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Homilía en el Encuentro Diocesano

Misa de la Encarnación del Señor

Fecha: 25/03/2000. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2000. Pág. 249



Queridos hermanos sacerdotes, queridos hermanos y hermanas:

La verdad es que es conmovedor ver la catedral hoy, y surge espontáneamente del corazón el dar gracias a Dios porque nos ha convocado Jesucristo, y estamos unidos en esta celebración grande de acción de gracias, de gratitud inmensa por el don, por el regalo más grande que los hombres hemos recibido jamás.

Celebramos, lo estamos celebrando a lo largo de todo el año, los dos mil años de la Encarnación del Verbo. Y hoy, día de la Encarnación, no podíamos dejar de reunirnos los hijos de Dios en Córdoba, para dar gracias al Padre por este don absolutamente único, no fruto de  los esfuerzos  y los trabajos de los hombres, sino, como decía el profeta, “Dios mismo por su parte os dará una señal”. Y, efectivamente, en el nacimiento y en la Encarnación del Hijo de Dios en nuestra carne, Dios ha dado una señal que desvela el amor de Dios por el hombre, y que pone en nuestra vida la esperanza de participar de la vida de Dios, que siembra en nuestra carne mortal, como la semilla se siembra en la tierra, el germen de la divinidad. Dios está con nosotros, Dios acompaña nuestra vida y, no sólo como compañero de camino, sino como un don que se hace a cada uno desde que se dio a Sí mismo, y se unió a nuestra carne, a nuestra humanidad en las entrañas purísimas de la virgen María.

La palabra más espontánea que le viene a uno al recordar este hecho, fuente de todo lo que somos, fuente de toda la esperanza, la santidad, la vida, la libertad que florece en la Iglesia de Dios cuando acogemos con sencillez el don de Cristo, la gracia de Cristo; lo que le viene a uno espontáneamente al corazón es justamente la palabra adorar, adoración. La adoración que expresa lo que una madre puede sentir cuando ve a su hijo recién nacido delante de sí, o esa actitud del corazón ante la presencia de un amor grande, verdadero, sorprendente. No nos imaginábamos que Dios fuera así, no nos lo podíamos imaginar. Los hombres tenemos nuestras medidas de lo que es la grandeza, de lo que es el poder, incluso de lo que es el amor, y Dios ha roto todas nuestras medidas; porque precisamente se revela como poderoso haciéndose pequeño; porque precisamente se revela como grande acercándose a nuestra  bajeza, a nuestra pequeñez, uniéndose a nosotros; porque precisamente se revela como infinitamente desbordante de los pensamientos del hombre, como infinitamente trascendente a nosotros, porque se revela como amor, como amor cuyo deseo, cuya vida, es darse y unirse a nosotros para acercarnos nosotros a Él, para unirnos a nosotros a su vida, para hacernos partícipes de su vida divina. Y esto es el cristianismo, esto es por lo que damos gracias todos los días cuando celebramos la eucaristía, esto es por lo que cantamos y por lo que la vida puede ser vivida a pesar de todos nuestros pecados y debilidades, como un gran regalo, como una realidad llena de esperanza. Porque en este don total de Cristo, en este hacerse Cristo uno de nosotros, en este sembrarse Dios en nuestra propia carne, sencillamente,  se desvela un horizonte para la vida humana, se desvela un valor para la vida humana que los hombres jamás hubiéramos podido desear, soñar, esperar, imaginar, inventar. No, nunca hubiera sido así, siempre habría respondido más o menos a, a nuestros esquemas, a nuestros cálculos, a nuestros modos de pensar.

Pero, ¡sorpresa, asombro, adoración y gratitud llena de asombro!. No basta una palabra para describir algo tan grande, tan hermoso, y tan bueno para la historia y para cada uno de nosotros, para cada hombre y cada mujer. Es decir, no basta una palabra, porque la adoración puede parecer como que uno se postra ante alguien muy poderoso. La gratitud necesita complementarse con la adoración, y la adoración con la gratitud y el amor que dice: ¡Señor, qué hermoso, qué inesperado, qué bello, y qué grande es que Tú estés con nosotros!. ¡Qué grande es vivir, cuando uno puede vivir con la certeza de que Tú estás con nosotros!.

Nos preside una imagen de la Virgen, querida en Córdoba, patrona de Córdoba, la Virgen de la Fuensanta. Y, entonces, claro que uno entiende las alabanzas, los piropos, la expresión de cariño a esa Mujer en cuya carne Dios ha hecho uno de nosotros, y Dios ha empezado a vivir entre nosotros. Porque fijaros, Ella, María, aquella mujer de Nazaret, es siempre como un espejo, un modelo de lo que está llamada a ser cada una de nuestras vidas.

En esta misma eucaristía, quienes vayáis a comulgar el Cuerpo de Cristo, tendréis al Verbo de Dios en vuestra carne, de un modo distinto a como Ella lo tuvo, pero no menos verdadero. Me diréis: un poco más misterioso, pues no sé, porque también para Ella hubo de ser algo extraordinariamente misterioso el embarazo, la concepción, el nacimiento y la vida entera de su Hijo, hasta la resurrección y hasta el Don del Espíritu en Pentecostés. Pero Cristo está en nosotros con no menos verdad que estaba en el seno de María.

Dios nos ama y quiere unirse a nosotros de un modo no distinto a como se unió a María; porque sabe que sólo estando Él en nosotros, sólo uniéndose Él a nosotros, vivimos, somos rescatados de nuestra condición mortal, somos rescatados a una esperanza de una vida eterna, somos rescatados a la verdad de nuestro destino, de nuestro destino verdadero; porque hemos sido creados, el Señor nos ha llamado a la vida para ser hijos suyos, para participar de su vida para siempre; porque sólo cuando Él está con nosotros, accedemos a la libertad de poder vivir la vida como un don, a la alegría, a la dignidad; la vida adquiere dignidad, porque Dios está en nosotros.

Dos mil años de historia para cualquier memoria humana, para cualquier invento humano, es suficiente para gastarlo y destruirlo. Nuestra presencia aquí esta tarde proclama que ¡Cristo vive!, que Cristo está vivo y que es Él la fuente de nuestra  comunión, y de nuestra vida, y que es Él la esperanza para el mundo.

Fijaros, celebrar la Encarnación del Hijo de Dios, hoy en este año dos mil, en un mundo en el que, como decía el novelista inglés Lewis, se ha producido la abolición del hombre, no es simplemente un gesto piadoso, o un acto de culto más o menos gustoso, bonito. Aunque claro que es gustoso que podamos, por vuestra generosidad, estar todos juntos, como lo estamos, como el Señor nos permite estar esta tarde. Pero tiene un significado inmenso para el mundo, porque los hombres viven en una sociedad y en una cultura donde no hay lugar para la esperanza. No hace muchos años un filósofo francés escribía un libro llamado El Principio de la desesperanza, diciendo que la forma de luchar contra el sufrimiento que hay en el mundo, es no esperar nada, luchar por eliminar, por arrancar de nuestro corazón la esperanza que el hombre tiene inevitablemente de ser feliz, de amor, de verdad, de bien. Pero, ¿cómo puede ser la vida una lucha contra la esperanza, contra las exigencias del propio corazón?. ¿Cómo puede ser eso humano?.

Vemos un mundo que pierde la conciencia de la dignidad de la persona, donde es tan fácil sacrificar a la persona a intereses ajenos, más pequeños, menos valiosos, menos importantes que una persona humana: el dinero, el poder, el estatus social, el prestigio, el éxito de la foto, como dice la gente. Es decir, cuando se pierde el hombre, esas cosas, esos ídolos, ocupan el lugar de Dios, vivimos para ello, y nos  sacrificamos a nosotros mismos, porque el fruto de ese sacrificio es un sufrimiento enorme en los matrimonios, en las familias, en los niños, en los jóvenes. Chicos con trece, quince, dieciocho años que no tienen ninguna esperanza real, grande, en su vida, ninguna razón para luchar por su vida, ninguna razón para amarse a sí mismos, que viven en el desprecio profundo, a veces en el odio a sí mismos, en la violencia ya instalada en su corazón, incapaces de amar porque el mundo no les ofrece ninguna razón seria para vivir, para quererse a sí mismos, y para  querer al mundo, a los demás y a la vida, para amar la vida.

Por eso digo que celebrar la Encarnación, tomar conciencia de la verdad que fundamenta nuestra esperanza, es el origen de todo, de toda la esperanza del mundo, no sólo de la nuestra, sino de toda la esperanza que cabe, real, verdadera, para los hombres; es algo más que hacer un gesto bonito, hermosísimo. Es tomar conciencia de que Cristo, que ha puesto su tienda entre nosotros, entre los hombres, y que vive en nosotros, quiere llegar a todos los hombres para que todo hombre y toda mujer de este mundo puedan ser reconocidos en la verdad de su dignidad, ser tratado con respeto, con afecto, ser amado, para que todo hombre y toda mujer pueda experimentar ese amor que no es de este mundo, como sólo Dios puede amar.

Nosotros somos, hoy, el cuerpo de Cristo. Los hombres no encontrarán ese amor por mis palabras, ciertamente, ni encontrarán esa esperanza y esa conciencia de lo que vale su vida, de lo que valen sus personas, de lo querida que es cada persona humana, cada vida humana, sólo porque alguien  lo diga. Sólo si uno encuentra a alguien que le trata así, alguien que le quiere así, que le respeta así, que le toma, así, en serio… Y esa es nuestra misión. Pero antes que ser una misión, yo diría que es el fruto espontáneo de  haber encontrado a Jesucristo. El signo de que uno ha encontrado a Cristo es, justamente, esa nueva posición ante la vida, esa  nueva actitud que brota del corazón, lleno de gratitud ante la vida, y ante el hombre y ante la persona humana.

Recuerdo aquellas palabras del testamento de Pablo VI que decían: hay que recuperar la verdad del hombre en un mundo que tiende a deshumanizarse, y a ver en nosotros sólo piezas de un mecanismo de producción, o de un mecanismo de poder, o de un mecanismo de consumo, piezas de un aparato tan frío como un ordenador, o piezas de una red como Internet. ¡No!, cada persona humana es amada por Dios de un modo único. Cada persona humana ha sido creada para que Dios pueda darse a ella y pueda vivir en la gloriosa libertad de los hijos de Dios con la esperanza, con la vida, con la capacidad de amar que Dios genera en nosotros, cuando descubrimos su amor y lo acogemos con  sencillez. Digo, no es una misión, antes que una misión es una experiencia vivida. Si nosotros vivimos de ese amor, no podemos sino ser de nuevo, en esta hora de la historia, en nuestra generación, el comienzo de esa redención del hombre que pasa por el reconocimiento de lo que vale la propia vida. Y el reconocimiento de lo que vale la propia vida pasa por el encuentro con un amor como el  de Cristo.

La evangelización que el mundo necesita, no es cuestión de discursos, o de ideas, o de convencimiento, sino  esa experiencia de encontrar ese amor que hace que la  vida valga la pena; esa evangelización pasa justamente por nosotros. Somos portadores, por tanto, de algo precioso, de algo inmensamente grande. Fijaros que en la oración de la misa de hoy le pedíamos al Señor que Él, que se ha dignado redimirnos uniéndose a nuestra carne en las entrañas de la Virgen, nos haga a nosotros partícipes de su divinidad. Y eso ¿qué significa?, pues en primer lugar que podamos sostener nuestra vida en el Hijo de Dios que se nos da para que vivamos, para que acojamos el amor con que Él quiere unirse a nosotros para poder vivir con alegría y esperanza. Pero yo diría que, en segundo lugar, lo que sucede  como fruto de eso, inmediatamente, es esa nueva mirada, es decir, que el corazón de Dios entra en nuestro corazón y que nosotros empezamos a mirar las cosas y la vida como Dios las mira, con ese amor infatigable, paciente con que Dios nos mira a nosotros, a cada uno. Y participar de la vida divina es empezar a mirar al hombre así, es empezar a vivir así  en medio de este mundo, en este mundo en el que  uno puede decir, con cinismo, que todo son intereses, todo son mentiras. No, proclamad: se puede vivir en la verdad, se puede hablar  la verdad, se puede proclamar la verdad. Y la verdad es que la vida humana es amada por Cristo, porque Cristo se ha dado a nosotros.

Estamos a punto de celebrar la Semana Santa, hasta el abismo de la muerte y del sepulcro. La vida humana tiene un destino inmensamente grande; y cada ser humano está llamado a ser parte de Dios, hijo de Dios, familia de Dios, carne de Dios; y cada ser humano está llamado a vivir en la libertad de un hijo de Dios; y cada ser humano es amado por Dios por el hecho de haber sido creado con el amor infinito que llevó a su Hijo al pesebre, y luego a la cruz y al sepulcro.

Señor, yo pido para nosotros, que en este mundo nuestro, y en esta sociedad nuestra, en esta Córdoba nuestra de hoy; asumiendo toda la historia que llevamos detrás sin avergonzarnos de ella, sin querer censurarla de errores, y de santos, también, pero asumiendo toda esa historia; Señor, acojamos el don de tu gracia con  tal verdad que podamos ser, en el comienzo de este milenio, como una proclamación de tu amor por el hombre, como proclamando con toda nuestra vida lo que vale cada vida humana, desde el  primer momento de su concepción hasta su muerte natural.

¡Qué sociedad tan humillada!, aquella sociedad que mata a los más indefensos y a los más inocentes, y presume luego de  preocupaciones sociales; pero mata a los niños en el seno de su madre, se cierra a la vida, y deja que una parte bien importante de su población se esterilice, impidiendo el don de la vida a quienes podrían venir como fruto de vuestro amor; que aparca a los ancianos en residencias y se olvida, es decir, para la que no  sirve quien no participa en el proceso de producción. ¡Dios mío, qué humanidad es esa!. Son ejemplos, se podrían multiplicar: la violencia doméstica, la desesperanza de tantos jóvenes…

 En este mundo estamos llamados a gritar justamente la verdad de la dignidad de cada persona. Y no a gritarla como quien defiende unas ideas, sino a proponerla como Cristo. El Señor mismo nos da una señal, pues seamos nosotros esa señal para el mundo, amemos a cada persona, respetemos, digamos la verdad. Digamos siempre la verdad, no adornemos la mentira para ver si cuela, no vivamos de una palabra mentirosa, sobre todo no vivamos en una vida mentirosa.  Proclamemos la gran verdad de que somos pobres, débiles, pecadores. Nuestra alegría no es que somos buenos, nuestra alegría no se basa en que podamos presumir de nuestras cualidades, o de nuestra virtud. Nuestra alegría se basa en que Dios se ha entregado por mí y se ha entregado por ti, y se ha entregado por todo hombre, y por cada persona ha entregado su vida y entrega su vida, y eso hace de cada persona un sagrario, un sagrario del Hijo de Dios, como María, como el seno de María. Y quien no conoce a Dios está también llamado a serlo, está llamado a vivir. Dios quiere llegar a él, y sólo podrá llegar a través de nuestro amor, de nuestro respeto. Igual que uno se arrodilla ante la eucaristía, o venera una imagen de la Virgen, si cada persona humana es como un recuerdo de la Encarnación, cada rostro humano, las arrugas del anciano, la  mirada sorprendida del niño, la ilusión del joven, cuando no ha sido corrompido, la  esperanza  con la que un joven espera la promesa que es la vida, la alegría de los padres, el amor de los padres, de un matrimonio que se ama y que quiere ser fiel el uno al otro. Esa, que es la realidad cotidiana, si la tenemos al lado, eso que constituye la vida ordinaria. Si supiéramos mirarla, si de verdad hubiéramos comprendido este misterio grande, todo, absolutamente todo lo que existe nos hablaría de Cristo; y nos sería fácil amarlo, porque nos sería fácil reconocer a  Cristo en cada una de esas realidades, en cada uno de esos rostros, en cada uno de esos misterios pequeños que remiten al misterio grande de Dios, que se ilumina, y se esclarece, y se hace más misterioso, y a la vez justo en la Encarnación del Verbo.

Vamos a dar gracias a Dios y a cantar en la medida que os sepáis las canciones: cantad con toda vuestra alma; y aunque no lo hagamos tan bien como la coral lucentina, al menos cantamos juntos; y lo bueno es cantar juntos, lo bueno es el hecho de que cantemos juntos; y somos muchos, y al Señor tiene que darle mucha alegría al oírnos cantar a una sola voz. En la medida que lo sepáis, o lo podáis seguir con el librito, cantad, expresad el gozo y la alegría del corazón de que Cristo nos quiere, aunque a vosotros mismos yo sé que os cuesta creerlo. Creéis en Jesucristo, pero no creéis que pueda quereros: “pero con lo desastre que es mi vida cómo me va a querer a mí Dios”. Cristo os quiere, nos quiere a cada uno. Por eso, cantad, cantad, alegraos, alegraos en el corazón, y pedidle al Señor, se lo pedimos todos en esta eucaristía, que quienes hemos  conocido a Jesucristo podamos ser testigos de Él. Y ser testigos de Él es justo aprender ,que el Señor nos enseñe con su presencia, su gracia, a tratar al hombre como Él nos muestra que nos trata, como Él nos trata a cada uno, con el mismo amor. Sólo eso puede cambiar el mundo, sólo eso puede hacer renacer en un mundo sin esperanza, una esperanza verdadera.

Igual que os pido que cantéis, cuando recemos el Padre Nuestro y hagamos la súplica: “Ven Señor, venga tu reino, hágase tu  voluntad...”. Pero ¿cuál es tu voluntad?, pues que los hombres vivan, que los hombres se encuentren a sí mismos, que los hombres se traten como hermanos, que los hombres puedan construir un mundo en función del bien común y no en función de los intereses de unos o de otros, o de intereses particulares. Esa es la voluntad de  Dios, que cuando pidamos: “Señor, que se haga tu voluntad en la tierra como en  el cielo”, que nuestra súplica sea la de un solo corazón. Igual que esta tarde, somos casi un solo cuerpo, un solo pueblo, pues que sea un solo corazón el que suplica: el corazón de Cristo en cada uno de nosotros, el corazón del Cristo total aquí en la diócesis de Córdoba, intercediendo al Padre, como interceden quienes vienen cada día a adorar al Santísimo, como intercede Cristo en el cielo constantemente por la humanidad. Pues nosotros nos unimos por Él, con Él y en Él a esa intercesión por el mundo para que todos puedan conocerle, para que todos puedan vivir con conciencia  de su dignidad, de la grandeza de su destino, y con libertad, con ese  fruto del reconocimiento de la dignidad que es la libertad. ¡Que el Señor nos conceda ser instrumento y signo claro de ello!. Esa es la súplica para que el comienzo del Tercer  Milenio ponga de manifiesto la novedad perenne, siempre fresca, la presencia siempre nueva de Cristo entre nosotros.

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