Con motivo de la Semana Santa del Año 2000, Año del Gran Jubileo del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo
Fecha: 01/04/2000. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2000. Pág. 305
Queridos hermanos cofrades:
“Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Único” (Jn 3, 16). Al acercarse el tiempo santo en que se celebra la consumación de la Redención del hombre, y en que vosotros hacéis profesión pública de fe y de esperanza en Jesucristo y en nuestra Madre, María Santísima, mi corazón y mi mente se dirigen a vosotros, que con tanto amor preparáis los pasos de Semana Santa y las estaciones de penitencia. A todos, hermanos, costaleros, capataces, juntas de gobierno, os tengo cerca, y por todos pido al Señor para que la celebración de este don grande de Dios a los hombres, que culmina en la pasión, muerte y resurrección de su Hijo por nosotros, produzca en vuestras vidas todo el bien y el gozo que Dios quiere para nosotros, y que nace del encuentro con su amor incondicional.
De nada está más necesitado el hombre y la sociedad de nuestro tiempo que de encontrar ese amor, de un modo verdadero, de forma que pueda iluminar y sostener la vida cotidiana: el matrimonio, la familia, el trabajo, y el conjunto de la vida social. Sin ese amor, que llena de significado la existencia, la vida humana se convierte más tarde o más temprano en una carga, llena de amargura y de violencia; llena de soledad, a pesar del bienestar económico, de los inmensos medios que poseemos, y de las facilidades técnicas para la comunicación.
Y es posible encontrarlo porque Jesucristo ha vencido -por nosotros- al pecado y a la muerte. Resucitado, vive para siempre, y está en medio de nosotros con su palabra, en los sacramentos, y en las personas que viven unidas a Él por la fe y el amor.
Lo que celebramos este Gran Año Jubilar es precisamente esto: que el amor sin límites de Dios, revelado en su Hijo Jesucristo, está cerca de nosotros. Si lo acogemos, si nos abrimos a él, puede renacer la esperanza, y el gusto por la vida, y la libertad verdadera, como ha sucedido y sucede en tantos testimonios de la historia y de hoy. No recordamos simplemente un hecho del pasado. De su costado abierto en la cruz ha brotado un río de misericordia, de vida y de libertad que atraviesa la historia, y llega hasta nosotros. Jesucristo vive porque cambia la vida de quienes lo acogen. En Él está “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6) de los hombres, lo mismo hoy que hace dos mil años. En Él está la esperanza de un mundo más humano.
Y ése es también el sentido más hondo de nuestros queridos pasos: dar gracias, y mirar de nuevo a la fuente de la salvación, y ofrecer esa salvación y ese amor a todos. Si no fuera así, si se tratara sólo de mostrar unas imágenes, por muy bellas que sean, ¿creéis vosotros que valdría la pena tanta energía, tanto sacrificio, tanto amor como el que todos ponemos en nuestra Semana Santa?
Por eso os invito a que viváis este momento de gracia que es la estación de penitencia este año con una conciencia más despierta del sentido grande de lo que hacemos: no se trata sólo ni principalmente de que “quede bien”. Se trata ante todo de que nos sirva para vivir la vida -la vida de cada uno, la vida de cada día- con más consistencia, con más certeza del valor que tiene gracias a Jesucristo. Él nos da, con su amor y su misericordia infinitos, con el don de Sí mismo, el único fundamento sólido para la dignidad de toda persona humana, para la esperanza y la libertad verdaderas, y para que el amor y el bien común puedan ser de verdad la clave y la meta de toda la vida social.
María Santísima ha sido la mujer que primero acogió el don de Cristo en sus entrañas, y que ha experimentado primero -hasta en el momento del mayor desconsuelo- la dicha de la fe. “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 45). Se cumplió al ver a su Hijo resucitado, y al recibir junto con los apóstoles el don del Espíritu Santo. En Ella, en María, se nos muestra el camino a todos nosotros: acogiendo el don de Cristo, la vida- aún en medio del dolor- no es una frustración. ¿Puedo deciros que ese es mi deseo más grande para cada uno de vosotros, y para todos y cada uno de los hombres y mujeres de Córdoba?
Sólo me resta daros las gracias por vuestra comunión y vuestro trabajo para que la vida de cada cofradía, y de todas en común, refleje más y más la “fraternidad” propia de los hijos de Dios, de modo que, juntos, podamos proponer al mundo con verdad la imagen de Cristo vivo, en un momento en que el mundo tanto lo necesita. Quiero agradecer también la colaboración del Secretariado Diocesano, y de las diversas Agrupaciones de Cofradías, y de las Hermandades y Cofradías en general, a las celebraciones del Año Jubilar, en la Catedral, en las Parroquias o en los Arciprestazgos. Naturalmente, os invito a todos especialmente a la gran celebración jubilar de los días 12, 13 y 14 de mayo. ¡Que pueda ser, con el testimonio de todos los hijos de Dios, reunidos en torno a la mesa del Señor, un testimonio humilde y gozoso de nuestra esperanza en Cristo!
Por último, quiero felicitar de corazón a aquellas Hermandades y Cofradías que este año celebran alguna efemérides importante: son varias en la Diócesis, y por todas pido al Señor. Pido especialmente que vuestra mirada no se dirija sobre todo al pasado, sino que el Señor nos conceda vivir más y más la vida que Él nos da, para que podamos responder a la urgencia de esta hora y del futuro. Y esa urgencia es, más que nunca, la fe, la esperanza y el amor que brotan de Jesucristo.
Os bendigo a todos de corazón
† Javier Martínez
Obispo de Córdoba