Santa Iglesia Catedral de Córdoba
Fecha: 05/02/2000. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2000. Pág. 241
Queridos hermanos sacerdotes y queridos hermanos y hermanas.
“Con un deseo muy ardiente he deseado comer esta Pascua con vosotros” en el ritmo y en los momentos del Año Jubilar. Desde el primer momento, me pareció éste como un momento especialmente expresivo de la gratitud que llena la vida de este año, de la gratitud por la obra de Cristo, por la obra de Dios en medio de nosotros, y un momento particularmente grande, particularmente expresivo precisamente porque vuestras vidas proclaman precisamente eso: que Cristo es todo, que Cristo es la Vida, que Cristo es la Verdad, que la vida puede ser entregada y dada a Cristo precisamente por eso, porque toda la esperanza del mundo, acumulada en la historia y representada quizás en la figura del anciano Simeón, se ha cumplido, y Aquel, que es Luz de todas las naciones, ha resplandecido en vuestra vida de un modo absolutamente singular, que expresa mejor que nada, mejor que ninguna palabra, mejor que ninguna realización humana, la Redención de Cristo, aquello para lo que Cristo ha venido, aquello que hace posible al hombre recuperar plenamente su humanidad, perdida por el pecado, la posibilidad de vivir según la verdad de nuestra vida, expresada en los dos mandamientos: ” Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu ser, y amarás a tu hermano como a ti mismo”; eso, que es la vida del hombre, es inaccesible al hombre sin la gracia de Cristo, sin la participación en su Espíritu, y lo expresa como posibilidad real la redención, por la que damos gracias en este momento, 2000 años después, con la misma frescura, con la misma verdad, con el mismo horizonte de esperanza para el mundo que el primer día de Pascua. Eso es lo que expresan vuestras vidas. Expresan, por tanto, el Misterio de la Iglesia, de la humanidad redimida, de la humanidad amada por Cristo, convertida en su Esposa y en su Cuerpo, en su propia carne, llena de Cristo, habitada por su Espíritu. Si hay algún motivo que fundamenta la celebración del Jubileo, es precisamente ése, y si hay alguna realidad en la que se expresa justamente ese gozo de la Esposa, el gozo de la Iglesia por la redención sucedida, por el Don vivido, presente, -y presente porque estáis aquí, porque existís- de la Redención de Cristo, sois precisamente vosotros.
Por eso es un día de particular gozo, de particular alegría, en el que celebramos, no tanto el hecho de vuestra entrega, de vuestra consagración, cuanto el hecho de la Consagración y de la entrega de Cristo por cada uno de vosotros, el don grande de la Redención cumplida. Cuántas veces en vuestra reflexión, en vuestra oración, en vuestros cursos de formación, se expresa (lo expresaba la Monición de entrada) la Vida Consagrada como fruto pleno de la vida bautismal, como realización y signo pleno de la vida bautismal; otras veces y desde una tradición bien antigua en la Iglesia, como anticipación, como realización anticipada todavía en esta carne mortal, pero ya realizándose plenamente aquello que anticipa la Vida del Paraíso: la Vida Eterna, la plenitud para la que todo hombre hemos sido hechos, hecha carne, hecho signo patente, visible como Luz de Cristo que brilla en vuestra vida, en vuestra vida consagrada.
En este momento de acción de gracias grande por lo que sois en la Iglesia y en el mundo, por lo que el Señor ha hecho con vosotros, por lo que el Señor hace en la vida de los hombres a través de vosotros, también es un momento de mirar hacia adelante. La misión de la Iglesia -como decía el Papa al comienzo de su encíclica “Redemptoris Missio”- ha hecho más que comenzar. Estamos en los comienzos de la vida de la Iglesia. Es verdad que nosotros podemos ver, y en la historia misma de algunas de vuestras órdenes o congregaciones o institutos vemos el peso de una historia larga, pero en el designio de Dios, esa historia no es nada.
¡Cristo está hoy presente!, el mundo necesita a Cristo y Cristo ofrece a los hombres la posibilidad de una vida plena en este momento de la historia, exactamente igual que el primer día. La celebración del Jubileo no es sólo la gratitud por el pasado, sea el momento del nacimiento de Cristo y de la Encarnación del Verbo, sea el momento del nacimiento de cada una de vuestras instituciones y del don que cada uno de los carismas representa para la Iglesia, sea el momento de vuestra historia personal donde el Señor tocó el corazón para generar en él esa respuesta totalizante de la vida, que os ha permitido ser lo que sois. Junto a esa gratitud, está la apertura al horizonte de misión en un mundo terriblemente inhumano, en un mundo donde los cambios se suceden con tal rapidez y donde la dirección de esos cambios, en la medida en que se orienta el mundo de espaldas al Evangelio de Jesucristo, no puede ser sino una dirección contra el hombre, contra la verdad del hombre, contra la vida y la plenitud del hombre.
Por eso, en este momento, también nosotros, al tiempo que damos gracias, miramos hacia el futuro como un horizonte grande de vida para nosotros y de misión, y en ese horizonte hay dos cosas que yo quisiera sencillamente subrayar, con la esperanza de que os puedan ser útiles, para que la gratitud y para que la súplica tengan razones más fundadas, tengan más consistencia en nuestra mente y en nuestra inteligencia y en nuestro corazón. Una de ellas la he apuntado antes: “no sois vosotros” -recoge o se hace eco de una expresión de la carta de San Juan, de la 1ª carta de San Juan-, “no somos nosotros los que hemos amado a Dios, sino Dios nos amó primero”. No somos nosotros los que hemos entregado nuestra vida a Dios para que Dios a cambio haga algo por nosotros, es Cristo, es Dios, quien ha abrazado nuestra pobre, frágil, ruinosa a veces, humanidad con un amor infinito que la rescata de su miseria. Y que en medio de esta condición pecadora del mundo, de la que el Hijo de Dios no se eximió a Sí mismo y no nos exime a nadie, sin embargo hace florecer la verdad de la persona humana. La primera consecuencia de este hecho es que la vocación es, ante todo, para que la disfrutéis, que la vocación es ante todo un don para vosotros mismos; que no nos engañamos cuando en esa perspectiva parece como si fuéramos nosotros los que estuviéramos haciendo algo por Dios, y en nuestro corazón nace entonces esa especie de demanda siempre de que Dios se porte bien con nosotros que le hemos entregado tanto.
La vocación, vuestra vida consagrada, no es “un menos” de humanidad, al revés, es “un plus” a la medida del Espíritu de Dios. Quien se consagra a Jesucristo, quien se entrega a Jesucristo no recorta su vida, quien se entrega a Jesucristo, ésa es la respuesta razonable de un corazón humano, que ha percibido el don infinito de su amor, y que ha percibido a Cristo como el único fundamento de nuestra humanidad, como la única verdad de nosotros mismos, como la única consistencia de nuestras personas.
Ni siquiera, fijaros, diréis: sí, pero por ser consagrados hay muchas cosas que no hacemos; si vivimos en comunidad, pues, hay muchas cosas que no podemos hacer y todos hemos renunciado por ejemplo, a una familia o a unos hijos, mediante la consagración de la propia virginidad. ¡Ni siquiera eso es un menos de humanidad! No es vuestra consagración un sacrificio que uno hace por Jesucristo, en absoluto, es la posibilidad que Cristo nos da, es el modo como Cristo os une a Él, de un modo en el cual la capacidad de amar de vuestro corazón, hasta con toda la vibración humana que lleva la capacidad de amar, es asumida por Cristo para que vuestro amor a los hombres, sea reflejo, por estar tan unidos a Cristo, tan viviendo de Él y para Él, que somos totalmente suyos, que ese amor a los hombres pueda ser, ¿me dejáis usar una imagen que usaban a veces los cristianos de la antigüedad?, “que en la lira de nuestro corazón quien toca la música es Jesucristo”, es decir, que en nuestro corazón quien ama a los hombre es Jesucristo, y el amor con que Dios ama a cada uno, si es que tenemos experiencia de El, es infinitamente mayor, más grande, más pleno, más auténtico, que el amor de un esposo a una esposa, de unos padres a unos hijos, de unos hermanos a unos hermanos.
Ni siquiera en ese aspecto, que sería el que más visiblemente comporta la dimensión de renuncia, vuestra vida, vuestra consagración, ¡no es un menos de humanidad, no es un menos de plenitud, no es un menos de realización!. ¡Es un plus enormemente grande!, si el corazón está a abierto a Cristo y se deja llenar de Cristo, transformar por Cristo, si vive para Cristo.
Por eso, dejadme que apunte un colorario de esto. Estamos siempre preocupados por el tema de las vocaciones, entre las muchas razones, y yo sé que la habéis estudiado muchas veces y mejor que yo, por lo tanto no voy a dogmatizar aquí o a enseñaros algo que conocéis, pero sé que os preocupa. Me preocupa a mí como Pastor, igual que a vosotros. Y os aseguro que uno de los factores de la dificultad, junto a muchos otros, no subrayo ni siquiera éste, pero éste está presente, uno de los factores de la dificultad para que los jóvenes respondan a nuestra invitación, es que siempre acentuamos nuestro discurso, nuestra manera de hablar, hasta nuestra expresión, hasta en el testimonio que damos de nuestra propia vida respecto de compromiso, el aspecto de exigencia, nunca el aspecto de Don, nunca el aspecto de elección, de privilegio, de gracia, de gracia que se nos ha dado, y tal vez nuestro mismo modo de vivir la consagración, se hace más visible este aspecto de sacrificio, que está sin duda alguna, pero siempre en función de un don más grande, siempre en función de un “plus”. Y no un plus añadido a la vida humana, no de un plus sobrenatural, sino de un plus de humanidad, de un plus de vida, de un plus de alegría, de un plus de capacidad de amar, de capacidad de darse, de un plus de inteligencia, de vida, de un plus de sabiduría.
Cristo no ha venido para arrebatarnos nuestra vida y usarnos para otras cosas, para hacer cosas, para cumplir tareas. Cristo ha venido para que nosotros en primer lugar, quienes hemos recibido la llamada, quienes hemos recibido el don y la gracia de poder vivir para Él, porque Él lo es todo, podamos vivir y vivir en abundancia, para que nuestra alegría desborde, para que nuestro gozo sea pleno. Y el gozo es pleno cuando uno ve que la propia vida es un regalo, es un gozo que le brota a uno de lo más hondo del corazón, por el ciento por uno experimentado, vivido, hecho realidad en vuestra consagración. Y la razón última de ello es, pues, que precisamente en la Revelación y en la Redención de Jesucristo, se pone de manifiesto que la persona humana no es nunca un instrumento para otra cosa, sino el fin de todo aquello que Dios hace. Que la persona humana, como dice el Papa, tantas veces es amada por sí misma, no por lo que hace, no porque sea un instrumento para otra cosa, ni siquiera para la obra más grande, ni siquiera para la obra de la Evangelización. Un ser humano, una persona, nunca es instrumento para nada, ni para la obra de la evangelización, ni para las obras de cada una de vuestras instituciones. La persona es siempre el fin último de la acción de Dios. En el mundo en que vivimos no es así, en el mundo en que vivimos, la persona es siempre lo último, y las obras, las tareas, los trabajos, lo primero. Y esa mentalidad del mundo, también se nos cuela a nosotros. El horizonte de evangelización del Tercer Milenio, o será el evangelio de la persona humana revelada en Cristo, -poniendo de manifiesto no un pasaje concreto sino en todo lo que significa esa explosión de gozo, que es el Nuevo Testamento, que es el Evangelio-, o es el Evangelio de la persona humana como centro de todo, como único fin de todo, como realidad sagrada y misteriosa, como imagen de Dios que no es nunca instrumento para nada, o no habrá evangelización, os lo aseguro.
El amor preferencial por los pobres, la lucha por un mundo más humano, el esfuerzo, el derroche más que el esfuerzo, el derroche de amor que muchas de vuestras instituciones y de vuestras congregaciones significa para el hombre y para el mundo, tiene su verdad más profunda en eso: que cualquier persona, cualquier hombre -el hombre siempre pobre al final, al final y al principio, y quizás no hay más pobre que el que no se cree pobre-, porque el hombre está siempre herido por el pecado, y su influencia en la trama de las relaciones humanas y de la vida social, y está siempre herido por la muerte, por la vejez y la enfermedad.
Pero la verdad más honda de esa donación absolutamente desbordante de generosidad que representa vuestras vidas para el mundo y para los hombres, encuentra su verdad más profunda precisamente en esto: en que toda persona humana es amada por Dios por sí misma, de manera única, de una manera como Dios ama, es decir, infinita, incondicional, gratuita. Y no tiene otro fin que el bien de la persona. Eso sólo puede convertirse en tarea de la vida en la medida que la experiencia de la propia vida es eso: que el amor de Dios no tiene más fin que mi propia vida, mi propio bien, mi propia alegría; que Dios no quiere de mí nada, entre otras cosas porque no me necesita, no quiere de mí más que yo viva, no quiere de mí más que mi humanidad florezca, que mi persona florezca, y en la alegría, en la belleza que genera vivir en la verdad.
Nuestra misión por el hombre no es nunca excusa para otras cosas, para tapar qué sé yo, o para responder a necesidades, o para... No, nuestra misión por el hombre sólo producirá frutos, sólo se engarza en la obra de la redención que es el fundamento último de nuestra consagración y de nuestra vida, en la medida en que sea una obra cuyo fin es precisamente que el hombre viva:” Yo he venido para que tengan vida y vida abundante”, cada persona que se cruza en el camino, cada persona que se acerca a nuestras obras...
Yo creo que este aspecto, al que se puede uno aproximar desde muchos ángulos desde luego, del que yo no he hecho más que esbozar algunas pequeñas consecuencias, parece que es tan esencial para el horizonte de misión, para que la fecundidad en cada uno de vuestros carismas y en la comunión grande de todos ellos en el seno de la Iglesia pueda realmente llegar y tocar al hombre y seguir introduciendo en el mundo los parámetros de la verdad que brotan de Cristo. Me parece absolutamente indispensable. Y en la súplica para mi conversión como Pastor, para vuestra conversión como sacerdotes, para vuestra conversión como religiosos o religiosas consagrados o como miembros de un instituto secular o vírgenes consagradas o como consagrados en otras realidades eclesiales de las que hoy existen en la Iglesia, para que esa misión fructifique, para nuestra conversión, para acometer con verdad la Nueva Evangelización. A mí me parece, que este es un elemento indispensable, y algo que hemos de suplicar juntos al Señor. Señor, Tú que has venido para darte a nosotros, para nuestra vida, permítenos, en primer lugar, gozar de tu Don antes de pensar en todas las exigencias que brotan de ese Don, antes de que nuestra mente esté llena solamente de esas exigencias; permítenos gozar, experimentar tu Don, renovar como se renueva en un matrimonio, renovar los signos, es decir, la fidelidad a los signos de tu ternura y tu misericordia que hay cerca de nosotros, vivir con los ojos abiertos para que nuestro corazón pueda decir el Sí de la Virgen de una manera sencilla, verdadera, sin duplicidad de corazón, sin necesidad de andamios que tengan que sostenerla, sino con esa libertad que hace del hombre un hombre. Y concédenos, Señor, que podamos vivir, con la conciencia de que todo, todo lo que es la obra de la iglesia, todo lo que es el ser de la Iglesia, es para la persona, de la persona, y que la Iglesia es, en definitiva, un nuevo modo de relación, no un conjunto de tareas.
Yo creo -y perdonadme este otro inciso- que otro de los aspectos en nuestros problemas vocacionales es que creemos que las personas se pueden ilusionar con tareas. Pero el ser humano, la vida de una persona vale demasiado como para que uno la consagre a una tarea, aunque fuera la más bella del mundo: construir el mundo sobre la justicia, construir el mundo sobre el amor, hasta las tareas más bellas, hasta las más entusiasmantes, hasta las que pueden tener para un joven el atractivo más grande (un período de misión en un país del Tercer Mundo). Si sólo es una tarea, a eso no consagramos la vida. Eso se puede hacer de mil modos, y no es necesario unos votos, unas promesas. Es a una persona a quien uno le puede dar su vida, a quien es razonable darle su vida, y si esa persona es el fundamento de mi propia vida, de mi propia felicidad, de mi propia alegría.
Pensar que vamos a entusiasmar a los jóvenes, por muy bellas y por muy enamorados que estemos de la tarea que el Señor nos ha concedido… ¡Sólo de Jesucristo vivo, presente!, fundamento de la propia alegría, que uno testimonia con la vida. A una persona sí que es razonable que uno consagre la vida, y si esa persona es la Verdad, condición de mi propia verdad, y de mi propia vida, y de mi propia alegría, es no sólo razonable amarle, sino razonable entregarle mi vida por entero y para siempre y ser suyo para siempre, pero a una tarea no, no es digno del hombre, no es digno ni de la razón, ni de la inteligencia, ni de la libertad del hombre, aunque yo pueda hacer lo más grande del mundo. No es sólo entusiasmando con tareas una respuesta de consagración adecuada a la experiencia que vosotros tenéis.
Por eso, que el Señor nos conceda testimoniar con nuestra vida cómo nuestra vida es vivificada desde dentro por Cristo y fecundada y hecha florecer por Cristo. Que el Señor nos conceda que en nuestra misión no se pierda nunca ese horizonte. ¡Cristo ha venido para que el hombre viva!, para que tú que estás delante de mí en este momento, vivas. Cristo se te da sola y con la única finalidad, de que tú seas tú y puedas dar gracias por serlo.