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Desde la Cátedra Episcopal de Córdoba

Prólogo del libro de D. Manuel Nieto Cumplido “La Catedral de Córdoba”

Fecha: 01/12/1998. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, VII-XII de 1998. Pág. 223



"Nada humano me es ajeno". Esta expresión de San Agustín describe el modo específicamente cristiano de situarse ante la realidad. Y si hubiera que buscar la razón última de esta actitud, que ve con simpatía todo lo que hay de bello, de verdadero y de bueno en el hombre y en las obras de los hombres, esa razón se llama Jesucristo. Todo el designio de Dios para con el hombre, que alcanza su punto culminante en la Encarnación del Verbo y en el don a los hombres del Espíritu Santo de Dios, tiene como punto de mira "la vida del hombre", la redención del hombre.

Por eso, el encuentro con Cristo tiene como primera consecuencia el reconocimiento de la dignidad de toda persona humana, y una mirada positiva, llena de afecto, a toda la realidad, que es signo del amor gratuito e incondicional de Dios. Por eso también, el Papa Juan Pablo II ha podido decir que "el profundo estupor ante la dignidad y el valor de la persona humana se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo" (Encíclica Redemptor hominis, 10). El reconocimiento de la dignidad del hombre coincide, por tanto, con la experiencia de la fe cristiana, y coincide con la afirmación de los factores que constituyen al ser humano: la razón y la libertad. Un cristiano ama la razón y la libertad, la suya y la de todos los hombres. Y ama la verdad de la historia, y la abraza, incluso con su carga de mal y de pecado. Un cristiano reconoce en todo lo que es verdaderamente humano la expresión de esa dignidad de las personas y de los pueblos que Cristo le ha enseñado a amar. La más pequeña parcela de verdad, en cualquier ámbito de la vida, es siempre una participación en la verdad de Dios, y es siempre amable porque participa humildemente en el ser del Infinitamente Amable.

Donde la dignidad sagrada de la persona y de la vida humana no son reconocidas como el valor supremo del mundo, no hay más modo de afirmarse a sí mismo que negar a los otros, o que imponerse a los otros. No así en el cristianismo. Son los cristianos quienes han conservado cuidadosamente para nosotros a Homero, y a Ovidio, y a Virgilio, y tantas otras obras de la antigüedad grecorromana. Y es la Iglesia quien ha hecho posible que la antigua mezquita del califato de Occidente, construida sobre el más antiguo monasterio de S. Vicente, y transformada después de nuevo en catedral cristiana, no sea hoy un montón de ruinas. No sólo porque al ser utilizada para el culto del pueblo cristiano se ha preservado del expolio y se ha cuidado exquisitamente, sino también porque la inclusión del "pilar" renacentista ha dado al edificio una solidez que ha impedido su ruina. La misma razón -el aprecio por la verdad de la historia, plasmada en las piedras de este singular edificio-, es la que ha llevado al autor de esta obra, D. Manuel Nieto Cumplido, a dedicar años de trabajo minucioso a reconstruir la historia de la catedral de Córdoba. No quiero dejar pasar esta ocasión de expresarle mi afecto, y mi gratitud por ello.


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La fe cristiana se ha expresado siempre por medio de símbolos, de signos que los fieles pueden ver y tocar, en los que se contienen diversos aspectos de la experiencia de salvación del pueblo cristiano. La misma vida litúrgica de la Iglesia tiene lugar en signos privilegiados del Misterio, recibidos del mismo Cristo, es decir, en los sacramentos, "ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios" (Concilio Vaticano II Sacrosanctum Concilium, 59a). "En cuanto signos -añade el Concilio-, los sacramentos también tienen un fin pedagógico".

La cátedra o sede episcopal tiene también ese carácter de signo pedagógico. La cátedra gozaba de una veneración singular ya en la Iglesia antigua. Sabemos hoy que las cátedras usadas por los apóstoles y por los primeros obispos eran conservadas celosamente en las iglesias, y se convirtieron en símbolo perenne de una autoridad y de un magisterio superior. "Recorre las iglesias apostólicas -decía Tertuliano- en las que todavía presiden en sus lugares las cátedras de los apóstoles" (De praescript., c. 36). Desde la cátedra, el obispo predica y actúa, según expresión de San Agustín, como guardián de todo su pueblo (Sermo 94, 5). La liturgia, por otra parte, puso de relieve desde antiguo el significado del ministerio episcopal mediante la ceremonia característica de la inthronizatio en la cátedra -última ceremonia, sólo revestida de gestos, de la ordenación episcopal-, como expresión de que quien en ella se sienta es el pastor, maestro y gran sacerdote de la diócesis. Una sede episcopal, por muy humilde que sea, es signo de Cristo presente en medio de su pueblo, a través de los obispos, "sucesores de los Apóstoles", a quienes Él mismo "ha hecho partícipes de su consagración y de su misión" (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 28).

Tal relevancia adquirió ese signo que al templo donde el obispo tiene su cátedra se le designó con el título de "Catedral", y esa iglesia se convirtió desde los primeros tiempos en el centro litúrgico y espiritual de la Iglesia particular: era el lugar donde residía el obispo, desde donde regía la diócesis, donde celebraba, donde ejercía su magisterio; donde, a través de la imposición de las manos, hacía partícipes de su sacerdocio a los servidores del pueblo cristiano, presbíteros y diáconos. Más que en la grandiosidad de su arquitectura, la iglesia Catedral adquiere su prestigio en función de la sucesión apostólica del obispo y del ejercicio de su magisterio, al presentarse a los fieles como símbolo de su servicio pastoral, y de la unidad de la Iglesia particular en torno a él.

La fascinación que la Catedral despertó entre los fieles de las parroquias, desde los siglos altomedievales, motivó que se promoviera en el tiempo de Pentecostés una peregrinación para renovar anualmente en las iglesias filiales la conciencia de la Iglesia madre, y de la unidad de la Iglesia en torno a su pastor. La comunidad cristiana cordobesa, desde 1250 hasta tiempos recientes, según he sabido, mantuvo esta costumbre, ampliada a otras festividades del año litúrgico, con procesiones a cruz alzada y sin imágenes desde las parroquias de la ciudad a la Catedral. También el Concilio Vaticano II ha subrayado de nuevo el valor de la Catedral al insistir en la conveniencia de "que todos tengan en gran aprecio la vida litúrgica de la diócesis en torno al obispo, sobre todo en la Iglesia Catedral" (Sacrosantum Concilium, 41), porque la forma plena de la asamblea litúrgica cristiana, que hace patente el misterio de la redención, es la que se desarrolla bajo la presidencia del obispo. No es otro el sentido que he querido dar desde mi llegada a la diócesis de Córdoba a los tres encuentros diocesanos -comienzo del Adviento, Misa Crismal del Martes Santo, y Pentecostés- que celebramos anualmente en nuestra Catedral. La Iglesia Catedral es la Iglesia madre de la Diócesis, la Iglesia de todos los católicos cordobeses.

Esta antigua sede episcopal de Córdoba (existente ya desde antes del siglo IV), tiene alojada desde el siglo XIII su Iglesia Catedral, por la voluntad concorde de la Iglesia y del rey San Fernando, en uno de los monumentos más singulares y bellos del mundo: la antigua Mezquita de Córdoba, cuya dedicación como templo cristiano queda descrita ampliamente en uno de lo capítulos más sugestivos de la presente obra. Para ello, fue adaptada en su arquitectura y en su mobiliario a los usos litúrgicos de la Cristiandad. Y a partir del día de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo de 1236 quedó restaurado el culto cristiano, que se había interrumpido en los años de la conquista musulmana, en el mismo solar de la antigua basílica visigoda del mártir San Vicente, testimoniado por los restos arqueológicos custodiados celosamente por el Cabildo Catedral en el museo que lleva su nombre.


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"Son múltiples los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana", recuerda el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 58). Y eso es lo que pone de manifiesto este excepcional monumento religioso, con su lenguaje artístico y con su compleja historia. En él, la arquitectura proclama a voces que la relación del hombre con el Misterio es la más real, la más determinante de la vida. Y proclama también que Dios mismo se ha abajado misericordiosamente a nuestra historia, y ha abrazado nuestra pequeñez, para hacernos partícipes de su gloria.

"La visita a este testimonio monumental de lo más verdadero de nuestro ser de hombres puede despertar en la conciencia la exigencia de una Belleza más grande, que dure para siempre, que no se marchite con el paso del tiempo. Cuando la Iglesia ayuda a los turistas, que acuden atraídos por un interés histórico-artístico (y muchas veces, aun sin saberlo, en busca de Dios), a reconocer en la realidad la belleza del Misterio bueno que hace todas las cosas, contribuye de un modo eficacísimo a la cultura humana. Porque la Iglesia, recuerda una vez más el Concilio, "cumpliendo su misión propia, contribuye por lo mismo a la cultura humana y la impulsa, y con su acción, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior" (Gaudium et spes, 61). Del horizonte visual del visitante o de quien lo explica nunca debiera ocultarse el genuino ser de este inmenso espacio religioso en el que se da culto a Dios, puesto bajo la protección de Santa María, la Virgen Madre de Dios, y merecedor de veneración y respeto.

† Javier Martínez
Obispo de Córdoba

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