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Homilía en la Vigilia de Pentecostés

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 01/12/2000. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, VII-XII de 2000. Pág. 163



Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos, amigos, Pueblo de Dios,
hijos de Dios, familia de Dios reunida hoy en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo para celebrar la Fiesta grande de Pentecostés, con la que culminan las celebraciones pascuales, antes de la consumación plena en el Reino de Dios, al menos en nuestra historia.

Y digo culminan porque de nada serviría que el Hijo de Dios se hubiese encarnado y hubiese vivido entre nosotros, de nada serviría su Pasión y su Sangre derramada por nosotros, de nada incluso su Resurrección, en la que podríamos verificar su poder como Hijo de Dios sobre la muerte, si no nos hubiera sido dado su Espíritu. Es más, la Encarnación, el Ministerio público de Jesús, su predicación, sus signos, su Pasión y su muerte, su Resurrección, tenían como finalidad justamente lo que el Señor dice en su testamento, en el discurso de adiós en la última Cena, y en la institución de la Eucaristía: realizar con nosotros, con todos los hombres, una Alianza Nueva y Eterna, es decir, unir Dios y la humanidad. Eso que sucede en la Encarnación, en la carne de Cristo, no significa que suceda en nosotros, a menos que Cristo nos una a Él, nos incorpore a Él. Y eso es lo que sucede cuando su obra ha sido consumada, cuando Él ha sido probado en la obediencia hasta la muerte, y el Espíritu del Hijo de Dios se derrama sobre los hombres, cumpliendo así aquel anuncio del profeta: “vuestros hijos e hijas profetizarán, será un pueblo en el que morará el Espíritu de Dios”.

Por el don del Espíritu hay un nuevo yo en nosotros, hay una criatura nueva: es el Yo de Cristo, que no es una metáfora, ni siquiera es sólo el fruto de un trabajo ascético, o de un esfuerzo de la voluntad. “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Por la fe, el Bautismo, la Confirmación somos incorporados a Cristo, recibimos el don de su Espíritu, somos hechos hijos de Dios, formamos parte de la familia de los hijos de Dios. Cristo se une con nosotros. Algunos me lo habéis oído decir muchas veces: el ritual antiguo del Bautismo de los primeros siglos tenía tantos elementos tomados del ritual de las bodas, porque efectivamente el Bautismo es como una unión entre el Hijo de Dios y nuestra vida, nuestra alma, nuestra humanidad, en la que el Señor se nos da y nos comunica su Vida, su principio de vida, y así nos vivifica, nos hace hermanos suyos, hijos del mismo Padre, partícipes de su herencia, y herederos por lo tanto de su gloria. Éste es el Misterio de la Redención, ésta es la realidad grande que ha empezado a acontecer en la historia cuando el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne. Los hombres, huesos secos cuando nos falta Jesucristo, cuando nos falta el Espíritu de hijos de Dios, cuando nos falta la conciencia acerca de la verdad de nuestro destino; los hombres, sedientos, como un sediento en mitad del desierto, en mitad del camino, por recoger la imagen que Jesús mismo usa en el Evangelio, son incapaces de saciarse a sí mismos, de saciar nuestra fe. Por eso todo el designio de la obra redentora del Hijo de Dios tenía como fin hacer al hombre partícipe de su misma vida, y eso sólo se realiza con el fruto de un don que Dios nos hace de Sí mismo en su Hijo Jesucristo: el don del Espíritu de Amor, de Vida, que une al Hijo y al Padre, pero que nos hace partícipes de la misma vida divina, que introduce por así decir la divinidad en nuestra carne mortal, la vida divina en nosotros.

Celebrar Pentecostés es recordar este hecho grande que empezó a existir. Pues inmediatamente después de la Resurrección, cuando el Señor comunica el Espíritu a sus discípulos, es el comienzo de la Iglesia, el comienzo de un Pueblo nuevo, donde la manifestación del Espíritu se hace pública por así decir por primera vez, y la Iglesia nace como un Pueblo nuevo.

¡Dar gracias por eso!, dar gracias por lo más grande que ha acontecido en la historia humana, dar gracias por algo cuya vida, cuya frescura, cuyo don llega a nosotros por la predicación de la Iglesia, por el don de la fe y por el Bautismo y la Confirmación. El mismo Espíritu que recibieron los Apóstoles, el mismo Espíritu de hijos, la Promesa del Antiguo Testamento, la Promesa de mi Padre de la que hablaba Jesús: “Yo os enviaré la Promesa de mi Padre”, la Vida nueva, la humanidad nueva. Ese sujeto que emerge en un hombre cuando acoge el don de Dios, eso, ¡es una verdad en nosotros, en nuestro pueblo, en nuestra vida! El hecho de estar aquí reunidos celebrando esta Eucaristía es un signo de ello, de que aquella historia, no es una historia del pasado, no es una historia que ha terminado, es una historia que Dios empieza siempre, y que no necesita más que de la libertad de los hombres para acogerla y para recibirla, para que el don de Dios florezca en una explosión grande y nueva, que pueda permitir a los hombres encontrar su vida.

Para nosotros celebrar Pentecostés es ciertamente dar gracias por esa historia y por ese don, y al mismo tiempo, es renovar en nosotros la gracia del Bautismo y de la Confirmación; renovar el don de la fe, invocar juntos el Espíritu de Dios para que realmente llene nuestras vidas, informe nuestro pensamiento, nuestro corazón, para que informe nuestro obrar; para que nuestro cuerpo, ese cuerpo que somos todos los miembros de Cristo unidos a Él, transparente y continúe en el mundo la misión de Jesucristo en favor del hombre por la vida humana.

Dos aspectos quiero subrayar en esa novedad que me parecen esenciales a esta celebración de Pentecostés. Pero antes de subrayarlos, quisiera resaltar que si celebrar litúrgicamente Pentecostés es renovar la gracia del don del Espíritu que ya se nos ha dado, y por el que somos hijos de Dios y miembros de Cristo, la celebración de Pentecostés coincide en este sentido casi con los fines que el Santo Padre ha propuesto a toda la Iglesia con la celebración del Jubileo. Él decía ya cuando lo anunciaba, que el fin del Jubileo era que se renovase en nosotros la fe y el testimonio de Jesucristo, y eso no lo podemos hacer porque nos lo propongamos, sólo sucede si abrimos nuestra vida más al don de Dios, si el Espíritu de Dios llena más nuestra vida como personas, como familia, como Iglesias domésticas, como pueblo cristiano, Iglesia que formamos un único pueblo; si el Espíritu informa nuestra vida más y más, el testimonio ante el mundo se hace verdaderamente un milagro, un signo verdadero de que Cristo vive, que sigue operando en nosotros, y espera, justamente, esta transformación: de ser hijos dispersos, una familia; de ser cada uno, aislado y solo, una realidad nueva, unificada; ese pueblo reunido por la Trinidad Santa: por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que decían los Padres de la Iglesia.

Vivir bien este momento, vivir bien esta Eucaristía, crecer en la comunión en ella. Invocad al Señor con toda sencillez y con toda verdad, lo que le invocamos en la plegaria eucarística: facilitar que los hombres puedan encontrar a Cristo, renovar en nosotros la gracia inmensa de la vida cristiana, y por lo tanto el don del Espíritu que nos incorpora a Cristo, que como decía, tiene como dos elementos fundamentales:

1.- Una, el hacernos hijos de Dios. Ese es el gran y primer regalo: vivir como hijos de Dios, saber que somos hijos de Dios, y como decía San Juan: “aún, mis queridos hermanos, no se ha manifestado lo que somos”, porque esta realidad está en nuestra carne mortal, pero lo somos. ¡Es verdad que somos Hijos de Dios!, ¡es verdad que Dios habita en nosotros!, ¡es verdad que Dios se nos ha dado! ¿Sabéis que significa eso?, ¿qué grande es eso? Qué diferente a la experiencia del hombre cuando no tiene conciencia de que Dios es nuestro Padre; a qué soledad, a qué muerte, a qué sed, si queréis, se ve abocado el hombre cuando no tiene conciencia de que Dios es mi Padre, de que por mis venas corre la Vida de Dios, de que soy hijo suyo. Cuando el hombre está solo, como está solo nuestro mundo, vive como un huérfano, piensa como un huérfano, recorre el camino de su vida como huérfano: ¡qué difícil es la alegría, que el corazón esté contento!, pero al mismo tiempo, ¡qué difícil es afrontar la vida, la esperanza!, y el hombre se encuentra como ante un muro.

Poder vivir con la certeza de que Dios me ama como el mejor de los padres amaría a su hijo; pero además, no sólo de que Dios me ama, en el sentido de que tiene misericordia y ternura de estas pobrecitas criaturas que están aquí. ¡No! Me ha dado su Vida, su Vida está en mí, soy hijo suyo porque Cristo está en mí. La libertad gloriosa de los hijos de Dios sólo es posible a quien tiene la experiencia de que Dios es Padre. Un mundo de huérfanos no puede conocer la libertad, habla de libertad constantemente, pero ya decía, creo que era no sé si Unamuno, o Machado, no recuerdo en este momento : “no canta libertad más que el esclavo”. Cuanto más se nos llena la boca de la palabra libertad, probablemente menos experiencia tenemos de ella; pero cuando yo sé que nada de este mundo puede condicionar mi destino eterno, que ningún poder de este mundo tiene el poder de destruir la dignidad que a mí me da la relación que el Padre ha establecido conmigo a través de Jesucristo, la libertad no es una cosa a conseguir, la libertad es un don.

La libertad es algo de lo que uno puede dar testimonio, porque le hace posible a uno vivir esa imagen que el Señor usó en el Evangelio: “como las aves del cielo, como los lirios del campo, que no se preocupan de sus vidas, porque su Padre celestial los alimenta”; como los gorriones de los que decía el Señor: “ninguno de esos gorriones que se venden en el mercado por unos cuartos cae del cielo sin que mi Padre lo consienta; y en cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”. Ni vosotros, ni siquiera yo, hemos pensado alguna vez contar los cabellos de la cabeza. Cabe una expresión más exquisita, más precisa, más exacta de la infinitud del amor con el que somos amados, de la mirada de amor con la que somos mirados. Los cabellos de vuestra cabeza están contados. ¡Dios mío!, eso es la libertad: poder vivir con la certeza de que mi Padre está siempre conmigo, y pase lo que pase en la vida, no me abandona. La experiencia de la filiación divina, de ser herederos de la vida de Cristo, de la herencia y de su gloria, es la primera experiencia de la Redención, fuente de todas las demás.

2.- Y otra, la experiencia de que somos hermanos, de que el Espíritu nos une en un solo Cuerpo. La lectura de los Hechos de los apóstoles que se lee en la Liturgia de mañana, narra el acontecimiento de Pentecostés. Aquellos pueblos vivían separados por mil fronteras. Si un judío moría fuera de la provincia de Judea, no tenía derecho a sepultura porque no era su país, ni su tierra; si un habitante de Galacia moría en Mesopotamia, o si un habitante de la Bética moría en Britania, no tenía derecho a sepultura porque fuera de la nación a la que uno pertenecía, no existían derechos para nadie.

Y en un mundo así, donde cada nación se afirmaba a sí misma, están los apóstoles unidos, orando con María, como nosotros esta tarde. Y el Señor derrama su Espíritu sobre ellos, y empieza a nacer un pueblo. En aquel relato de los Hechos, que sigue siendo revolucionario, estaba representada toda la imagen del globo terráqueo que podía tener un israelita: allí había peregrinos de Jerusalén, de todas las partes, y de repente, eran un solo pueblo que hablaba en partos, medos, elamitas, en hebreo, en arameo, en fenicio, en griego, en latín (Cfr. Hch. 2, 9); pero eran un solo pueblo, como decían aquellos primeros cristianos: una nación hecha de todas las naciones. Esto va ligado a la experiencia de la filiación divina, no os creáis que es una cosa diferente. Porque yo sé que Cristo vive en mí y que vive en cada uno vosotros, no por ser vuestro Pastor, o vuestro Obispo, sino por ser cristianos yo no puedo miraros a ninguno de vosotros sin pensar: vosotros sois parte de mí, yo parte vuestra, somos los unos miembros de los otros, lo dice San Pablo. Pedimos en cada en cada Eucaristía después de la consagración, que todos aquellos que participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo, formemos un Cristo con un solo Cuerpo y un solo Espíritu.

¿Cuál es el signo de esa filiación divina? Una unidad nueva y una relación nueva entre los hombres, que hace que el ser de un sitio, o ser de otro, que el hablar una lengua, o el hablar otra, que el tener una cultura, o el tener otra, que el tener un sistema de gobierno, o tener otro, sean cosas secundarias con respecto a que tú y yo estamos destinados al mismo Cielo, es decir, a la misma vida de Dios; que tú eres hijo, o hija del mismo Padre de quien yo soy hijo, y que somos hermanos del mismo Cristo, y que cuando comulgamos, no comulgamos dos mil Cristos cada uno en nuestra parroquia, comulgamos al único Cristo, y a través de Él nos unimos a todos aquellos hombres que participamos de la misma vida.

Yo sé que esto es difícil visualizarlo en la experiencia humana, lo visualizamos un poco en estas celebraciones. El Señor se nos ha hecho visible, nos ha permitido hoy, en estos momentos de gracia, ver de una manera visible la Carne de Cristo, su Cuerpo; pero es difícil sentirse unido de una manera personal, en donde uno se implica personalmente con todos los cristianos del mundo cuyo rostro no conoce; sin embargo, cuando la experiencia del Don del Espíritu es verdadera, sí que uno desea, que uno pide, como pedimos en la Eucaristía, como pide Cristo en la Eucaristía, y nosotros junto a Él: que todos seamos un solo cuerpo y un solo espíritu; uno sí que desea que los hombres se unan, es el pecado quien divide.

Desde los orígenes de la historia, el hombre se aleja de Dios, y lo primero que hace es matar a su hermano. Es inequívoco, es siempre así. Uno se aleja de Dios, y lo primero que hace es matar a su hermano, en su corazón deja de ser su hermano. Lo primero que hace el pecado es alejarnos; en la medida que nos aleja de Dios genera una extrañeza entre nosotros. Sin embargo, lo primero que hace el Espíritu de Dios es unirnos, y así revive nuestros huesos secos. Unirnos en su Iglesia, en esta realidad que formamos todos juntos, y hacernos como apóstoles ardientes, apasionados por la unidad entre los hombres, o restañar heridas por crear lazos. Unir que no significa uniformar.

Justamente igual que en el Pentecostés primero había partos, medos, elamitas, habitantes de todos los rincones del mundo, en la Iglesia el Espíritu no deja de suscitar carismas diferentes. La celebración misma de esta tarde lo confirma: aquí están las Siervas de María, por ahí veo a las Hijas de la Inmaculada, las religiosas del Padrenuestro, Familias eclesiales diferentes.

Hoy tradicionalmente celebra la Iglesia junto a Pentecostés el día de la Acción Católica. La Acción Católica fue el primer gran impulso del apostolado, de la toma de conciencia de que la misión no es una tarea de los sacerdotes, o de los obispos, o de los religiosos, sino que corresponde a todo el pueblo cristiano, a toda la Iglesia. Y en la Diócesis no podemos dejar de pensar en Cursillos de Cristiandad, tantos dones y carismas que el Señor siembra en la Iglesia.

Pero fijaos, un signo de su Espíritu es que no nos andamos midiendo unos con otros y diciendo como niños pequeños: pues el mío es mejor que el tuyo. Sino que uno se alegra de todo lo que el Señor suscita, y uno desea el bien de todo lo que el Señor ha suscitado en su Iglesia para bien de todos. El ojo no puede decirle al pie: tú no me interesas, tú no eres ojo, tú no eres del cuerpo; ni el pie puede decirle a la mano, o la mano al ojo: tú no me interesas, tú no eres del cuerpo; a lo mejor el ojo es más bonito, pero sin los pies ¿a dónde vamos?

En la Iglesia no sobra nadie. Todos somos un solo Cuerpo, en el que uno se alegra, sencillamente, de todo el bien que Dios hace entre todos si vivimos la realidad de la Redención en su profundidad, en su densidad; si vivimos la Eucaristía que estamos celebrando y que celebramos miles de veces. Y uno se alegra del bien de los demás, se alegra de que cada realidad en la Iglesia crezca, de que viva hasta el fondo el carisma y la vocación a la que el Señor le ha llamado, porque cuanto más la viva hasta el fondo, cuanto más viva yo hasta el fondo mi vocación de sacerdote, mi vocación de Pastor, más cerca estaré de Cristo, y cuánto más cerca estemos de Cristo más cerca estaremos unos de otros. Estad seguros: el don de Dios nos une y convierte al cristiano en un luchador apasionado contra el mayor enemigo de la obra de Dios: la soledad de los hombres, el aislamiento y la división entre los hombres, y por lo tanto un defensor apasionado de la amistad, de todo lo que aproxima unos hombres a otros.

Basta que uno haya seguido las noticias en estos días, por ejemplo, para ver el crecimiento de la tensión en el País Vasco, para ver qué fácil es crear divisiones, sobre todo cuando el odio llega al extremo de no respetar la vida humana, de no respetar muchas vidas humanas. Pero ¡Dios mío!, nuestra misión es crear unidad, contribuir a la unidad, favorecer al unidad: en los matrimonios, entre los padres y los hijos, entre los amigos, los vecinos, en los pueblos, en las parroquias; ser instrumentos de que esa unidad sea fácil, y no simplemente porque le digamos a la gente: tenéis que quereros, tenéis que vivir unidos, sino facilitar que esa unidad, que ese conocernos, apreciarnos unos a otros, sea posible. Esa es parte esencial de mi misión, y parte esencial de la misión de mis colaboradores, los Presbíteros. Lo digo porque estáis aquí también, aparte de un número de presbíteros, los seminaristas. Sed constructores de esa unidad que es un signo de Dios.

Y esto no son cosas por así decir como muy místicas o espirituales. Son necesidades en el mundo realísimas. Cuando uno ama el bien de los hombres, cuando uno ama la amistad y la unión entre los hombres, en cualquier situación de trabajo, en cualquier situación de dificultad en la vida, procura poner el bien y el amor que está en su mano poner. Y a lo mejor no tiene uno remedios a esa situación, pero uno tiene siempre un corazón en el que late y se puede reconocer el amor de Cristo por el hombre, si uno está unido a Cristo, y eso construye siempre un bien grande; y uno busca en una situación difícil cuál es el bien posible.

Estoy hablando de cosas muy terrenas, muy humanas. El testimonio de los cristianos es un testimonio de la Redención de Cristo, de la filiación divina, y por lo tanto de libertad y de comunión, como dice el Concilio Vaticano II: “la Iglesia es en Cristo como un Sacramento o señal de la vocación del hombre a la íntima unión con Dios, y a la unidad de todo el género humano”. Nuestra vida en la oficina, con los compañeros de trabajo, o con los súbditos, o con los trabajadores, o con los jefes; nuestra vida en el barrio, nuestra vida en cualquier cosa que hagamos, es signo y sacramento de la vocación del hombre a la unión con Dios y a la unidad entre los hombres. Quien es consciente de esto, quien vive esto, espontáneamente desea poner bien, como dice la oración de San Francisco: “poner amor donde no haya amor, poner misericordia donde no hay misericordia”; es decir, uno es un instrumento del bien más grande de este mundo: el aprecio y el afecto entre los hombres, y eso es un don del Espíritu Santo, el bien

Estamos llamados, claro que sí, a ser testigos, a anunciar a Jesucristo. Estamos llamados, si queréis, a contribuir a la construcción de un mundo según el designio de Dios, según el Reino de Dios. Y eso se construye dando testimonio de libertad, y dando testimonio de una pasión indomable, invencible por la unidad y por el afecto entre los hombres, llena de paciencia, fruto del Espíritu en nosotros. Que el Señor nos haga a todos: a mí como Pastor, a los Presbíteros como partícipes conmigo del Sacerdocio de Cristo, y a vosotros, todos, testigos sencillos y constructores del Reino.

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