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Los sacerdotes, hombres del Espíritu

Carta Pastoral sobre el día del Seminario

Fecha: 27/02/1998. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 1998. Pág. 307



27 de febrero de 1998


Queridos hermanos:

Con la festividad de San José, nuestra diócesis de Córdoba se prepara con ilusión a celebrar el Día del Seminario: de nuestro querido Seminario Conciliar de San Pelagio. Se trata de un acontecimiento muy significativo para toda la comunidad diocesana, porque de la presencia entre nosotros de sacerdotes que sean de verdad “hombres del Espíritu”, como reza el lema de la campaña de este año, dependen muchos bienes para las personas, para las familias, y para toda la sociedad. La Diócesis de Córdoba sabe de la fecundidad del Espíritu Santo en el fomento de las nuevas vocaciones, que gracias a Dios no dejan de suscitarse entre nosotros.

Ciertamente, el Espíritu del Señor es el protagonista de toda la vida eclesial, pero lo es de un modo especial en la llamada al sacerdocio y a la vida consagrada. Así lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “Algunos cristianos, movidos por el Espíritu Santo, escogen un estado de vida marcado por los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia” (CEC. 915). Igualmente, se pueden recordar las palabras del rito de la ordenación sacerdotal: “Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad: reciban de Ti el sacerdocio de segundo grado y sean, con  su conducta, ejemplo de vida”.

El Papa Juan Pablo II nos exhorta en su Carta Apostólica sobre la preparación al Jubileo del año 2000 a renovar en todos nosotros el don del Espíritu de Dios que el Señor nos ha dado, como prenda de nuestra vocación definitiva de hijos de Dios. Prepararnos al año Jubilar, en este año dedicado al Espíritu Santo, significa aprender a reconocer la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, en la Palabra y en los sacramentos, en los santos, y en los diversos carismas que suscita para el bien de todos (1 Cor  12,  4-7). Es el Espíritu Santo quien renueva la esperanza, y provoca una búsqueda ardiente para conocer la “Verdad”  (Jn 14,17;  15,26;  16,13). Es también el Espíritu quien despierta el deseo de nuestros jóvenes por alcanzar la “libertad” de los hijos de Dios (2 Cor. 3,17; Lc 10,21; Rom 14,17; Gál. 5,22), y la plenitud a la que todos los hombres estamos llamados, porque Dios nos ha elegido en Cristo antes de la creación del mundo (Ef. 1,4).

El mismo Espíritu Santo está en el origen y en el camino de toda verdadera vocación al sacerdocio, y también a la vida consagrada. Por El “experimentamos la vocación como un acontecimiento único, indecible, que sólo se percibe como suave soplo a través del toque esclarecedor de la gracia; un soplo del Espíritu Santo que, al mismo tiempo que perfila la verdad de nuestra frágil realidad humana” (Juan Pablo II,  Discurso  del 17-III-1982), nos capacita para una consagración sin reservas a la persona de Cristo y a su misión redentora. ¡Qué gozo, poder incorporarnos con toda nuestra existencia a la misión de Cristo!

Es cierto que la expresión “hombre del Espíritu” se puede aplicar a todo cristiano, porque todo cristiano es un “hombre nuevo”, recreado por el Espíritu Santo de Dios. Por el Bautismo ha renacido del agua y del Espíritu. Por el Sacramento de la Confirmación ha recibido una efusión especial del Espíritu para ser testigo de Jesucristo. Pero la expresión se aplica de manera particular a los que han recibido el sacramento del Orden, porque  “el sacerdocio de los presbíteros supone ciertamente los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por aquel sacramento peculiar que, mediante la unción del Espíritu Santo, marca a los sacerdotes con un carácter especial: así quedan identificados con Cristo Sacerdote, de tal manera que pueden actuar como representantes de Cristo Cabeza” (Concilio Vaticano II, PO 2). No podemos olvidar que “Cristo es desde su origen poseedor del Espíritu y no sólo objeto de su acción pneumática”.

En segundo lugar, la expresión “Hombres del Espíritu” resume también aquella otra de “hombre lleno de fe y del Espíritu Santo” que la primitiva comunidad cristiana daba a los testigos valientes de la resurrección de Jesucristo, apóstoles celosos y dinámicos. Así se aplica en el libro de los Hechos, por ejemplo, a Esteban y a Bernabé (Hech.  6,5;  11-24). Ciertamente, hay una unión especial entre el Espíritu Santo y la llamada a la misión apostólica: “Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he llamado. Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los enviaron” (Hech. 13,  2-3).

Nuestra época necesita de Dios más que de nada, para encontrar de nuevo los caminos de una humanidad verdadera. Por eso necesita una nueva evangelización. E igual que sucedió en los comienzos del cristianismo, esa evangelización la llevarán a cabo sólo quienes sean “hombres del Espíritu”, porque el Espíritu Santo es el principal agente de la evangelización, como ya decía Pablo VI (Encíclica Evangelii Nuntiandi,   75) y ha recordado Juan Pablo II (Encíclica Redemptoris Missio,  21-30; Carta Apostólica Tertio millenio adveniente,  45).

Así pues, podemos llamar “hombres del Espíritu” a los pastores que orientan por los caminos del Señor a la comunidad cristiana que les ha sido confiada. Quienes mantienen la unidad querida por Dios. Quienes ejercen su autoridad como  signo de la caridad pastoral. Pues el Espíritu es quien asiste al presbítero para que aliente la vida en Cristo de la comunidad cristiana, y la haga crecer con la riqueza inmensa de dones y carismas que el mismo Espíritu suscita en ella. De ahí que cuanto más fieles seamos los sacerdotes al Espíritu Santo que guía a la Iglesia, también a través de la sucesión apostólica y del magisterio, mayor será la fecundidad apostólica de nuestro ministerio sacerdotal. Mayor será el gozo de nuestra vida.

Los sacerdotes seremos “hombres del Espíritu” sobre todo si nos dejamos transformar por Él, y en nuestras vidas resplandece la santidad de Dios, y cuidamos de los hombres según su designio: “Corresponde a los sacerdotes, en cuanto educadores de la fe, procurar personalmente o por medio de otros que cada uno de los fieles sea llevado por el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio” (Concilio Vaticano II, PO  6).

Es éste un aspecto del ministerio sacerdotal que hoy debemos subrayar especialmente. La sociedad civil ofrece muchos medios para cuidar y desarrollar múltiples facetas de la vida y del quehacer humanos. Los sacerdotes están llamados a trabajar por que  cada hombre y cada mujer pueda encontrarse con Cristo, el único Redentor del hombre, el único que es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Sólo ese encuentro le hace al hombre de superar sus miedos y de enfrentarse con su propia soledad -con la vida y con la muerte-, con una certeza y una esperanza “que no defrauda”.

Ser sacerdote según el corazón de Cristo es algo apasionante. Y más aún en este mundo nuestro, tan desorientado. Y por ello, nosotros, los sacerdotes, y los padres, y los catequistas, y los maestros cristianos, tenemos una preciosa misión: acompañar personalmente a nuestros adolescentes y jóvenes para que encuentren a Cristo, y puedan gustar “qué bueno es el Señor”. Darles a gustar la incomparable vida de la Iglesia. Educarlos en la dirección espiritual y en la recepción del sacramento de la Reconciliación. Testimoniar que el Reino de Dios ya está entre nosotros cuando acogemos a Cristo. Hacerlos hermanos de camino y testigos de la intervención de Dios en nuestra vida. Y abrirles al don de la vocación, como lo que es: un inestimable don para su vida, y para la vida del mundo.

¿Habéis pensado qué sería de las generaciones futuras sin la presencia de estos “Hombres del Espíritu”? Demos gracias a Dios porque hoy, en nuestro Seminario Mayor de Córdoba, hay 39 seminaristas. Y en el Menor 49. Son un verdadero regalo de Dios para nuestra Diócesis y para el mundo entero. Pero no son bastantes. Pidamos insistentemente al Señor de la mies que envíe obreros a sus mies. Que nuestras parroquias, y nuestros grupos y movimientos, y nuestras comunidades, y los colegios católicos, y las comunidades religiosas, propongan con libertad a los jóvenes el camino de la vocación sacerdotal y de la vida consagrada. De algo que es tan grande y tan bello no hay por qué avergonzarse.

Por último, no olvidéis vuestra ayuda económica al Seminario de la Diócesis. Ayuda necesaria para que nuestros seminaristas tengan los medios suficientes y la preparación teológica que se requiere hoy. Y sobre todo, para que ninguna familia ponga dificultades a la vocación de su hijo y deje de enviarlo al Seminario por problemas de tipo económico.

Que el Señor os bendiga a todos.

† Javier Martínez
Obispo de Córdoba

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