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Homilía en el Jubileo de los Jóvenes

Plaza de toros de Córdoba

Fecha: 13/05/2000. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2000. Pág. 267



Queridos sacerdotes, muy queridos jóvenes:

¡Qué grande, qué hermoso es celebrar juntos la presencia de Cristo entre nosotros! ¡Qué grande y qué hermoso es estar aquí!, conscientes de que, aunque vengamos de lugares distintos, a veces muy lejanos,  aunque no os conocéis entre vosotros sólo a los del grupo con el que habéis venido, con el que vivís, con el que estáis; sin embargo, todos somos una unidad, una familia, y no hay extrañeza entre nosotros. Quizá sea eso lo que expresa esa especie de círculo que habéis ido trazando poco a poco con vuestros pañuelos cubriendo prácticamente ya todo el círculo de la plaza. Somos una sola cosa. Es Jesucristo y su amor quien nos rodea, quien nos abraza a todos y a cada uno, con ese amor absolutamente incondicional, gratuito, eternamente fiel con que sólo Dios ama.

Pues bien, el sentido de la celebración es muy sencillo, damos gracias a Dios Padre, a Dios, que sabemos que es nuestro Padre, y lo sabemos por Jesucristo, porque tenemos la experiencia de haber encontrado y haber conocido a Jesucristo. Damos gracias a Dios Padre, porque Jesucristo vivo, resucitado, está presente entre nosotros. Damos gracias a Dios Padre, porque Jesucristo hace de nosotros una sola familia, un solo pueblo de hombres y mujeres libres, de hermanos, de hijos de Dios. Damos gracias al Padre, por todas las personas a través de las cuales el conocimiento de Jesucristo y la verdad de Jesucristo han llegado hasta nosotros. Dos mil años de la presencia en el mundo de la gracia y de la misericordia de Dios, que hacen del hombre herido, roto, a oscuras, perdido, un hombre nuevo, verdadero, un pueblo nuevo hecho de todos los pueblos. Damos gracias a Dios Padre, por Jesucristo que vive, y a Quien nosotros, no porque seamos buenos, no porque seamos mejores que nadie, hemos tenido la gracia de conocer.

Mis queridos jóvenes, Jesucristo vive y os ama a cada uno como sois, con vuestra historia, con vuestro temperamento, con vuestra debilidad, con todo el poder del amor de Dios. Y ese amor produce, genera, un cambio en la vida. Por él Te damos gracias.
Lo que Jesucristo da al hombre, lo que nos ofrece, hoy, como posibilidad para cada uno de nosotros es, ante todo, la conciencia de lo que vale vuestra vida; la conciencia de que vuestra vida, la de cada hombre y mujer, porque es amada por Jesucristo con un amor infinito, porque el Hijo de Dios ha derramado su sangre por cada uno de vosotros, tiene un valor infinito. Cada uno de vosotros, imagen de Dios,  sacramento de Dios, signo de Dios, misterio grande, sagrario de Dios, tiene un valor que no se mide por las medidas de este mundo, por las notas, por tus cualidades, o por tus éxitos, o por que seas el “number one” en el deporte que sea. Cada una de vuestras vidas vale la sangre del Hijo de Dios.

A lo mejor vosotros no comprendéis del todo porque insisto en esto. Os digo esto porque en el mundo en el que estamos se os quiere medir por cosas exteriores, por cosas que no sois vosotros. Vale quien triunfa, vale quien tiene un apellido, o dinero, o éxito, o un futuro profesional, o una posición social grande. ¡No!, todo eso son las mentiras del mundo. No os dejéis engañar por ellas.

Quien ha tenido la experiencia de un amor sabe que un amor hace siempre grande la vida cuando es verdadero. La experiencia del encuentro con el amor de Jesucristo hace de cada hombre un hijo de Dios, o si queréis un rey, alguien cuya vida adquiere precisamente la conciencia de que tiene un valor infinito, cuya dignidad no os puede dar ni arrebatar nadie, porque nadie puede arrebatársela a Dios. Y es Él la fuente de esa dignidad de  toda vida humana, desde que un niño es concebido en el seno de su madre, hasta su muerte natural. Toda vida humana tiene un valor sagrado, infinito, que no depende de la sociedad, de cómo la valore el mercado, de cómo la juzguen los hombres; sólo depende de que Dios mira esa vida con un amor único, le da una vocación única, la ha creado porque la ama por sí misma. Dios os ama a cada uno de vosotros, y no por lo que Dios pueda sacar de vosotros, sino por vosotros mismos.

Damos gracias al Padre por Jesucristo, porque Jesucristo es la fuente verdadera de la dignidad humana, de la libertad, de la esperanza que no defrauda, de la vida plena, gozosa, llena de sentido que permite comprender la vida: el dolor, la amistad, la muerte, el nacer, el destino de cada uno.

Repito que os digo estas cosas porque, sin que vosotros os deis cuenta, es muy fácil venderse como esclavo, es muy fácil que la mentalidad que domina en nuestro ambiente os haga pensar que no valéis nada el día que no sois el número uno; que si no sois una gran estrella, vuestra vida no merece la pena; que si no triunfáis en lo que os proponéis y en lo que hacéis…, para qué luchar por vuestra vida, mejor que os la resuelva el mundo, que os la resuelva el poder, que os digan los demás lo que tenéis que hacer. No os conforméis nunca con esas medidas parciales que no satisfacen a las exigencias de vuestro corazón, a las exigencias de verdad que hay en vosotros. No os conforméis nunca con propuestas de felicidad que son sucedáneas, a bajo precio, de alegría falsa que nacen de la mentira. No os dejéis seducir por esas propuestas que os invitan, simplemente, a consumir sin límites, mientras tengáis posibilidades, a usar irresponsablemente del alcohol, del sexo, como si ahí hubiera una respuesta para vuestro corazón; vosotros sabéis que no la hay. El amor verdadero es demasiado grande como para que pueda equipararse a esas propuestas fáciles. Vuestra vida, la de cada uno de vosotros, es demasiado preciosa para que pueda satisfacerse con algo tan vanal.

Mis queridos jóvenes, amad vuestra vida. Jesucristo ha venido para que podáis amar y apreciar vuestra vida, gustarla; para que podáis daros cuenta de que vuestra vida, independientemente de los juicios, o de los valores del mundo, es amada con un amor infinito. Y eso sucede cuando, no es un discurso que me oís a mí, sino una experiencia que uno ha tenido, aunque sea tan frágil como la llama de ese cirio pascual, y tan pequeña en medio de la noche. Pero cuando uno ha tenido un atisbo, un comienzo, un inicio de esa experiencia, un punto de luz en medio de la confusión en la que tantas veces estáis, en el sin sentido en el que tantas veces os encontráis, cuando hay esa luz, seguidla, buscadla, pedidle al Señor que crezca.

Y no estoy hablando de cosas que suceden más allá de las nubes. ¿Cuántos de los que estáis aquí no habéis hecho todavía el C.O.U. o lo estáis haciendo?, levantad la mano para que yo me haga una idea. La inmensa mayoría. ¿Cuántos estáis en la universidad? Unos poquitos, muchos menos. Bueno. ¿Cuántos estáis trabajando?. Los que estáis trabajando sois los enchufados, pero dejadme que me dirija un momento a los que no habéis hecho todavía el C.O.U. y estáis estudiando. Un montón de veces, cuando yo me encuentro con vosotros, o con vuestros grupos en la confirmación, os pregunto qué vais a hacer, qué te gustaría hacer cuando pases la “bono-loto”, la selectividad quiero decir. Y la mayoría de las veces, chicos y chicas como vosotros, o a lo mejor alguno de vosotros, me habéis dicho: “no lo sé, no quiero pensar en ello”. Os equivocáis, eso ya es rendirse, eso ya es empezar a pensar que la vida no vale, que en el fondo te la hacen otros, y tú no tienes más que pasivamente dejar que te la hagan y resignarte a lo que pase. Eso es renunciar a la libertad ya con trece, con catorce, con quince años. Y  me diréis: “sí, pero y si me ilusiono y luego no me sale”. Si te ilusionas, si hay algo que tú te das cuenta que haces bien, que te gusta dibujar, o que te gusta la historia, o que te gusta la literatura, métete por ahí, desea llegar hasta donde puedas por ahí, disfruta con aquello que te gusta, trabaja por ello. Tienes muchas más posibilidades de que te toque si has luchado, que si ya con trece, o catorce años estás esperando a ver qué te cae del cielo. Y si luego no te sale no pasa nada, porque “que te quiten lo bailao”. Si te gusta  la literatura y resulta que tienes que terminar haciendo, ¡qué sé yo!, enfermería, o trabajando de barrendero, da igual, pero si aquello te gusta y has luchado por ello, leerás por las noches, buscarás ratos..., y ¡sabe Dios!. Por lo menos pones tu atención en algo que te permite trabajar por ello, y que tú has elegido siguiendo a tu corazón. Es nada más que un ejemplo, podría poner miles, de cómo os rendís de ante mano a un ambiente en el que se os dice: “no, tu vida no vale, ya te la compraremos, ya te diremos cuál “el precio”.

Lo primero que sucede en un corazón, en una vida, cuando uno encuentra a Jesucristo, es que la vida vale porque soy amado, que mi persona vale porque hay alguien que me ama; y eso significa el comienzo de la libertad. Cuando uno encuentra a Jesucristo, uno se hace protagonista de su propia vida, de un modo que no ha sucedido nunca en la historia más que allí donde Cristo está. Esta sociedad nuestra, con todas sus lagunas y sus agujeros, pero donde las personas, y sus derechos son, al menos oficialmente, reconocidos; donde una persona tiene una dignidad; donde hay una libertad; donde los gobernantes no están llamados a ser los amos, sólo es posible en un mundo cristiano. No ha existido nunca ninguna sociedad así en la historia fuera del ámbito cristiano. Cuando uno encuentra a Jesucristo, uno se da cuenta del valor intrínseco de cada persona, en primer lugar de la propia vida, y se hace protagonista de la vida.

Quién hubiera conocido, ni siquiera de nombre, a una muchacha de quince años quizás, de un pueblecito, de un rincón de Imperio romano que se llamaba Nazaret, una aldea que no llegaba, en aquella época, a doscientos habitantes. Quién hubiera guardado ni siquiera la memoria de aquella mujer, si aquella mujer no hubiera dicho “sí” al designio bueno de Dios para ella. La conocieron doce y aquel grupo de mujeres y de discípulos que estaba junto a Jesús, y luego otros, y otros, y otros. Y hoy, dos mil años después, en la otra punta del mundo, nosotros la seguimos amando y venerando como nuestra madre, y proclamando bienaventurada.
La vida de un hombre se desvanece, literalmente se diluye en la historia, si Cristo no está. Pero cuando uno acoge a Cristo, uno se hace protagonista de la vida de un modo en el que todo es posible, toda creatividad, toda explosión de gratuidad, de vida, de amor es posible. Es el amor el que mueve la historia, no el poder, ni las envidias, digan los políticos y los filósofos lo que quieran. Es el amor quien mueve la historia, porque no hay motor más grande de la historia que un niño recién nacido. Y cuando uno ha encontrado el amor de Jesucristo es que la vida se llena de color, es que nuestra noche se hace luz, es que vivir es otra cosa: trabajar, estudiar, celebrar un cumpleaños, divertirse, irse de excursión, celebrar una fiesta, enamorarse, bailar, casarse, fundar una familia. ¡Todo tiene sentido!, aunque yo sea frágil, aunque meta la pata. Cuando yo he encontrado ese amor siempre la vida se puede reconstruir, porque ese amor no me falta. Algunas de las personas más grandes del Evangelio habían metido la pata, muchos, uno de los que moría junto a Jesús había sido homicida, había matado a otras personas, pero encontró a Cristo, reconoció a Cristo y recibió de Él la promesa más grande.

El  bien más grande en la vida es haber encontrado ese amor que no falla, esa persona viva, ante la cual se juega mi propia vida, porque se juega mi esperanza, mi alegría. Cristo ha venido para que vosotros podáis vivir con una alegría que no hay droga en el mundo capaz de fabricar, porque esas alegrías son falsas, esas alegrías me sacan de la realidad. Mientras que el encuentro con Cristo genera en mi corazón una energía que me hace amar la realidad, que me hace meterme en ella, con todas mis manos, aunque me pringue, aunque me equivoque, pero me hace vivir, me hace respirar.

Cristo no ha venido para complicaros la vida, mis queridos jóvenes. Cristo ha venido para que vuestro corazón respire. ¡Ojalá vuestras canciones, ojalá nuestro estar juntos pueda ser cada vez más una expresión más nítida, más explícita de la alegría que nuestro corazón respira!, pero de que nuestro corazón respira no esta tarde, siempre, porque hemos encontrado a Jesucristo. Y porque he encontrado a Jesucristo yo sé quién soy, y porque sé quién soy, sé también quién eres tú, y por ejemplo puedo decirte “te quiero” con una verdad, con una hondura, con una seriedad, con un afecto, de un modo que no se puede decir cuando uno no ha encontrado la fuente de todo amor. A lo mejor muchos de vosotros, ciertamente muchos de vuestros amigos, piensan: “a la Iglesia no le gusta esto del amor, no le gusta porque cada vez que habla del amor es para poner dificultades”. Otra mentira. A Jesucristo, a Dios ¡le gusta tanto vuestro amor!. ¡Es tan precioso el amor de un hombre y una mujer, es algo tan grande, tan valioso! que  no se juega a las canicas en la plaza del pueblo con una cosa así. Lo que hace la Iglesia es cuidarlo. Yo os aseguro que cuando uno encuentra a Jesucristo puede decir “te quiero” con una verdad y con un afecto que es imposible imaginarse, a menos que uno tenga la experiencia del amor infinito del que uno mismo es objeto. Y Jesucristo ha venido para que podáis decir a vuestra novia, o a vuestro novio, a vuestros padres, a vuestros hijos “te quiero” con toda verdad. Porque ese “te quiero” es un signo, casi como si nosotros le prestáramos a  Dios nuestro cuerpo, nuestras manos, nuestros ojos, nuestro corazón.

Esa es la vida que Jesucristo hace posible, y esa es la vida que yo, que os quiero muy poquito porque mi corazón es muy pequeño al lado del de Jesucristo, pero os quiero con toda mi alma, quisiera que pudierais vivir, vosotros que ya lo habéis encontrado, y muchos amigos vuestros. Decía el Evangelio: “tengo otras muchas ovejas que no están en este redil”. El único modo de que ellos puedan participar en ese gran círculo de pañuelos es que puedan encontrar en vuestros rostros, en vuestros ojos,  en vuestra vida esa alegría que uno no puede comprar. Y que no hay multinacional, ni Bill Gates, ni Microsoft, ni nadie, ni el Pentágono, capaz de publicar una fórmula para una humanidad así, absolutamente imposible, no hay la fórmula, sólo hay la gracia. Y cuando uno la encuentra sabe que esa gracia vale más que la vida, porque es la que llena de color y de sentido todo; es la que hace que la vida no sea una noche, que la vida no sea esa losa que tantos de vosotros experimentáis cada mañana: “un día más, a levantarse, ¡qué rollo, qué pesadez!, ¡bueno, a ver si pasa algo!”. ¡No, la vida no es esto!. Jesucristo no nos ha dado la vida para esto, Dios no nos ha dado la vida para esto. Nos la ha dado para que toda la expresividad y  la riqueza que hay en cada uno de vuestros corazones pueda expresarse, florecer, multiplicarse, llenar de gusto, de buen sabor el mundo, del buen sabor de un amor verdadero que se extiende como el aceite. Y que es la verdad, la única verdad sobre la que se puede construir un mundo humano. Jesucristo es la única verdad sobre la que se puede construir un mundo donde las relaciones humanas sean verdaderas, donde cada persona no sea vista como un competidor, o como un posible adversario, o como un posible enemigo, porque es de otra lengua, o porque tenga otro acento, o porque sea de otro pueblo, o porque piense de otro modo, o porque rece a otro Dios; sino donde uno puede reconocer, justo porque ha conocido a Jesucristo, en cada rostro humano la imagen sagrada, el misterio grande del Dios que en este momento me está dando la vida, porque me ama.

Sólo una cosa más que tiene que ver con el Jubileo, y que tiene que ver con nuestra acción de gracias esta tarde, y que yo no quiero perder la ocasión de deciros. Cómo encuentra uno a Jesucristo, cómo lo encuentra uno cuando le ha perdido, o cuando no lo ha encontrado, o cuando el encuentro ese ha sido medio falso, medio no sé qué, pero mi vida no encuentra esa energía. Vivid con los ojos abiertos, mis queridos jóvenes. Y mirad dónde podéis encontrar una humanidad  así; donde encontráis, donde podéis reconocer una persona de fe, que no es una persona que no tenga defectos, porque es de carne y hueso, pero en la que uno puede reconocer a Jesucristo vivo, en la que uno puede reconocer esa humanidad. Estad atentos, y cuando tengáis cerca a una persona, seguro que la tenéis, yo conozco a muchas, en muchas de vuestras parroquias, o grupos, o colegios, acercaros. Seguro que en vuestro grupo, comunidad, realidad de Iglesia, hay alguna persona: preguntadle, acercaos, buscad su compañía. Si es una persona de fe, seguramente te abrirá los brazos. Y a lo mejor no te puede dar las receta que te evita a ti afrontar tu problema, que es lo que muchas veces buscamos, buscamos quién me evite a mí, quién me retire a mí las circunstancias difíciles que tengo, para que yo no tenga que ser libre, para que yo no tenga que afrontar una dificultad, y generalmente crecer con ella. Pero si te puede dar la mano, si te puede tender y ofrecer su compañía, si te puede decir: “estoy a tu lado, vamos a seguir caminando, Dios no nos va a dejar”, tienes un tesoro. Y la vida crece así; y a Jesucristo se le encuentra así; y la fe crece así; y la fe madura así, simplemente de esa manera tan sencilla, tan humana; porque uno tiene al lado personas en las que resplandece el amor de Cristo, y junto a las cuales uno crece. Si os he dicho que el primer fruto de la redención es justamente esa conciencia de la dignidad, el signo de que Jesucristo está en un sitio es que uno crece estando en ese sitio. Y el signo de que Jesucristo no está es que uno se empequeñece estando allí. Y Jesucristo no quiere que os empequeñezcáis, Jesucristo no quiere esclavos, no quiere siervos, Jesucristo quiere hijos, hombres libres, capaces de afrontar el mundo entero, el poder y la mentira de este mundo, hombres consistentes, que sufren, cuyo corazón tiembla, pero que son libres, y no están solos.

Dios mío, tenemos tantas razones para dar gracias por Jesucristo, tantas razones para dar gracias por su vida, por su gracia, por su misericordia, por su amor. Eso es exactamente lo que hacemos esta tarde. Y si hubiera que hacer una súplica, junto a esa acción de gracias: “Señor que no me falten cerca los amigos en los que yo pueda reconocerte a Ti, y reconocer tu amor por mí, y tu misericordia, y tu gracia”.

Vamos a proclamar nuestra fe en Jesucristo y a continuar, justamente con esta acción de gracias grande. Nos ponemos de pie para empezar la profesión de fe.

***

Terminamos con la bendición. Pero antes de terminar quiero deciros que, quienes podemos vivir con la conciencia de que estamos unidos a Cristo, de que Cristo vive en nosotros, no nos despedimos nunca, no nos separamos nunca, ni siquiera en la muerte; porque el amor que nos ha creado y nos sostiene, ya ha vencido a la muerte. E invocamos en cada eucaristía a los santos, y suplicamos por nuestros hermanos que duermen ya en la esperanza de la resurrección, porque todos juntos formamos la única Iglesia, el único pueblo, el único cuerpo redimido por Cristo, también, ellos con nosotros, y nosotros con ellos. Por lo tanto no nos vamos a despedir, no nos despedimos nunca, como no estamos nunca solos.

Pero además, la celebración del Jubileo, aquí en la diócesis de Córdoba, a lo mejor puede servir de un comienzo de algo, ¡qué sé yo!. En todo caso, ya sabéis todos que estáis convocados por el vicario de Cristo, por el Papa, que por cierto hoy celebra su cumpleaños, y hoy ha beatificado en Fátima, bien cerca de aquí, a unos niños, lo que significa que la santidad, que la gracia, es para todos, basta con acogerla como la Virgen. Pero ya sabéis que el Papa nos ha convocado a todos los jóvenes, a todos los jóvenes de la edad que seamos, a la Jornada Mundial de la Juventud y a celebrar el Jubileo en Roma, en el mes de agosto. Muchos de los que estáis aquí con vuestras realidades, con vuestros colegios, con vuestro instituto religioso estaréis allí. Y los que quieran, acompañando los grupos que vayan con la delegación de juventud, pues también. Allí nos encontraremos, y allí con todos los demás jóvenes del mundo que se hayan querido unir a esa llamada del Papa, estaremos de nuevo físicamente juntos, cantando y celebrando juntos el don y la misericordia de Cristo. Pero, vayáis o no vayáis, siempre, por medio de Cristo, estamos unidos, y por lo tanto hasta siempre.

Y una última cosa. Si a algunos de vosotros, los que habéis encontrado a Jesucristo de tal modo que sabéis que es verdad lo del salmo: “tu gracia vale más que la vida”, si alguna vez en el corazón se enciende como la llamada, como el deseo de que la vida entera fuera para Él, de que Él lo sea todo, es la característica, es algo especial, pero que uno reconoce, igual que uno reconoce cuando está enamorado, uno reconoce cuando Cristo se hace como un rostro cercano en la vida, de tal manera, que me digo: “yo quiero que toda mi vida sea para Él”, donde sea. En la casa del Padre hay muchas moradas, en la Diócesis hay muchos lugares: congregaciones religiosas, monasterios, seminarios, espacios creados por el Señor para darle la vida y, sobre todo, para disfrutar de su don. Si eso sucede, si alumbra en vosotros de algún modo, aunque sea en unos pocos de los que estáis aquí, merece la pena que estemos todos de pie para saberlo. ¡No tengáis miedo! Jesucristo no es ningún competidor de vuestra felicidad, y del proyecto de vuestra vida. Jesucristo sólo puede hacer multiplicar vuestro corazón, y multiplicar la vida al ciento por uno, y, es poco, para decir toda la alegría que el Señor es capaz de poner en uno. ¡No le tengáis nunca miedo!, tened miedo a lo que queráis, menos a Dios y a Jesucristo.

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