Carta con motivo de la XXXIX Campaña contra el Hambre promovida por Manos Unidas
Fecha: 03/02/1998. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 1998. Pág. 303
CARTA CON MOTIVO DE LA
XXXIX CAMPAÑA CONTRA EL HAMBRE,
PROMOVIDA POR “MANOS UNIDAS”,
A LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS
Y FIELES DE LA DIOCESIS
3 de febrero de 1998.
Queridos hermanos:
La vida humana tiene sus “leyes”, tan verdaderas y consistentes como las leyes del mundo físico, sólo que requieren la adhesión de la libertad. Una de esas “leyes”, la más importante, es que la vida humana se realiza y se cumple en el don de sí mismo. Dicho de otro modo, la existencia humana se realiza en el amor, que, cuando es verdadero, es siempre don de la propia persona y de la propia vida a la verdad y al bien de los demás. Lo que determina la existencia de la persona humana, lo que nos hace hombres y no otra cosa, es la capacidad que tenemos de darnos, es la vocación al amor. La vida es para eso, y vivir es ofrecerse unos a otros lo que cada uno es y tiene, para el bien de todos. Y, en primer lugar, ofrecer el don que somos cada uno. Fuera de esta ley del amor, no hay para el hombre caminos de verdad, ni felicidad posible. Fuera de esta ley, no hay verdadera justicia, ni libertad verdadera, ni son posibles la concordia y la paz. No hay posibilidad de un futuro más humano. Donde esta ley no es tenida en cuenta, a la larga, sólo cuenta el Poder.
Esta condición de la vida humana es doblemente paradójica. Pues es una paradoja, en efecto, o al menos lo parece, que sea dándose como uno se posee verdaderamente a sí mismo, y adquiere la libertad. Que cuando uno da y se da, no pierde, sino que gana. Y que cuando uno antepone el bien de los demás al suyo propio, es cuando en realidad encontramos los hombres el bien más grande que busca nuestro corazón.
Pero esta ley es paradójica también porque el hombre, que no puede vivir sin amor, no puede realizarlo por sí mismo. No puede vivir en el amor, o permanecer en él, o extenderlo a todos los hombres, si no le es dado participar de un amor más grande que el que él mismo tiene en su corazón, el Amor con mayúsculas, el Amor que es la fuente y la meta de todo y también del corazón humano. El hombre no puede permanecer en el amor si no reconoce y acoge el Amor que es Dios, que se nos ha dado en Jesucristo y se nos sigue ofreciendo en su Espíritu Santo, en su cuerpo que es la Iglesia.
Esas dos paradojas de las vida humana -que entregarse sea poseerse, que dar sea ganar, y que para poder darse de lleno es necesario acoger el don de Dios- se iluminan plenamente sólo desde Dios, tal y como se nos ha revelado en Jesucristo. Jesucristo, en efecto, nos revela el Misterio en que todo tiene su consistencia, nos revela “las profundidades de Dios”, la intimidad del ser de Dios. Y al revelar a Dios, al abrirnos su misterio infinito, desvela e ilumina también el misterio del hombre, la paradoja del hombre. El hombre es así porque está hecho a imagen y semejanza de Dios, que es Amor. Puro amor, puro don. Por eso no teme hacerse siervo para enriquecer a sus criaturas, ni vaciarse de sí mismo para llenarnos a nosotros. Y por eso también no puede vivir en el amor si no es acogiendo el don de Dios, y abriéndose a la gracia de Dios: el corazón humano tiene una inevitable nostalgia de Dios, y su sed de felicidad, de paz y de amor es sed de Dios.
La “Campaña contra el hambre” de Manos Unidas de este año, con su lema “Invierte en justicia, gana en solidaridad”, pone de relieve esta paradójica condición del amor, que marca la vida humana. Las gravísimas desigualdades que se dan en nuestro mundo, entre los países ricos y los países pobres, las injusticias que tanto sufrimiento y tanta violencia generan, nacen del olvido o del desconocimiento de esta vocación al amor que constituye la vida humana. Y sólo hallarán caminos realistas de solución, que no sean a su vez generadores de otras nuevas injusticias y violencias, en la medida en que haya hombres y mujeres que descubran de nuevo esa vocación, y la vivan hasta el fondo, y extraigan sus consecuencias también para la vida social y política. Sin eso no habrá un mundo justo, ni habrá felicidad tampoco para quienes hacen el ideal de su vida acumular riquezas y poder. A ser esos hombres y mujeres nuevos, signo de la humanidad verdadera, nos invita constantemente la predicación de la Iglesia y el testimonio de los santos. Y es a eso mismo a lo que nos invita cada año la campaña de “Manos Unidas”.
En su viaje a Polonia del año pasado, Juan Pablo II recordaba en Wroclaw: “En estos momentos, millones de nuestros hermanos y hermanas sufren hambre, y muchos de ellos mueren por eso, especialmente los niños. En una época de un desarrollo jamás visto, de la técnica y la tecnología avanzada, el drama del hambre es un gran desafío y una gran acusación, pues en el ocaso del siglo XX miles de personas perecen de hambre. Esta situación hace necesario un examen de conciencia a escala mundial, que afecte a la justicia social, la elemental solidaridad entre los hombres... No puede faltar una llamada solidaria en nombre de todos los que sufren hambre, dirigida a Dios y a los hombres de la política y la economía, responsables todos ellos del reparto justo de los bienes del mundo, para acabar con la plaga del hambre. Debemos abrir nuestros corazones a todos aquellos que sufren la miseria. Hay que tenderles una mano en un gesto fraterno de ayuda... Sepamos compartir el pan.” Esa llamada a compartir, a abrirnos los unos a los otros, a acoger las necesidades de los demás como propias, no cesa de gritarla en todas partes el Papa, la última vez en su reciente visita a Cuba.
Que el Señor nos enseñe y nos dé su gracia a todos para andar ese camino. Porque nos importa nuestra vida y nuestra felicidad, y porque nos importa la vida de todos los hombres, y la paz del mundo.
† Javier Martínez
Obispo de Córdoba