estudios sociológicos o análisis. Eso lo hacen los políticos y, generalmente, sirve para muy poco”.

Mis queridos hermanos, si nos preocupa, si de verdad queremos convertirnos, no pensemos en una limosna que nos permita seguir comprando sin ton ni son porque ya hemos justificado nuestra conciencia. Lo que tenemos que hacer es mirar a Cristo, dejar que Él acoja nuestra vida, nuestros pensamientos, nuestros deseos. Que sea Jesucristo el que eduque nuestro corazón. Porque sólo eso abre realmente la posibilidad de un mundo humano. El corazón de un Pueblo educado por Jesucristo es un corazón donde el pobre es siempre querido. No donde se le da limosna para quedarse tranquilo, sino donde el pobre y la figura del pobre es siempre amada, porque uno tiene siempre conciencia de serlo delante de Dios.

Sed generosos, pero no os olvidéis de este significado. Si a uno le preocupa la situación del mundo, ¿qué es lo que puede hacer por ella? ¿Montar una cruzada, o una organización? A lo mejor esas cosas hay que hacerlas, y no digo yo que esas cosas no valen. Recuerdo hace unos años a un grupo de jóvenes que habían hecho una Ong cuya finalidad era eliminar el sufrimiento del mundo, y vinieron a contarme la iniciativa. Y yo les dije: “Hijos míos, os habéis puesto un objetivo pequeño, ¿no? ¿No se os ha podido ocurrir algo más grande? Pero es que, además, eso no lo vais a hacer, eso no va a suceder. Si a uno le preocupa la situación del mundo, ¿sabéis lo más realista que se puede hacer? Pedirle al Señor que nos convierta, que seamos mejores cristianos”.

Que seamos una Iglesia donde se transparente mejor el amor de Jesucristo, el amor de Dios por todos los hombres, sin distinción de ninguna clase, incluso más por aquellos que menos nos quieren, porque Dios es así. Dios prefiere la oveja perdida a las noventa y nueve. Y gracias a que Dios prefiere la perdida a la noventa y nueve, todos nosotros estamos aquí.

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