Carta Pastoral en torno al Día del Seminario
Fecha: 19/03/2000. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2000. Pág. 301
19 de marzo del año 2000.
Queridos hermanos:
Se acerca el día del Seminario, en el que, también en este Año Jubilar, queremos recordar la custodia que ejerció San José sobre la Familia de Nazaret. Nadie como él estuvo en contacto cotidiano con el Misterio “escondido desde los siglos” (Cl 1, 26), y revelado en la Encarnación del Verbo. A él le correspondió la misión de cuidar de aquella realidad humana -la Sagrada Familia-, en la que moraba la esperanza de los hombres. Y a esa misión consagró toda su vida, lo que le valió el nombre de “varón justo”. Por ello la Iglesia le propone como modelo para los que se preparan al sacerdocio, cuya misión será precisamente la de cuidar en la tierra de la familia de Dios, la Iglesia. Como San José, los sacerdotes han de consagrar su vida a servir la realidad más bella que hay sobre la tierra: esa humanidad en la que Cristo vive misteriosamente, sacramento de la redención del mundo. Esa misión es la que se propone hoy a cada seminarista como camino de verdadera realización humana, como fuente inagotable de libertad y de alegría.
El amor de Dios por el hombre que se manifestaba en la Encarnación del Verbo culminó en la entrega pascual de Cristo: “amándonos hasta el extremo” (Jn 13, 1), el Hijo de Dios ha compartido con el hombre todo, hasta la soledad del sepulcro, para darle vida mediante la resurrección y el don de su Santo Espíritu. Y para que la fuerza salvadora de ese acontecimiento único, en el que Dios se unía a su criatura, llegase a los hombres de todas las generaciones, quiso dejarnos para siempre la prenda de su amor: la Eucaristía, que renueva misteriosamente la redención, y ofrece a quienes lo reciben con fe el mismo fruto del árbol de la cruz: Cristo, camino, verdad y vida de los hombres (Jn 14, 6).
En el misterio pascual, al revelarse el amor infinito de Dios por el hombre, se revela también el verdadero destino del hombre. Ese destino es la participación en la vida de Dios, porque toda carne ha sido, en cierto modo, abrazada por el Hijo de Dios en la que recibió de las entrañas purísimas de la Virgen. La Iglesia es el sacramento -signo eficaz- de esta unión esponsal de Dios con los hombres, de esta alianza eterna en la sangre derramada de Cristo. Y en la sacramentalidad de la Iglesia, que tiene su fuente, su centro y su culmen en el misterio eucarístico, Cristo está siempre presente, acompañando a los hombres, compartiendo los gozos y el sufrimiento de toda la humanidad, invitando a todos a acoger el Amor que salva la vida.
“Haced esto en conmemoración mía” (1 Cor 11, 26; Lc 22, 19). Estas palabras de Jesús, en el momento de entregar su vida por los hombres y de instituir el sacramento de la Eucaristía, vinculan para siempre tres realidades: el don de Sí mismo que Cristo hace a los hombres en la cruz; la Eucaristía, donde ese don se renueva constantemente; y el sacerdocio, que reciben los obispos por la sucesión apostólica, y del que participan los presbíteros. El mismo Cristo ha querido, pues, prolongar en la historia su entrega total a los hombres mediante la Eucaristía, y vincular ese don a un modo de presencia “personal”, el ministerio sacerdotal. Sin Eucaristía, en efecto, no hay Iglesia, porque la Iglesia “vive”, literalmente, del don de Cristo en la Eucaristía. Pero la Eucaristía no se da sin el sacerdocio cristiano. Así lo ha enseñado siempre la Tradición, que recoge el Catecismo de la Iglesia Católica: “Sólo los sacerdotes válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor” (n° 1411).
“Haced esto en conmemoración mía”. Esa conmemoración no es un simple “recuerdo”, sino un gesto que hace presente en la Eucaristía al mismo Cristo, y que actualiza su entrega salvadora en la cruz (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1363-4). El sacerdote hace ese gesto, y repite esas palabras del Señor en nombre de Cristo, actuando “en la persona de Cristo” (Concilio Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y la vida de los Presbíteros, 13). En realidad, es Cristo quien en ese momento actúa en él. Es Cristo quien se apropia de la humanidad del sacerdote por la imposición de las manos, y es a esa disponibilidad plena para Cristo y para su obra redentora a lo que ha de tender toda la formación de los seminaristas. En el sí libre y conscientemente dado a esa apropiación consiste toda la respuesta a la vocación sacerdotal.
“Haced esto en conmemoración mía”. Estas palabras, que Cristo dice, y que dice a la vez el sacerdote como suyas, contienen toda la verdad a la que ha de conformarse la vida del sacerdote, son su “escuela”, la referencia de toda su vida sacerdotal. El mandato de Cristo no se refiere sólo al hecho de repetirlas, sino al don que Cristo hace de su vida por la vida de los hombres. Como Cristo, el sacerdote ha de “ofrecerse” por la verdad y la vida de los hombres, dispuesto a “entregar su cuerpo” y a “derramar su sangre” por “todos los hombres”, “para el perdón de los pecados”. Su vida entera ha de ser expresión de esa “alianza nueva y eterna” de Cristo con el destino del hombre, hecha del don de Sí mismo. Cuando un sacerdote vive así, su ministerio nace verdaderamente de la Eucaristía. Y entonces su persona proclama, en todo lo que hace, la verdad viva del Evangelio: que Cristo, el Hijo de Dios está en medio de nosotros.
A través de su ministerio pastoral, y en comunión con su obispo, los sacerdotes santifican así nuestras parroquias y comunidades, y sostienen la misión de acercar a Cristo a los hombres, que corresponde a toda la Iglesia. Su labor es cuidar al Pueblo de Dios -como San José a la Sagrada Familia-, y facilitar el trabajo misionero, para que el Reino de Dios se extienda entre nosotros, y llegue a los confines del mundo. Pero esta preciosa e ingente tarea necesita obreros. Los necesita la Iglesia y los necesita el mundo, que tiene necesidad de encontrar a Cristo. Aunque puede decirse que la crisis de vocaciones en décadas pasadas se está superando lentamente, la escasez de sacerdotes se hace tal vez sentir hoy como más dura, por la edad de muchos excelentes sacerdotes que han sostenido la misión de la Iglesia en los años más difíciles. De aquí la necesidad de orar al Señor de la mies para que envíe obreros a su mies (Mt 9, 38). Todos en la Iglesia, con un solo corazón y una sola alma, hemos de unirnos en esta súplica ardiente.
Todos, padres y madres cristianos, sacerdotes, y educadores, hemos de contribuir a que el corazón de los niños y jóvenes se abra a la belleza de la misión de la Iglesia, y así reconozcan como una posibilidad llena de plenitud y de gozo la llamada del Señor al ministerio sacerdotal. Todos, al transmitirles la fe, hemos de enseñarles a poner su vida con sencillez delante de Dios, y a orar, para que puedan descubrir el designio bueno que Dios tiene para cada uno de ellos, sea en el matrimonio, en el sacerdocio o en la vida consagrada. La oración que nace de la fe es una condición indispensable para percibir la propia vocación, y para seguirla con grandeza de ánimo.
Os animo especialmente a vosotros, mis colaboradores más inmediatos, los sacerdotes de la Diócesis, en primer lugar a que viváis vuestro sacerdocio con alegría, y siendo cercanos a los niños y jóvenes, de modo que ellos puedan ver en vosotros una vida llena, atractiva por el don de vosotros mismos, y por la dedicación y el amor al pueblo que el Señor os ha confiado. No temáis proponerles con libertad el camino del ministerio sacerdotal. Acompañadles con gusto en el discernimiento de su vocación. Y animad a los que muestran signos de vocación o quieren ingresar en el Seminario.
También os pido a todos vuestro apoyo económico, para que la Diócesis disponga de medios suficientes para una formación adecuada a los tiempos de los candidatos al sacerdocio, tanto los del Seminario “San Pelagio” como los del nuevo Seminario Diocesano Misionero “Redemptoris Mater - Nuestra Señora de la Fuensanta”. Pero sobre todo, para que ninguna familia deje de enviar un hijo al Seminario por problema de dinero.
De antemano os doy las gracias por vuestra oración y vuestra ayuda. Pedid a María Santísima que interceda por nuestra Diócesis de Córdoba, y Dios nos envíe sacerdotes santos. Que nuestra oración por las vocaciones se intensifique, y por ella Dios suscite en nuestros seminaristas la pasión por la misión de la Iglesia, la humanidad grande y la generosidad que requiere esta hora de la historia, y por ella permanezcan fieles a la llamada que han recibido de Cristo.
Os bendigo a todos de corazón,
† Javier Martínez
Obispo de Córdoba