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Homilía Clausura del Jubileo del Año 2000

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 05/01/2001. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2001. Pág. 169



Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos.

Con esta celebración concluimos en la Diócesis el gran Jubileo del año 2000. Ha sido un año inmenso de gracia, y un signo de la predilección de Dios, el que hayamos podido ser testigos de lo que su misericordia obra en el corazón de los hombres. Pero como decía el Santo Padre hace unos días, se clausura el Año Santo, se va a cerrar la Puerta Santa en Roma y en Belén, pero no se cierra esa Puerta viva que es Cristo, que tiene su corazón abierto para entregar a raudales su Espíritu a los hombres y vivificarnos con su presencia, con su gracia, con su misericordia. En ese sentido, todos tenemos un cierto pellizquillo al final, y pienso que no sólo yo, sino también los sacerdotes y tantas personas que habéis participado y colaborado activamente en todo lo que en la Diócesis ha supuesto el Jubileo.

Esta celebración tiene menos la marca de algo que termina, cuanto el impulso y la memoria de lo que este año ha significado. Porque en este año no ha habido nada de especial, excepto que hemos estado más veces juntos. Lo que hemos celebrado es lo que celebramos cualquier día en cualquier Eucaristía, lo que conmemoramos cuando rezamos el Ángelus, lo que pedimos cada vez que rezamos un Padrenuestro, lo que puede vivir un cristiano todos los días hasta el fin del mundo. Por lo tanto, clausuramos el año, pero al mismo tiempo comienza un nuevo período santificado igualmente por la Encarnación del Verbo y por el don de su Espíritu; un nuevo tiempo que para nosotros es, ante todo, un tiempo de gozo, porque Cristo sigue vivo en medio de nosotros. El Año Jubilar lo que ha hecho es renovar en nosotros esa conciencia de la presencia de Cristo, hacernos percibir que esa presencia tiene mucho que ver con la comunión de la Iglesia, hacernos más conscientes de que esa presencia se hace pedagógicamente útil, consciente, se hace viva justamente en la medida que nosotros formamos una unidad, en la medida en que nosotros somos una cosa en Él como el Padre y el Hijo son uno. Y ahora, a comenzar la misión, o a continuar la misión con esa nueva conciencia, de modo que Jesucristo pueda llegar al corazón de todos los hombres.

A uno se le parte el alma viendo cómo viven muchas personas que están a nuestro lado y que, porque no conocen a Jesucristo, o porque piensan que Jesucristo no tiene nada que ver con su vida, con la vida real, se privan de una alegría, de una esperanza y una fraternidad absolutamente increíbles; se privan de un milagro que hace que brote en el corazón la alegría, que haya en la vida misericordia, perdón, posibilidad de empezar siempre, que la vida pueda ser vivida con dignidad.

Esa es nuestra misión. Somos un granito de mostaza, estamos llenos de miserias y de defectos, y a lo mejor no sabemos muy bien cómo, pero ¡no importa! ¡Cristo está con nosotros! El Señor quiere llegar a todos, quiere ser para todos Buena Noticia: la Buena noticia de que Dios te ama, ¡Dios te quiere! Aunque la vida sea un desastre, ¡no le tienes a Él lejos!; aunque estén lejos tus hermanos, tu mujer, tu marido, tus hijos, o tus padres, aunque estuviera lejos de ti el mundo entero: ¡Dios nunca está lejos! Dios está siempre a tu lado con un amor que nada puede destruir, y que no destruirá ciertamente la muerte. Y Cristo ha venido para que tú entiendas eso. Se lo podríamos decir con mejores o peores palabras, con más tacto o menos tacto, pero que arda en nosotros la pasión por comunicar esto a los hombres, que lo deseemos, y no por convencerles de nada.

No es el cristianismo, ni la Iglesia, una ideología, unas ideas. ¡No!, no es eso ¡Ojalá pudiera yo explicaros esto bien! Es algo que sucede en la vida, que llena e inunda el corazón de luz y de alegría, por eso, es Buena Noticia. Y uno desea que las personas que quiere, que las personas que se encuentra en el camino, puedan tener esa misma alegría. Si ellos no lo quieren, ¡no pasa nada! Ellos se lo pierden, pero no pasa nada, no hay que estar atosigando a nadie. Pero uno quisiera poder compartir la alegría que tiene, como cuando uno celebra un cumpleaños; en todo momento, porque nosotros celebramos la vida cada día, cada minuto celebramos la belleza de la vida.

Por eso el anuncio de Jesucristo es Buena Noticia, por eso en esta celebración Jubilar final tiene tanta importancia el Evangelio (la tiene siempre). ¿Por qué creéis que nos ponemos de pie cuando llega el Evangelio? Justo por amor, por reconocimiento de lo que ese Libro es portador: de la Palabra de Cristo y, por lo tanto, de aquello que es la fuente de mi vida y mi esperanza. Y por eso, en lugar de escucharlo como escuchamos las cartas de los Apóstoles, o los libros de Antiguo Testamento, nos ponemos de pie. Hoy, al final de la lectura del Evangelio, os he bendecido con ese Libro que es portador de la Palabra de Cristo, portador de la Buena Noticia: Buena Noticia para nosotros y para todos los hombres, lo sepan o no lo sepan. Si no lo saben, ellos se pierden algo. Por eso deseamos que lo sepan, y que lo puedan reconocer. Sólo por eso. ¡Buena Noticia para nosotros y Buena Noticia para la tierra!

He querido besar el suelo de la Puerta de la Catedral cuando entrábamos, igual que hicimos en la celebración del comienzo del Jubileo. Y al besarlo pensaba: “Señor, pero si eso es lo que has hecho Tú en la Encarnación. Yo soy de esa misma tierra, y a lo mejor un día mis huesos reposan debajo de los ladrillos de este edificio, por lo tanto no hago nada por besar el suelo; pero Tú no pertenecías a nosotros, en Ti había una distancia enorme. ¿Y qué has hecho con la Encarnación? Venir a besar nuestra lepra, nuestra miseria, venir a abrazarla y hacerla tuya, para que nosotros, siendo tuyos, entráramos en tu riqueza, en tu herencia”. Todo el cristianismo, toda la fe cristiana, está ahí: en ese amor que pone en movimiento el corazón de Dios y se implica con nuestro barro, con nosotros, y vive toda la realidad dramática que es la vida humana hasta la soledad más espantosa, hasta la traición de los amigos, hasta la negrura del sepulcro, por amor a mí, a mi vida.

Yo no sé cómo ha habido una época en la que los cristianos teníamos fama de ir con la cara larga, especialmente tristones. ¿Cómo hemos podido deformar tanto la experiencia de la fe cristiana? El Nuevo Testamento es una explosión de alegría en la historia de los hombres. Y la vida cristiana, cuando uno la conoce un poquito, es exactamente lo mismo: es una explosión de gozo. Ser cristiano es, ante todo, tener la posibilidad de poder vivir con gozo, de poder amarlo todo: amar la vida, amar la realidad, amar la tierra. Lo trágico de los hombres de nuestro tiempo es que cada vez son menos capaces de amar: ni de amar el trabajo, ni de amar a la familia, ni de gozar con nada verdaderamente. Y cada vez sufren más por esa incapacidad.

En el Misterio de la Encarnación está toda la fe cristiana, y en cada Eucaristía se renueva ese Misterio de un modo sacramental a través de un gesto que el Señor confía a su Iglesia, comunicándole el poder de repetirlo con el mismo valor que tuvo su mismo sacrificio. Éste es el mismo gesto de Dios que se me da a mí, que me quiere comunicar su vida para que yo viva. Es el gesto de Dios que me quiere hacer suyo. Pero no para adueñarse de mí, como a veces sucede en nuestras relaciones humanas que buscan dominar a través del afecto. Dios no es así. Dios lo único que quiere es dárseme, que yo viva por Él.

La fiesta de la Epifanía, que fue la primera fiesta de la Navidad antes que se celebrase el 25 de Diciembre, significa precisamente la salida del Sol, la manifestación de la Luz. ¿Por qué? Pues porque el nacimiento de Cristo lo que hace es iluminar nuestros rostros como la luz los ilumina frente a la oscuridad. Cristo ilumina nuestros rostros, pone alegría en el corazón, da color y gusto a la vida, a las cosas, las ilumina como el sol con su calidez. ¡Eso es Cristo!

La fiesta de la Epifanía da como un matiz a la celebración de la Navidad: anuncia que Cristo no ha venido sólo para el pueblo de Israel, o aquellos que vivieron con Él. Cristo ha venido para todos los hombres y esa Luz, como la del sol, brilla para todos los hombres: de cualquier cultura y en cualquier tiempo. Por eso decimos con los primeros cristianos: “Cristo, ayer y hoy, alfa y omega, principio y fin”. Principio y fin de todo: del mundo, de las estrellas, de los hombres, de la historia, de los pueblos, de mi vida, de mi familia. Principio y fin de vuestro trabajo, de todo lo que hacemos, de todo lo que somos, y de todo lo que el mundo es. La Luz de Cristo brilla y quiere brillar para todos.

Cuando hablamos de los Magos tenemos nuestras tradiciones sobre los nombres: Melchor, Gaspar y Baltasar, y decimos que uno era negro. Pero en el Evangelio la palabra Magos es el nombre técnico utilizado para designar a unos cultivadores paganos de la religión de Zaratustra, la religión oficial del imperio persa. Igual ocurre cuando hablamos de los pastores. Para vosotros los pastores tiene un tono muy idílico, porque estamos acostumbrados a ver la poesía de los pastores a través de los poemas del Renacimiento. Pero los pastores en el mundo de Israel eran unos proscritos. Nadie entraría en casa de un pastor, y ningún israelita piadoso dejaría entrar a un pastor en su casa. ¿Os acordáis de la parábola del hijo pródigo?, donde dice que el hijo dilapidó la fortuna que le había dado su padre gastándola con malas mujeres y que terminó haciéndose pastor de cerdos. El Señor escoge el ejemplo con toda conciencia. ¿Por qué? Porque sabe que ningún padre israelita haría lo que después iba a decir que hizo el padre de aquel chico: ningún padre israelita se conmovería lo más mínimo si su hijo se hubiera hecho pastor, y encima de cerdos, que es un animal impuro. No le dejaría nunca más entrar en su casa. Y eso es lo que hace expresiva la parábola. El Señor, que sabe cómo funcionan las cosas en su pueblo, escoge ese ejemplo, y dice que el padre corrió a abrazar a su hijo, y que hizo un banquete. Él sabía que quienes le escuchaban, no hubieran hecho eso. Les estaba escandalizando conscientemente.

De la misma manera es significativo que quienes van al pesebre, después de los ángeles, sean los pastores. Es inconcebible para aquella época. Los ángeles manifiestan que Cristo ha nacido a unos pastores y a unos paganos de Persia. Y en esos dos detalles hay una inmensa enseñanza para nosotros: la Redención de Cristo es para todos, es para el hombre en cuanto hombre. Si Dios se ha hecho hombre, no es para una clase de hombres, ni siquiera para la clase de los hombres buenos, es para el hombre porque es hombre. Y si Cristo ha vencido a la muerte, la muerte no es algo que toque a unos: la muerte es algo que toca al hombre en cuanto hombre. La Luz que Cristo con su Encarnación, Pasión y Resurrección extiende sobre el mundo es para la persona en cuanto persona, y no en tanto que sea de tal pueblo, o de tal clase social. En tanto que ser humano, el hombre se pregunta por su existencia, y en tanto que ser humano, la respuesta se llama Jesucristo. Y cuando uno encuentra a Jesucristo, se hace la luz en el corazón y en la inteligencia: se hace la luz en la vida.

Hemos recibido muchas gracias en este Jubileo. A lo mejor pensáis que exagero, pero a mí me parece que Dios ha hecho cosas maravillosas en nuestro pueblo a lo largo de este año, y a la manera que Dios las hace: sencillas, sin ruido. Que todas esas gracias que hemos recibido muevan nuestro corazón a comunicar a Jesucristo como Dios, como amigo, como Salvador de los hombres, a todas las personas que tengamos cerca: en casa, en el trabajo... El Señor nos dará la sabiduría para hacerlo: para hablar cuando hay que hablar, porque es necesario iluminar; y para callar, por cuanto hablar sería contraproducente; para querer a la persona y desear su bien. Y si para su bien es necesario proponerle un camino, se le propone. Y si para su bien es callar y estar a su lado callando, aunque sea años, porque pensaría que uno quiere convencerle, o convertirle, y eso produciría un rebote, que el Señor nos dé la sabiduría de callarnos. Que el Señor nos dé la capacidad de amar a cada persona como Él la ama, y para todo lo demás, ya encontraremos el camino.

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