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Solemnidad del Corpus Christi

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 10/06/2004. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 70. p. 337



Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos:

La vida del hombre contemporáneo está llena de violencia. Ayer mismo, España ha sido herida de nuevo por la noticia de esos dos servidores del orden que fueron ametrallados por unos desconocidos en Navarra. Nos unimos al luto de los suyos, y rogamos por su alma, que encomendamos a la misericordia del Señor. Rogamos también porque los asesinos abran su corazón a la gracia, y se conviertan, y porque todos deseemos más y trabajemos más eficazmente por una convivencia en paz. La violencia, en efecto, no existe sólo cuando muestra su rostro más deforme y horrible, como en este caso, o en los cada vez más frecuentes de violencia doméstica. La violencia llena la vida cotidiana, llena las pantallas del cine y de la televisión, y arrastra consigo la familia, las relaciones en el mundo del trabajo, y mucho de la convivencia civil. El mismo concepto de “bien común” es tan reducido que casi resulta extraño al lenguaje de la polis como referencia de las relaciones cívicas. Y es que el germen de la violencia se siembra desde el momento en que se define al ser humano sólo como un sujeto de intereses, y a las relaciones humanas solo como una negociación o un pacto entre intereses, o lo que es lo mismo, una pura cuestión de poder. Muchos pensadores de los que han contribuido a configurar así la sociedad contemporánea, han articulado la realidad de modo, incluso, que la conflictividad aparezca como el bien supremo, como el motor de la historia. El resultado de una historia así concebida sólo puede ser una cultura de la violencia y de la muerte.

En medio de esta realidad, la celebración del misterio cristiano, cuyo centro es la Eucaristía, tiene inevitablemente que parecer algo que está fuera de la realidad. Una explosión de gozo, de adoración y de alabanza, la alegría por una bendición presente, de una presencia benevolente y fiel en medio de nuestra ciudad y de nuestra historia, parece algo, no sólo de otra época, sino de fuera del mundo. En un sentido, esto es verdad. La redención de Cristo no tiene su origen en este mundo, no es fruto del cálculo y de los programas de los hombres. Tampoco lo es la Eucaristía. Ambas son “un don”, “una gracia”, y el don y la gracia son conceptos ininteligibles para una sociedad que se entiende a sí misma como construida sólo sobre intereses, y sobre la promoción o la represión de intereses. Pero los conceptos de “don” y de “gracia”… No hay, literaltemente, “sitio para ellos en la posada”, como no lo hubo para el Hijo de Dios en Belén a la hora de venir a los hombres. Son “utopías”, es decir, sueños que “no tienen lugar”, realidades que no existen. Y sin embargo, en otro sentido, no hay nada tan relevante, tan correspondiente a las necesidades profundas del corazón humano y de la vida social, no hay nada tan elemental y profundamente humano como “el don” y “la gracia”. Sin ellos, sólo reinaría la muerte, y la humanidad habría dejado de existir hace mucho. Por eso también, no hay nada tan profundamente humano, tan capaz de generar una humanidad distinta, verdadera, como este inefable y divino “memorial” de la pasión y del misterio Pascual de Cristo que es la Eucaristía. En este sentido, lejos de ser un residuo cultural o un vestigio de prácticas, o menos aún, de “ideas”, del pasado, la Eucaristía tiene, y precisamente en un contexto cultural como el nuestro, una relevancia suprema para la vida humana, también en lo social, y también para la construcción de la “polis” y de la convivencia.

La Iglesia nace, literalmente, históricamente, del don, de la entrega, que Cristo, el Hijo de Dios, hace (simultáneamente al Padre y a los hombres) de Sí mismo y del Espíritu Santo en su pasión y en su resurrección. La Iglesia nace del costado abierto de Cristo, del que brotaron “agua y sangre”. El Bautismo y la Eucaristía. A través del Bautismo y de la Eucaristía, la Iglesia nace y se renueva de generación en generación. Lo que nace del costado de Cristo, lo que nace diariamente de la Eucaristía es un Pueblo, una realidad nueva y única en la Historia: un Pueblo que nace, “no de sangre, ni de deseo carnal, sino de Dios”. La Iglesia nace de Dios, con una creación nueva. La Iglesia nace de un Dios que se revela a Sí mismo, en Jesucristo, como Amor sin límite, como Amor absoluto, incondicional y sin fisuras por el hombre y por su vida (y eso incluye el amor por su razón y por su libertad), y que revela así también el significado de la Creación como un desbordante don de su amor, por el que todas las cosas participan del Ser. Especialmente la vida humana, “la única creatura que Dios ha amado por sí misma”, que su amor ha llamado al Ser como imagen y semejanza suya, haciéndole inteligente y libre, y capaz de amor, para poder hacerle partícipe de su vida divina.

Pero Dios, en Cristo, no sólo se ha revelado, no sólo “nos ha contado” quién es: se ha dado a los hombres. Y en la Eucaristía, misteriosamente, en la pequeñez de un gesto infinitamente expresivo, el del “pan de la vida” y del alimento, se da a nosotros, se hace uno con nosotros, para sostener nuestra vida, y nuestra esperanza, y regenerar una y mil veces nuestro corazón cansado, y conducirnos, “de gracia en gracia”, “de gloria en gloria”, al abrazo y al gozo definitivos en la casa del Padre, en la Jerusalén del Cielo, que es la ciudad a la que ya pertenecemos, que es nuestra madre y nuestra patria verdadera. La experiencia del don y de la gracia es el corazón mismo de la vida de la Iglesia, de la vida cristiana. El nombre de ese don y de esa gracia

–“Tomad, comed, este es mi cuerpo, entregado por vosotros. Esta es mi sangre, derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados”– es también “comunión”. Comunión en el cuerpo de Cristo, y comunión de unos con otros. La comunión, el gozo de una unidad que tiene como fundamento el Cuerpo de Cristo, es el sello de esa ciudadanía de lo alto, de esa nueva ciudad a la que, por don de Cristo, nos es dado pertenecer, y en la que esperamos encontrarnos un día con todos los hombres, nuestros hermanos. Sólo habría que añadir que “comunión”, o lo que es lo mismo, humanidad verdadera, es sólo otro nombre para decir “santidad”.

Mucho más de lo que somos conscientes, la Eucaristía contiene “dentro de sí” (y no como añadido) una ontología, una antropología, hasta, se podría decir así, una teoría social y política. Es una ontología del don y de la gracia, es una antropología que pone el amor (y por ello, en esta vida, el perdón y la reconciliación) en el centro de la vida social, como su contenido esencial, como aquello que la hace humana y la distingue de la vida de las colmenas.

En la Eucaristía, el hombre aprende, y no sólo aprende, sino que recibe y participa, en el Misterio que sostiene toda la realidad, en la vida de un Dios que es don, que es “un amor más fuerte que la muerte”, que abraza y se entrega a este mundo real, a la trama de su pasiones, en un acto supremo de libertad que es a la vez un acto supremo de amor –“nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”–, con la finalidad de arrancar a los hombres (o, más bien, de seducirlos), de esa vida de violencia a una vida mejor, a la “Vida” plena y verdadera. Así, Dios se hace siervo de sus siervos, y así da un testimonio inimaginable de su infinita grandeza.

Sí, celebrar la Eucaristía, adorar el Cuerpo de Cristo, no es un rito vacío, incomprensible, residual. Menos aún, una especia de “tradición cultural” exótica y curiosa, que hay que conservar como “de interés arqueológico”. Es la profesión de una gracia viva, por medio de la cual es posible para el hombre, en medio de cualquier cultura y, por lo tanto, para nosotros, en medio de nuestro mundo concreto, acceder (y no sólo pensar) a una humanidad verdadera. Es al mismo tiempo celebrar, como presencia real y no como utopía, el milagro supremo, la fuente y la plenitud de la “comunión” que nos une, de la comunión a la que todos los hombres y los pueblos están llamados, para la cual toda la creación existe. La gloria del Cuerpo de Cristo, sacramentado, presente y aclamado públicamente hoy en nuestra ciudad, en nuestra querida Granada, es inseparable de la belleza del pueblo que nace de la Eucaristía, y de los lazos de comunión que unen entre sí a todos los miembros de este Pueblo: esos lazos, que llamamos en el Credo “la comunión de los santos”, son más fuertes que los lazos de la familia o de la carne. Son los lazos, incluso, que pueden preservar y dar sentido a los otros, al amor de los padres a los hijos, de los hijos a los padres, de los esposos entre sí, de los amigos, de los vecinos.

Por eso, celebrar el Corpus Christi, como hoy, aquí, en Granada, es celebrar el Amor infnito de Dios por los hombres. Es celebrar el Amor infinito de Dios por cada uno de nosotros, y por cada persona humana. Y ese Amor es el bien más importante de la vida, porque es la prenda y la garantía de que todo verdadero amor humano tiene un valor, es signo del Infinito, no está confinado a agotarse en sí mismo, o condenado a morir y a desaparecer. La Eucaristía es, por eso, “prenda de la vida eterna”, porque el don que lleva dentro de sí es Dios mismo. Dios mismo introducido, difundido, derramado, “dado” en el corazón del mundo. ¿Cómo podría uno no llenarse de asombro, de gratitud y de alegría? El valor de ese don da la medida exacta del valor de la vida humana, de cada vida humana, de nuestras vidas. Y ese valor es infinito.  

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