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Homilía en el Jubileo General de la Diócesis

Plaza de toros de Córdoba

Fecha: 14/05/2000. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2000. Pág. 277



Queridos sacerdotes, seminaristas, religiosos, religiosas, querido pueblo santo de Dios:

Hoy estamos aquí, y el modo mismo de nuestra presencia, y el hecho de estar, proclama que Cristo vive, proclama que Cristo ha resucitado. Y todos nosotros, somos testigos de ello. Nadie habéis venido por curiosidad. No os ha convocado una organización humana. Os ha convocado Jesucristo: a quien conocéis, a quien amáis, con toda la fragilidad que los hombres tenemos, pero a quien amáis. Os ha convocado Jesucristo, que sabéis que os ama, y sino, nadie estaríamos aquí.

Somos testigos, y no sólo esta tarde, del cambio que Él genera en nuestra vida, del don de la fe, de la esperanza y del amor que su Espíritu Santo significa en nuestra vida, en nuestra experiencia humana. Somos testigos de la libertad, de la alegría, de la verdad que el don del espíritu de Cristo pone en nosotros, en nuestra carne mortal, frágil, pecadora; pero en la que Cristo, y el amor de Cristo, vence.

Hemos cantado: “Dad gracias al Señor porque es bueno, porque su misericordia es eterna”. Fiel, eternamente fiel. Su misericordia por el hombre, su criatura, inmensamente amada… La vida de cada hombre, de cada mujer, de cada persona humana es inmensamente querida por Dios. Es Cristo vivo quien genera en nosotros, quien sostiene en nosotros la vida. Su misericordia es eterna porque algo que comenzó en un pueblecito lejanísimo, perdido en el mundo, cuyo nombre no se conocería casi, de no ser por el Evangelio, nos convoca dos mil años después para dar gracias, y no para recordar un pasado que les ha sucedido a otros, sino para dar gracias por un don presente, por un hecho presente, por una luz y una vida presentes, que sostiene la esperanza de nuestro corazón, que sostiene la vida sobre la verdad del hombre que hemos conocido en Jesucristo, junto con la verdad de que Dios es nuestro Padre, nuestro Creador, nuestra meta, el Fin, el Hogar, la Casa de donde venimos y a la que se encamina nuestra vida.

Damos gracias esta tarde, como Pueblo cristiano de Córdoba, todos reunidos en este lugar que nos ayuda precisamente a sentirnos una sola realidad, un solo cuerpo; damos gracias al Padre por Jesucristo y por el don de su Espíritu; damos gracias al Padre por el bien que Jesucristo representa en nuestra vida, por el gozo y la esperanza que Él aporta a nuestra vida; damos gracias porque nos ha unido en su Cuerpo, porque nos ha hecho hermanos unos de otros, servidores unos de otros. Mi querida, mi queridísima Diócesis de Córdoba, sois un pueblo de santos. Y yo sé que vosotros, como yo, como los sacerdotes, somos muy conscientes de nuestra fragilidad; de lo mal que respondemos y de lo mal que conocemos el amor y la fidelidad de Cristo; pero no somos un pueblo de santos porque estemos llenos de cualidades, somos un pueblo de santos porque Cristo está entre nosotros, porque Cristo está en nosotros, vive en nosotros, y su amor, que es lo único que puede sostener al hombre en la esperanza, no nos falta, ni le falta al mundo, gracias a que estáis vosotros; sois un pueblo, somos un pueblo de santos.

Y os aseguro que no hay nada, yo no conozco ninguna realidad sobre la tierra tan bella como nuestra comunión en torno a Cristo, y no existe nada tan bello, tan humano. Tan humano y tan sobrenatural al mismo tiempo, tan milagroso y tan sencillo a la vez, tan don de Dios y tan rebosante de humanidad verdadera. No conozco nada como esta comunión que Cristo hace por su espíritu, y no conozco nada de donde el mundo pueda esperar su vida que no sea esta comunión que hoy celebramos nosotros visiblemente, en representación de toda la Iglesia de Córdoba, en esta tarde, en esta Eucaristía. Pues lo que sucede esta tarde, sucede igualmente, de un modo verdadero, en la Eucaristía más pequeña de un escondido convento de clausura, o de una aldea perdida en cualquiera de las colinas de nuestra sierra, o allí donde unos hombres se reúnen en torno al altar de Cristo, o adoran su Presencia Eucarística, como este año venís haciendo en diferentes parroquias, grupos, movimientos, comunidades, realidades que existen en la Iglesia, congregaciones religiosas, en nuestra Catedral, como un signo, un poco como la llama del cirio pascual arde e ilumina la noche del hombre, y nos recuerda que Cristo es la Luz; así, esas personas que diariamente adoran durante unas horas, interceden durante unas horas, algunas al mes, por todos los hombre y mujeres de Córdoba, por todas las familias de Córdoba, por toda la sociedad cordobesa, por todos los hombres y mujeres del mundo. Son como un signo, como una expresión de esta misma comunión, y de que Cristo, vive misteriosamente en el sacrificio de la Eucaristía. ”Haced esto en memoria mía. Yo estoy todos los días con vosotros hasta el fin del mundo”. Pero vive también en nuestra comunión, “donde dos o más están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos”, está el amor de Cristo.

Somos un pueblo de santos, porque Dios, que es el único Santo, nos ama, se nos ha dado y está en medio de nosotros. Pero además, hemos oído, como somos herederos de un patrimonio increíble de santidad, nos gustan nuestras iglesias bellas, construidas por nuestros padres para gloria de Jesucristo y para la vida de la gracia en los hombres: las amamos, queremos verlas embellecidas, limpias, como nuestras casas; porque la Casa de Dios es también, es sobre todo, nuestra casa, es la casa que Dios construye para nosotros; pero infinitamente más valioso y más rico que la más bella de nuestras iglesias de piedra, infinitamente más capaz de generar humanidad, es el patrimonio de santidad del que somos herederos. Quizás desde el primer siglo llegó el anuncio de Jesucristo Resucitado a Córdoba, capital por entonces de la provincia Bética, y desde entonces nunca nos han faltado, ni en los tiempos más duros, el testimonio de la fe de los santos, y especialmente de los mártires, porque son ellos quienes más visiblemente proclaman: “tu gracia, Señor, vale más que la vida”; porque la vida sin tu gracia no sería nada, ni lo más bello, ni lo más ilusionante, ni el trabajo, ni el amor, ni la familia, ni el trabajo, ni el éxito, ni el triunfo, ni la memoria de las grandes hazañas históricas, nada. Todo sería polvo sino fuera porque Tú has resucitado.

Son ellos, los mártires sobre todo, quienes testimonian que Cristo vive, y que no importa dar la vida por Cristo. No es como un holocausto, un sacrificio del que uno luego pasa recibo, sino que dar la vida por Cristo es ganarlo todo, es ganar al que es la fuente de la Vida, la fuente del amor de los novios y de los esposos, la fuente de la amistad; la fuente de todo lo que de verdadero, de bueno y de grande hay en la vida humana, eres Tú Señor; dar la vida por Ti es alcanzarte a Ti, poseerte a Ti, y poseerlo todo. Perderte a Ti y conservarlo todo, es en cambio perderlo todo.

Somos herederos de un patrimonio de santidad, es decir, de humanidad verdadera, inmensa. Es el “Cristo, ayer,” que no ha dejado de ser un presente vivo en la historia de Córdoba como hemos escuchado preciosamente antes. Y nosotros, hoy, celebramos “el Cristo hoy”, Cristo como Don para nosotros, Cristo como fuente de vida para nosotros, como fuente de esperanza para nosotros.

Me doy cuenta de que en los tremendos cambios culturales, quizás poco comparables a otros cambios de los que tenemos noticia histórica, en los siglos, en estos veinte siglos quizás, probablemente muchos cristianos, sobre todo en las generaciones más mayores, y a lo mejor hasta religiosos o sacerdotes, habéis podido tener la tentación de pensar: “tal vez esto será un residuo cultural, tal vez eso era de una época, y ahora el mundo cambia y habrá que poner la esperanza en otras cosas”.

¿Me dejáis que os diga que una de las cosas que más me conmueven, es ver cómo el pueblo, y en general el pueblo más sencillo, ha guardado, ha sostenido, la verdad de la esperanza de Cristo, justo en esos años difíciles? Lo mismo ha pasado siempre en el “ayer de Cristo”, en nuestra historia cristiana, de la que no tenemos que avergonzarnos, aunque cuando la escriban otros sólo se subraye lo que hay en ella de debilidad humana. En nuestra historia cristiana hemos recordado los nombres más grandes, los que la Iglesia entera ha reconocido como ejemplos de santidad, ejemplos de humanidad vivificada por el Espíritu de Cristo, pero siempre ha habido un pueblo que nadie podía contar, de padres y madres de familia, de chicos y chicas, de niños y niñas, cuya vida proclamaba, cuyo rostro proclamaba, aunque estuvieran jugando o haciendo cualquier otra cosa o trabajando o durmiendo: que la vida es de Cristo, y que sólo cuando la vida es de Cristo, uno es plenamente libre, sólo cuando el hombre es de Cristo, sólo cuando Cristo es reconocido como Señor, los hombres escapamos de otras esclavitudes; lo mismo sucede hoy, la experiencia de nuestra Iglesia, yo los conozco. Yo le doy gracias a Dios -no le doy bastantes, os lo aseguro, no tendría el día horas para darle gracias, ni poder ni inteligencia mi boca para darle gracias- por los testimonios de santidad, de vida, de fe y de esperanza que yo he conocido como Pastor vuestro, en vuestras parroquias, en todos los estratos sociales; y uno se encuentra con rostros que proclaman la fe, y que no la proclaman cuando es fácil proclamarla y no cuesta nada, sino cuando, una hija de tres años está enferma con un cáncer de riñón, o cuando uno está ante el rostro espantoso de la muerte, y uno reconoce la fe, reconoce: Señor, sólo Tú, eres capaz de generar una humanidad así. No hay poder humano, no hay energía humana, no hay voluntad humana capaz de hacer un pueblo así, y ese pueblo existe, y ese pueblo es un testimonio de que Cristo vive: sois vosotros, los conocéis, los tenéis a vuestro lado.

Yo sé, soy perfectamente consciente también de todos los signos de eso que el Santo Padre llama “la cultura de la muerte”, que nos amenaza, que están también perfectamente visibles, de los que muchas veces ni siquiera somos del todo conscientes. Soy consciente del riesgo que corre nuestra sociedad, nuestra humanidad en este momento de la historia, en el que el desarrollo técnico pone en nuestras manos unos medios de capacidad inmensa, de poder de unos hombres sobre otros. Nunca la esclavitud ha sido tan fácil, nunca el poder ha podido abusar tanto de la dignidad humana, aunque las dictaduras sean de seda, porque los medios de controlar la opinión, el conocimiento, el saber, son inmensos.

Y esos medios humillan al hombre cuando humillan la verdad de la dignidad de toda persona humana al margen de su papel en los procesos de producción económica; se humilla al hombre cuando se vilipendia ese altar que es el lecho matrimonial, ese altar de Dios, del amor de Dios, cuando se vilipendia el matrimonio y se hace burla de él. Se humilla al hombre cuando se invita a una sociedad a esterilizarse sin motivos, cuando a las mujeres se les invita, en ese santuario de la vida que deberían ser los hospitales, a hacerse su ligadura de trompas, a renunciar a tener hijos y quitarse así problemas. Se humilla a un pueblo, se destruye lo más sagrado, que es la vida, de la que sólo Dios dispone, porque sólo Dios no la quita, la da, y para siempre. Se humilla a un pueblo cuando se deterioran las relaciones entre los padres y los hijos, cuando se ridiculiza la familia. La familia es la realidad que Córdoba ha protegido, que el pueblo cristiano cordobés ha protegido, con una intuición perfecta de que era realmente el centro y el lugar donde la presencia de Cristo, y el amor verdadero, y la humanidad humana podía mantenerse, a pesar de todas las dificultades: dificultades de la evolución social, de los cambios de trabajo, de la inmigración, de tantas cosas. Que Córdoba siga siendo el lugar de España, lo era hace algunos años al menos, donde la demografía, bajísima como en todas partes, es la más sana de España, indica algo a cerca de la fe y de la dignidad y del sentido de la dignidad de un pueblo.

Soy consciente de que se humilla a un pueblo cuando se deterioran las relaciones laborales, cuando se deteriora sobre todo a todos los niveles humanos, y en todas las capas sociales, la auténtica relación del hombre con el trabajo, donde el trabajo es para el hombre, y no el hombre para los sistemas de producción, donde el trabajo es para que el hombre se pueda expresar, donde todo trabajo es tratado con respeto y con dignidad. Se deteriora, se humilla a un pueblo, se genera cultura de muerte porque se genera resentimiento, porque se genera amargura y desesperanza cuando quien tiene posibilidad de generar puestos o de crear puestos de trabajo no arriesga porque es más cómodo enriquecerse, o cuando uno vive el trabajo de una manera injusta también en el modo de abordarlo: trabajar lo menos posible, ganar lo más posible. Y eso se da en todos. Pero cuando se nos invita en la cultura que vivimos justamente a esa relación falsa, mentirosa con el trabajo, se nos está humillando.

Lo he contado en algunos sitios, y no tengo inconveniente en contarlo esta tarde porque además me ha pasado ya varias veces. Un chico, de diecisiete o dieciocho años, a quien yo le preguntaba qué quieres ser de mayor, me dijo: yo “parao”. ¡Dios mío, como si me hubieran clavado un puñal en el alma! Cuando en un chico, a esa edad, su ilusión en la vida se reduce a recibir una subvención, está muerto, está muerta su humanidad, está destruida su humanidad por dentro, está destruida su esperanza. La vida es para construir, la vida es para crear, la vida es para vivirla como protagonista cada hombre, cada mujer. Para eso ha derramado su sangre Jesucristo. No nos damos cuenta de cuántos signos de muerte nos amenazan, y sin embargo, yo os aseguro, y esta tarde es una ocasión para afirmar eso: ¡no tenemos ninguna razón para temer!. Puedo hacer mías las palabras del Papa: “No tengáis miedo”. ¡Cristo ha vencido al mundo, y la victoria de Cristo es vuestra victoria!, la victoria de cada hombre y de cada mujer, de cada uno de nosotros; en esta comunión de la Iglesia, la humanidad renace, y por mucho mal, por mucho riesgo de muerte que haya en el mundo, esta historia empezó con una mujer, quizás de quince años, en un rincón del mundo. Basta el sí, os lo decía el primer día de entrada en la Diócesis, basta el sí más pequeño dado a Dios con sencillez de corazón, para que eso tenga una repercusión en el mundo entero. ¡No hay ninguna razón para temer!, al contrario, todas las razones del mundo, y más en esta sociedad corrompida de tantas maneras tan sutiles a veces.

Yo he señalado dos ámbitos: el de la familia y el del trabajo, y uno podría señalar probablemente todos los ámbitos de la actividad humana, y el riesgo de esa cultura de la muerte está ahí, el riesgo de esa cultura que reduce al hombre a un número está ahí; pero también está Jesucristo, y está su pueblo, que sois vosotros, si el Señor nos concede la gracia de mantenernos en comunión. Quien tiene que temer es el enemigo del hombre, quien tiene que temer es Satán, que quiere la muerte del hombre; quien está amenazado de muerte es Satán, porque nosotros ¡hemos conocido la Vida!

El Señor, que se nos da, que lo vamos a recibir dentro de un momento, nos llama a ser testigos de esa vida y de esa cultura de la vida en este mundo nuestro. ¡Sedlo!, no tengáis miedo: os invito a ser testigos. Cada cristiano -hablábamos de los misioneros en el “ayer de Cristo”-, es un misionero; cada esposo, cada esposa, cada padre, cada maestro, cada hombre, cada joven, cada niño que ha conocido a Jesucristo, es ¡portador de Cristo!: cristóforo, lleva a Cristo en su vida. Eso no quiere decir que todos tengamos que hacernos predicadores, ¡no!. En el mundo en que estamos es tan evidente que una humanidad verdadera, de una honestidad consigo mismo y con la realidad, que una honestidad y una verdad en las relaciones humanas es un milagro, que basta que eso se viva para que uno esté proclamando a Jesucristo.

En el matrimonio, por ejemplo, vuestro amor es signo de Cristo. Y eso es lo que significa que el matrimonio es un sacramento. Pero en el mundo en el que estamos ese amor, que parece como la cosa más evidente, se hace patente que es un milagro. Y ese milagro está en las casas, en vuestras casas, con toda la fragilidad, con todo el sufrimiento. Lo conozco. Y cuando ese amor se vive, estáis anunciando a Jesucristo en vuestras calles, en vuestros barrios, en vuestro pueblo. No hace falta que lo anunciéis: lo anuncia vuestra libertad, lo anuncia vuestro amor. Anunciar a Jesucristo no significa tampoco ir contra nadie. El cristianismo no va nunca contra nadie, y cuando va contra alguien, cuando nuestra afirmación de la fe se hace contra alguien, estamos reduciendo la fe a una ideología, y no lo es. Nuestra afirmación de la fe y de Cristo como esperanza del hombre es una oferta, un regalo, un deseo de que todos puedan participar de nuestra alegría, pero no va contra nadie, ni se establece como juez de nadie, que no es esa nuestra misión. Dios es juez, y su Hijo nos dijo qué es lo que hace con los hijos pródigos y cómo los ama. Anunciad, pues, a Cristo con vuestras vidas, con vuestras alegrías, con vuestro amor, con vuestra esperanza; que vuestros rostros proclamen el gozo de haber encontrado la vida verdadera, y cuidad, cuidad de esa vida. Toda parroquia, toda institución en la Iglesia, todo movimiento, todo grupo, existe sólo para cuidar del hombre. Los cristianos han dicho durante siglos: la Iglesia es Madre. La Iglesia es Madre porque uno nace en su seno a una vida nueva, y la Iglesia es Madre porque cuida del crecimiento, de la vida de cada persona; porque cuida de que cada persona pueda florecer.

Cristo no ha venido para ser una carga en la vida de los hombres, todo lo contrario. Lo habéis oído decir ayer por la tarde quienes estabais con los jóvenes; me lo oiréis decir mil veces: Cristo ha venido para que el corazón respire; para que uno pueda vivir con libertad y con esperanza, y equivocarse sin temor, y vivir con la despreocupación de un niño en brazos de su madre, o con la despreocupación de las flores del campo, de las aves del cielo.
¡Cristo ha venido para hacer al hombre libre!, para hacer de cada hombre y de cada mujer un hijo, heredero de Dios, consciente de su dignidad de hijo de Dios. Y con una alegría que nada ni nadie puede arrebatarnos.

Cristo ha venido para que marido y mujer se quieran más, para que los niños crezcan con más alegría; para que nazca un pueblo de hombres libres, y un pueblo que tiene todas las puertas abiertas, como están hoy las puertas de este coso; que tiene todas las puertas abiertas a cualquier hombre que quiera acercarse, y unirse a nuestra alegría, a nuestra esperanza, y a nuestra fiesta.

Cuando se habla de anunciar a Jesucristo, cuando se nos invita a ser misioneros, portadores del anuncio de Jesucristo: ¡Este es el anuncio bueno que nosotros tenemos para el hombre!; este es el anuncio bueno que cada uno de nosotros, mientras permanecemos en la comunión de la Iglesia, somos para el hombre, y para el hombre de nuestro tiempo.

Vamos a darle gracias a Dios en esta Eucaristía. Siempre lo hacemos, cada día, y hoy, juntos, como Iglesia, como cuerpo de Cristo, como Esposa amadísima de Cristo, decimos: Señor, te damos gracias porque tu misericordia es eterna, y ha llegado a nosotros, a mí, pobre pecador, sin ningún mérito mío, me ha llegado el conocerte, y el don de la fe, y esta libertad, y esta gracia, que vale más que la vida.

***

Sólo añadir que, como María recibió a Cristo, la Iglesia recibe a Cristo. Y a nosotros se nos da hoy. Se nos ha dado en nuestro Bautismo, y hoy renovamos, en esta fiesta común, la ocasión de vivir esa vocación, la posibilidad, el privilegio, de comunicarlo al mundo. ¡No os lo perdáis!. Como ha dicho tantas veces el Santo Padre: la fe se fortalece dándola. Uno experimenta que es verdad que Dios acompaña la vida justo cuando uno lo comunica. Esto no es ninguna obligación, no es ningún deber, a no ser que entendiéramos muy bien la palabra obligación, y la palabra deber.

Cristo ha venido, ante todo, para que vosotros viváis, y para que lo disfrutéis; para que el corazón respire, decía antes. Pero uno no puede tener el corazón lleno, y no desear que amigos, familia, personas a las que uno quiere, compañeros de trabajo, no puedan participar del mismo gozo. Yo sé que soy un mal ejemplo en esto, pero no echéis sermones a los que no creen, o a los que están lejos.

El sello de la nueva evangelización es justamente el amor al hombre, a la verdad del hombre, a la vocación y al destino del hombre. Ese es el modo, que con o sin palabras, todo hombre espera, todo hombre reconoce, porque su corazón está hecho para eso. Somos portadores de Cristo, somos su cuerpo. ¿Qué significa eso? Que los hombres tienen el derecho a esperar de nosotros, el poder reconocer, aunque sea un reflejo pálido, débil, de nuevo como esa llama, un reflejo del amor de Dios por ellos. La nueva evangelización es obra y testimonio del amor apasionado por el hombre, por toda persona humana desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y por la dignidad de toda persona humana, de toda persona humana: de cualquier edad, de cualquier estatus o posición social, de cualquier condición.

Dejadme recordar unas palabras del cardenal Wyszynski, el que fue maestro del actual Papa, cuando él estaba en la cárcel. Algunos me las habéis oído porque las cito muchas veces, y a mí me sirven para recordar, para corregir la mirada, cuando necesito corregirla. Un día que los carceleros le habían tratado especialmente mal (le habían insultado, abofeteado y humillado), por la noche, escribió en el diario sólo una frase: “Los hombres, los cristianos sólo conocemos dos clases de hombre: los que son hermanos nuestros, y los que todavía no saben que lo son”.

Ahí tenéis una clave de la nueva evangelización. Que el Señor viva en nosotros de tal manera, que nuestro gozo de tener a Cristo y de estar unidos sea tan grande, que podamos rebosar ese amor hacia todo aquel que se cruza en nuestro camino; y especialmente a los más débiles, a los más pobres, a los más pecadores. ¿Me entendéis bien? A los más pecadores, a los que están más lejos de Dios, y más necesitan la única medicina que cura al hombre, que es el Amor de Dios, que es el Amor de Jesucristo. El mismo que nosotros hemos recibido.

No se trata más que de eso: de vivir la vida, de vivir el trabajo, de vivir con los vecinos, de ir a comprar en el supermercado, de celebrar un cumpleaños en casa, o de ver un partido de fútbol; y poder vivirlo con el gusto por la vida, y con el amor por cada persona humana que el Señor pone en nuestro corazón.

¡Ese es mi envío!. y ¡ojalá! todos los hombres y mujeres de Córdoba puedan encontrar la esperanza a través de nuestro trato, la esperanza que nosotros hemos encontrado, sin merecerla, por elección gratuita de Dios. Y ¡ojalá! todos los hombres y mujeres del mundo, puedan encontrar la verdad y la dignidad que brota de Jesucristo. ¡Ese es el envío! Y eso no se hace sólo en lugares y en momentos privilegiados, se hace con el gozo de vivir, con el gozo de vivir la vida, con el buen gusto de vivir un matrimonio, o una familia cristiana; o la misión de un maestro; lo que uno tiene en la vida, el trabajo, el encuentro con los compañeros. Todo, todo es ocasión de que en nuestro rostro resplandezca la alegría y la esperanza de Jesucristo. Todo es ocasión de la misión que el Señor nos da.

Dicho esto, digo también que nosotros no nos separamos nunca. Podremos estar juntos más o menos veces, en ocasiones particulares, en una parroquia, en un encuentro, las veces que el Señor nos dé. En el cielo. El cielo es esto, sólo que con los cantos más bonitos, y sin que falte nadie; y pudiendo ver ya el rostro de Dios ya sin velos. Pero el cielo es esto: es un anticipo, como todo amor verdadero vuestro es un anticipo.

Pero los cristianos no nos despedimos nunca. Esto se acaba. Y no acaba simplemente, no sólo porque no haya acabado el Jubileo, sino porque estamos siempre unidos en la Eucaristía. ¿No recordáis que en la plegaria eucarística hacemos siempre memoria de los santos y memoria de los difuntos? Porque la Iglesia la formamos todos los redimidos por Cristo, pues allí están todos. Viudas, allí están vuestros esposos difuntos. Estáis con ellos junto al Señor, y cuanto más cerca estéis del Señor, más cerca estaréis de ellos, y ellos de vosotras. Que esta vida es una peregrinación, nada más. Y esto es una etapa del camino.

No nos separamos nunca. Si vivimos bien la Eucaristía, allí estamos todos unidos en un único cuerpo. No hay un Cuerpo de Cristo para cada uno: hay un solo Cuerpo de Cristo al que nos incorporamos todos cuando recibimos la comunión. Por lo tanto, no nos separamos, no hay lugar para la nostalgia. En ese Cuerpo de Cristo estamos todos formando una sola cosa, unidos por unos lazos más fuertes que los lazos de la carne, de la familia, del parentesco; del ser del mismo pueblo, o de la misma tierra, o de pensar lo mismo, o de ser amigos. Son lazos más grandes, somos los unos parte de los otros, miembros de los otros dice San Pablo.

De todas maneras, vamos a tener todavía ocasiones de vernos. El Jubileo no termina con esta Eucaristía. Celebrad el día del Corpus en los pueblos y en las parroquias, también como un signo visible en este año. Es una fiesta grande, especialmente grande porque es celebrar cómo Cristo nos acompaña en la vida. Y aquí, quienes estáis aquí, en la ciudad, y quienes queráis venir, sin que eso reste nada a las procesiones del Corpus en vuestras parroquias, también proclamaremos que Cristo es nuestra compañía, como Dios acompañaba al pueblo de Israel en el desierto. Y en la Vigilia de Pentecostés nos volveremos a encontrar para celebrar ese don del Espíritu que vivifica nuestros cuerpos mortales y llena de gusto la realidad y la vida. Y luego están las celebraciones de los Arciprestazgos, que haremos en la segunda parte del año, y nos volveremos a encontrar, si Dios quiere. Y las peregrinaciones: a Tierra Santa en Julio, para los que queráis o podáis; los jóvenes: a veces me dicen los jóvenes: “es que mis padres no me dejan”. No tengáis miedo los padres de que los chicos vayan a la peregrinación. ¡Ojalá los tuvierais en otras partes tan seguros y tan cuidados como están allí por el Señor!. Y luego hay un Encuentro el quince de Octubre del Santo Padre con las familias. De ese todavía no ha salido la propaganda, pero también quienes queráis en aquella ocasión acercaros a ganar el jubileo y a celebrarlo con el Santo Padre en Roma, pues bienvenidos. Y luego hay, y os lo digo, yo sé que unos cuantos o bastantes estáis ya a lo mejor suscritos, pero hay un pequeñísimo instrumento que nos puede servir como lazo de comunión entre tiempo, que es la revista diocesana, “Primer Día”. Quienes estáis suscritos, gracias; quienes no la conocéis, va a haber unas mesas en la salida donde podéis acercaros, y si tenéis interés, suscribiros. Los sacerdotes, facilitad lo que podáis su distribución en vuestras parroquias, o en las comunidades, o en los colegios, donde estéis. Es un modo de saber los unos de los otros. Y cuando uno se quiere bien, quiere saber lo que pasa con los demás, lo que se está haciendo, lo que estamos viviendo juntos; y quiere ser un instrumento de comunión y de que crezca la esperanza en Jesucristo.

Seguramente me dejo más cosas, quizás, sí, claro que sí. Tengo que dar las gracias, en realidad os la tengo que dar a todos, a todos y cada uno; pero hay personas que, para que estos días pudieran ser la fiesta tan hermosa que han sido, han puesto mucho esfuerzo, mucha energía; son muchas, muchas, no voy a nombrar a ninguna; pero que sepáis que hay una gratitud inmensa en nombre de Cristo en mi corazón; desde los propietarios de la plaza que nos han dejado poder utilizarla, hasta los que han hecho posibles los más pequeños detalles: los que han cortado los pañuelos de los niños, que sé yo; los que han preparado la Liturgia: los folletos, los cantos; los Coros que nos ha ayudado a percibir más la belleza de estar juntos y de que el Señor esté con nosotros; todos, todos, los sacerdotes que habéis estimulado y habéis ayudado a vuestra gente a venir; los que habéis preparado cualquier cosa; los que habéis orado para que no lloviera este fin de semana (ha habido quien llevó cuatro docenas de huevos a Santa Clara, una por cada celebración, y las religiosas de clausura le dijeron: “y ¿cómo se llama el novio?”, y dijo: “no, si no hay novio, si es por las celebraciones del Jubileo, para que no llueva”). Sé que sois muchísimos los que habéis orado para que el Señor bendijera estos encuentros. Todos, todos, gracias en el nombre de Cristo.

Os doy la bendición.

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