Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 24/02/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 92. p. 169
Queridos hermanos sacerdotes,
acólitos, acompañantes de los acólitos,
queridos niños de la Coral, que nos acompañáis una vez más,
queridos hermanos y amigos todos.
¡Qué evangelio más precioso es el de la samaritana! Aunque sea largo, y eso hace que fácilmente nos distraigamos, rebosa de belleza. Qué fácil nos es a todos identificarnos con aquella mujer sedienta, ansiosa de felicidad y, al mismo tiempo, huyendo de ella.
Nuestra sed nos define. Una sed que no es la sed del agua, aunque también. Porque tan sedienta está nuestra tierra de agua, como nuestros corazones. Y no digo nuestras almas. Digo nuestro corazón. Nuestro corazón está sediento de una plenitud que le permita vivir contento, dar gracias por la vida, que le permita afrontar la vida con paz. Quizá muchas de nuestras vidas no son tan atormentadas como uno puede imaginarse que fue la vida de aquella mujer (cinco maridos, y con el que estaba viviendo no era su marido, no era una vida regular ni siquiera en los tiempos de Jesús). Y, sin embargo, aunque nuestras vidas no sean así, en el mundo contemporáneo hay una especial ansiedad que es como una exacerbación, como una hipertrofia, de una sed que constituye al ser humano en cuanto que ser humano. Una ansiedad que viene de tratar de saciar esa sed con realidades que no la sacian. Ese cierto anhelo de plenitud que hay en nuestra vida tratamos de rellenarlo con cosas, poseyendo cosas, pensando que esas cosas nos van a hacer felices, y lo que hacen es como tomar sal cuando uno está en el desierto.
El relato de la samaritana muestra, por otra parte, esa preferencia del Señor por los pecadores. Es curioso. Cuántas veces los encuentros que aparecen en el Evangelio no provienen de personas de buenas familias, de las personas consideradas como religiosas en los tiempos de Jesús. Esos encuentros provienen de los pecadores, de gente que se sentía lejos de Dios (la samaritana, Zaqueo, la mujer adúltera, el buen ladrón), pero que precisamente por la ausencia del bien para el que nuestro corazón está hecho, eran los preferidos de Jesús, sin duda alguna. Eran la oveja perdida por la cual merecía la pena dejar las noventa y nueve para ir en busca de ella, porque era la más necesitada. Y por ser la más necesitada, objeto de un amor preferencial, escogida de una manera especial. Es curioso. En el Evangelio de San Juan, Jesús no ha revelado todavía su nombre y su condición a nadie, y sin embargo se revela en la conversación con esta mujer que, por otra parte, huye de la conversación con Jesús. Es bonito cómo Él trata de ponerla delante de un misterio más grande, y ella intenta escabullirse, y empieza a preguntar para desviar la conversación. Jesús, rompiendo todas las barreras, va derecho a su corazón. Ella intenta poner excusas. “Cuando venga el Mesías, Él ya nos lo explicará todo”. Y Jesús le dice: “Soy Yo, el que hablo contigo”.
Eso pone de manifiesto un misterio todavía más hermoso y más grande. Nosotros tenemos sed, y aunque no nos demos cuenta, la sed que tenemos es de Dios. Aquellas personas que no conocen a Dios, y más aún aquellas personas que tienen una rabia contra Dios, son personas marcadas por la herida de la sed de Dios, por el anhelo de Dios, por el deseo de Dios. Esa sed nos marca, aun cuando no pensemos en Él. Y, sin embargo, en el momento en que Le encontramos, lo que descubrimos es que no éramos nosotros los que Le buscábamos, sino que era el Señor quien nos buscaba a nosotros. Yo creo que eso es lo más bello de este relato.
La mujer iba a un pozo, a por agua común, probablemente distraída, y Jesús se abre camino hasta su corazón porque Él tiene sed de su vida, tiene sed de la plenitud de aquella mujer, de la que ella tenía sed sin ser consciente. Y Jesús no se rinde. No podemos imaginar las barreras que había en aquel tiempo incluso si hubiera sido una mujer judía, pero más aún siendo samaritana. Si un judío no se ponía a hablar con una mujer en medio de la calle, mucho menos con una mujer de ese pueblo semiproscrito. Muchas veces los judíos que iban de Galilea a Jerusalén daban una vuelta para evitar pasar por Samaría para no ser apedreados, o maltratados, o para evitar brotes de violencia. Recordad que, en la parábola del buen samaritano, Jesús pone como modelo de nuevo, no al sacerdote que pasa, no al levita, no a los hombres que pertenecen a las clases que podrían ser consideradas religiosas y que no recibieron a Jesús, sino a un samaritano, a alguien considerado por todos como despreciable, como proscrito. El Señor rompe de nuevo los esquemas.
¡Qué precioso es poder decir en nuestra sed, la sed que nosotros tenemos hoy de ser felices (agudizada por la ansiedad de haber tratado de saciar esa sed tantos miles de veces con cosas que se anuncian en televisión y que luego nos dejan el corazón seco, vacío, sin nada), Señor, sácianos de tu agua!
Sólo quiero que comprendáis por qué la Iglesia pone este evangelio justo en la cuaresma. Nosotros tenemos una imagen de que la cuaresma es hacer penitencia, corregir algunas cosas que estén mal en nuestra vida, y seguir viviendo hasta el año que viene.
En la antigüedad, hasta bien entrado el siglo V o el siglo VI en muchas partes, la cuaresma era el último tiempo de preparación de los catecúmenos que iban a recibir el bautismo, y hacían como un entrenamiento especial de cara al bautismo. Y uno de los tres últimos evangelios antes de la Semana Santa (que ahora se leen en el ciclo A, cuando se lee el Evangelio de San Mateo), es el evangelio de la samaritana, que habla del agua que salta hasta la vida eterna. Porque eso es participar del amor que Cristo nos ha dado en su Cruz, que sacia nuestra vida, que corresponde el anhelo que somos y que nos constituye, que limpia y cura de tal manera las heridas que hay en nuestra vida, que nos permite vivir con una alegría nueva, de la que aquella mujer pudo dar testimonio inmediatamente. Bajó al pueblo y dijo: “Venid a ver a un hombre que me he encontrado y que me ha dicho lo que ha sido mi vida”. En los pueblos se suele saber cómo son las vidas de las personas, por tanto, ella no necesitaba explicar mucho. Y es precioso el final de la historia. Cuando conocen a Jesús, le dicen a la mujer: “Ya no creemos por lo que tú nos has contado. Creemos porque nosotros mismos hemos visto y creemos que éste es el Salvador del mundo”. Un pueblo de samaritanos. Un pueblo excluido de las promesas de los profetas. Excluido de los bienes que aguardaba el pueblo judío. Y aquel pueblo reconoce a Jesús. Y lo reconoce a través del testimonio de una mujer cuya vida no había sido precisamente modélica, pero en la que la gracia había tocado de tal manera su corazón, que en su mirada, al expresarles a los demás lo que le había pasado, su modo de hablar, su voz, su alegría mostraban que aquello había sido determinante en su vida.
Los dos evangelios que vamos a leer también antes de Semana Santa son el del ciego de nacimiento (porque el bautismo es también abrir los ojos a una realidad nueva, a un mundo nuevo) y, por último, la resurrección de Lázaro, porque el bautismo consiste justamente en renacer a una vida nueva. Y en los tres se trata de personas en las que un encuentro con Jesús les cambia la vida.
Señor, nosotros, nuestra sed, nuestra historia, las heridas que nos supuran, las cicatrices que tenemos, junto al pozo, o en mitad del desierto, pero Tú sales hoy a nuestro encuentro, Tú nos llamas, Tú nos dices: “Si tú supieras quién es el que te pide de beber, tú le pedirías a Él, y Él te daría un agua viva”. Señor, danos esa agua viva. Lava nuestros males. Introdúcenos en el misterio de tu amor por nosotros, para que nuestras vidas puedan ser un canto de alabanza y un testimonio de la vida nueva, de la alegría nueva, del perdón encontrado, de la gracia hallada, del amor que rompe todas las barreras para llegar al núcleo mismo de nuestro corazón, allí donde se juega nuestra libertad y donde se juega el drama del valor de lo que somos y del valor de nuestra vida. Sólo tu amor puede llegar hasta allí. Sólo tu amor puede saciar esa sed que está en lo más hondo de nuestro corazón. Danos, Señor, de esa agua. Puesto que todos los que estamos aquí estamos bautizados, haz que ese encuentro contigo se renueve en nosotros de tal modo que suceda en nosotros lo que le sucedió a aquella mujer, lo que le ha sucedido y le sigue sucediendo a millones de cristianos a lo largo y a los ancho del mundo: una vida tocada por la misericordia de Cristo, que vive a partir de ese momento libre para reconocer su propia miseria, porque la propia miseria le permite reconocer, y publicar, y bendecir y proclamar la gracia que Dios ha tenido con ella y con cada uno de nosotros, todos los que estamos aquí.