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Homilía en el Cincuentenario de la Coronación Canónica de la Virgen de Araceli, Patrona de Lucena

Fecha: 03/05/1998. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 1998. Pág. 313



3 de mayo de 1998

Hermanos sacerdotes,
Excelentísimas autoridades,
Patronato y Archicofradía de María Santísima de Araceli,
Queridos hermanos y amigos:

1. Nos hemos reunido en torno al altar de Cristo, y junto a nuestra querida imagen de la Virgen, para renovar la gracia especialísima que fue para el pueblo de Lucena la Solemne Coronación Canónica de María Santísima de Araceli el dos de mayo de 1948, siendo Obispo de Córdoba ese gran pastor que fue Fray Albino González Menéndez-Reigada. La Coronación, como todos los lucentinos sabéis, fue el fruto de un largo camino que comenzó en 1908, fecha del primer testimonio sobre su posibilidad, por iniciativa del entonces párroco de S. Mateo D. Joaquín Garzón, y concluyó con la concesión de Su Santidad el Papa Pío XII, en breve del siete de marzo de 1947. En ese camino, realizado en circunstancias históricas difíciles, se puso una vez más de manifiesto el amor grande con que el pueblo de Lucena, desde la segunda mitad del siglo XVI, ha honrado y venerado siempre a la Madre de Cristo Redentor, Patrona única de Lucena también desde 1851.

Hoy renovamos aquel momento de gracia, que no ha dejado de hacerse sentir sobre el pueblo de Lucena, y de nuevo ponemos nuestras vidas, nuestras familias, nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros trabajos y nuestras esperanzas, bajo la protección maternal de la Virgen. Y en nombre del pueblo cristiano de Lucena, que tanta veneración tiene por la Virgen de Araceli que ha solicitado incluso que el título de “mariana” se una en su escudo a los otros que ya tiene de “muy noble y muy leal”, agradezco a las autoridades presentes el que hayan querido participar en esta celebración de fe y de esperanza. Para todos pido al Señor, por intercesión de la Virgen de Araceli, la bendición y la fortaleza en el desempeño de su misión: que sepan buscar el bien común y entregarse a Él con abnegación y sabiduría.

2. Este cincuentenario tiene lugar en el marco de la gran fiesta anual de la Pascua, en la que los cristianos celebramos el hecho que da sentido a nuestra vida, a toda vida humana y a toda la creación: que, en la persona de Jesucristo, Dios mismo ha vencido en nuestra propia carne al pecado y a la muerte. Con la resurrección de su Hijo, Dios ha abierto nuestra existencia al horizonte de la verdad y de la vida definitivas. Al horizonte de Dios, que se ha revelado en su Hijo como nuestro destino y nuestra patria, como nuestro auténtico hogar -el hogar es ese lugar a donde uno pertenece, porque allí ha recibido la vida y todo lo que uno es, porque allí uno crece como persona, y porque allí uno es amado por si mismo, uno es esperado siempre. Y así, en la resurrección de Jesucristo, Dios ha hecho posible entre los hombres una humanidad verdadera, para quienes acogen esta “buena noticia” con un corazón sencillo. Una humanidad iluminada y sostenida por la experiencia de la gracia, que nos acompaña de manera visible, concreta, a lo largo de la vida, y por la certeza de un destino que no termina en la muerte, sino en la vida eterna. En “unos nuevos cielos y una nueva tierra, “en los que no habrá llanto, ni luto, ni dolor”, y en los que “Dios será todo en todas las cosas”.

Sí, de la mañana de Pascua ha nacido un pueblo nuevo. Era, al comienzo, apenas un grano de mostaza, unos pocos hombres y mujeres que habían conocido al Señor. Pero su testimonio transformaba la vida de quienes creían en él, lo mismo que el Señor había transformado la suya. Y hoy es “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda raza, lengua, pueblo y nación”, un pueblo de testigos, como acabamos de oír en la lectura del libro del Apocalipsis. Testigos de que Dios es la vida del hombre, y de que la vida, en Cristo, es un don grande y bueno, que, aun en medio del sufrimiento, suscita gratitud, alegría y alabanza, y puede ser vivida en la verdad y en el amor. Ese pueblo, que es la Iglesia, que somos nosotros, que camina por la historia “llevando ese tesoro en vasijas de barro”, es el que hoy celebra en Lucena la protección y el patrocinio de la Virgen María.

3. Por otra parte, este cincuentenario tiene lugar también en el marco de la preparación al gran jubileo del año 2000, con el que ese pueblo, es decir, la Iglesia, da gracias a Dios por los dos mil años de presencia en la historia de Cristo, de su gracia, de la Redención y de la Vida.

¡Dos mil años desde ese acontecimiento inesperado, el más grande y decisivo de la historia, cuando el Verbo de Dios, luz de los hombres, asumió nuestra condición humana en las entrañas de la Virgen María! ¡Dos mil años desde que amaneció en nuestro mundo de envidias y de odios, de dolor y de muerte, la misericordia y la esperanza! En él, en Jesucristo, que por su Encarnación se ha unido en cierto modo a todo hombre, y que por el don de su Espíritu Santo nos da a todos en la Iglesia la posibilidad de ser hijos e Dios y herederos de la vida divina, Dios mismo se hace compañero de cada hombre y de cada mujer en el camino de la vida, y hace suyos nuestros sufrimientos y fatigas, abrazándolos con su amor infinito, y rescatándonos así para la libertad de la soledad y la desesperanza con que el pecado y la muerte nos tienen atenazados.

Sí, Jesucristo ha desvelado el misterio del Dios inefable, que se ha mostrado en Él como Amor sin medida, como amigo de los hombres. Y así ha desvelado también el misterio que es nuestra propia vida, que somos nosotros, y ha introducido en la historia la posibilidad de vivir la vida humana de un modo nuevo, conforme al designio original de Dios y a los deseos más profundos que, a pesar del pecado, permanecen inextirpables en el corazón de todos los hombres.

Al prepararnos a celebrar el gran Jubileo del año dos mil, los cristianos queremos también pedir al Señor perdón por nuestros pecados, por las muchas veces que, en lugar de ser testigos y portadores de esa buena noticia para todos los hombres, la ocultamos, o la utilizamos al servicio de nuestros intereses pequeños, o la reducimos a ideología (las ideologías siempre se usan contra otros hombres, siempre dividen a los hombres). En el umbral del tercer milenio, los cristianos queremos, y así se lo pedimos al Señor, ser testigos más fieles y transparentes de esa vida nueva, obra de la gracia, que Cristo ha hecho posible para nosotros. La fe en Jesucristo no es simplemente una “tradición”, ética o cultural, o un dato estético, un componente casual de nuestra historia. La fe en Jesucristo, cuando es acogida con verdad y sencillez de corazón, es el fundamento de una vida nueva. Esa vida se caracteriza ante todo por un asombro profundo y por el respeto ante la dignidad de la persona humana, de toda persona humana. Por un aprecio responsable de la razón y de la libertad que nos permite vivir como hombres libres, ser protagonistas verdaderos de nuestra historia. Y por la apertura y el afecto a la verdad y al bien que hay en la vida de todo hombre, porque desde la experiencia de Cristo no es posible mirar al hombre, a cualquier hombre, sino como a un hermano. Desde Cristo, la vida humana, y toda la realidad, tienen un significado, y un significado bueno. Ya no las determina la mentira, el pecado y la muerte, sino el amor infinito e inmortal que hemos encontrado.

4. Esa vida nueva se ha realizado en plenitud en aquella humilde muchacha de Nazaret, la Virgen María. Ella, la Madre del Redentor, es, en efecto, al mismo tiempo imagen de la Iglesia, de la humanidad nueva nacida de Cristo en la Pascua. Ella precede a la Iglesia en su peregrinación por la historia, y conoce la dicha inmensa de la fe. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Y hoy, esta Iglesia de Lucena, al renovar en esta celebración especial su amor secular a la Virgen de Araceli, pide al Señor que, en este momento de la historia del mundo, los cristianos no ocultemos el rostro de Dios, sino que seamos testigos de la fe, y de la dicha que hay en ella. Que seamos signo vivo de la gracia de Cristo y de su amor por el hombre, por todos los hombres.

María Santísima de Araceli, Madre y Reina nuestra, tú sabes que las promesas de Cristo se cumplen, y que esa humanidad que deseamos es posible para quien se abre y dice “sí” a la gracia. Es posible para Lucena hoy, y para el campo andaluz. Remueve tú los obstáculos que hay en nuestro corazón, multiplica entre nosotros los testigos y los signos vivos del amor de Dios, haznos participes más conscientes de esa vida nueva. Que nuestro vivir cotidiano muestre con transparencia, y proclame a gritos la belleza de la vocación que Dios nos ha dado. Que muestre la dignidad de la vida, y de todo lo que hay en ella: que proclame la dignidad y el valor del matrimonio y de la familia, y de la fidelidad de los esposos, y de la apertura a la vida, que es la primera señal de un pueblo libre, que ama la vida y la reconoce como un don. Que pueda ofrecer a los niños y a los jóvenes una sociedad más fraterna, menos egoísta y menos rota por la violencia, por la droga, por la pérdida de sentido y de ideales verdaderos, por la desesperanza y la falta de fe. Que no abandone a los ancianos, ni se olvide de los pobres, de los enfermos, y de todos los que sufren. Que proclame la dignidad del trabajo humano, y promueva unas relaciones laborales justas, y unas condiciones de trabajo de acuerdo con la dignidad de toda persona humana, redimida por Cristo. Que muestre que la vida social y política no tiene como fin primordial la obtención o la conservación del poder, sino que es un servicio a los hermanos, un servicio al bien común de las personas y de las familias.

María Santísima de Araceli, a tu cuidado materno encomendamos lo que más queremos: nuestras familias, y la vida de nuestro pueblo. Tú, Reina de la Gracia, intercede por nosotros, y derrama abundantemente la Gracia de tu Hijo divino sobre nosotros, y sobre todos los hombres.

† Javier Martínez
Obispo de Córdoba

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