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Homilía en la Jornada de la Vida Consagrada

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 03/02/2001. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2001. Pág. 175



Queridos sacerdotes,
religiosos, religiosas,
miembros de Institutos Seculares y otras formas de Vida Consagrada.

Nos hemos reunido hoy para dar gracias a Dios, que es para lo que siempre nos reunimos quienes hemos tenido el privilegio enorme de conocer a Jesucristo.

Para mí esta celebración es gozosísima y muy familiar, porque os aseguro que siento que me encuentro con lo más cercano, con lo más inmediato, con aquellas vidas que, independientemente de las cualidades o virtud de cada una, proclaman, por el estado que profesáis, que Cristo lo es todo, que Cristo es la plenitud de la vida y de todo lo que existe, y que sois al mismo tiempo el fruto más acabado, más expresivo del Misterio de la Iglesia. Por tanto no me siento como quien tiene que recibir a un grupo de personas en la Catedral; siento que estoy con los míos, porque somos lo mismo. El Señor, Salvador de todos, nos ha hecho participar de una manera especialísima, aunque de diversas maneras; y por lo tanto ha vinculado nuestras vidas de una manera especialísima.

La Redención de Cristo tiene como fruto generar un pueblo nuevo, una humanidad nueva que es el pueblo cristiano, la Iglesia. La Iglesia es esa realidad visible que nace del reconocimiento de Cristo, que se extiende por el mundo, y que hace posible que el hombre pueda vivir con la alegría y la esperanza que brota del reconocimiento del amor de Cristo.

Se podría decir que en la Iglesia hay como dos realidades representadas en algunas figuras de las personas que acompañaron a Jesús en su vida: la realidad de Pedro, que puede representar de algún modo el Ministerio Apostólico con todos sus aspectos dramáticos, y la realidad de Juan, o de María, que representan el fruto del Don de Cristo: la nueva humanidad, el misterio de la humanidad que ha reconocido a Cristo, y que en ese reconocimiento de Cristo alcanza la dicha de la fe: “desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”; que tiene el don de poder apoyar su cabeza sobre el pecho de Cristo y reconocer la inmensa hondura de ese amor que es la fuente de la vida del mundo.

No se puede llevar la comparación demasiado lejos, pero son dos figuras que representan los dos aspectos de la Iglesia que estamos reunidos aquí: el Ministerio Apostólico, el Ministerio Sacerdotal representado en Pedro, y el Misterio de la Iglesia, representado en Juan y en María.

El Ministerio Apostólico, hasta con las incidencias de las negaciones de Pedro, ha sido creado por el Señor para que permanezca el poder de Cristo, el perdón de los pecados, la vida nueva, el don de su Espíritu que ningún hombre podría arrogarse el derecho o la posibilidad de comunicar a los demás si no lo hubiera recibido de Cristo, que es quien lo ha transmitido a pesar de todas las debilidades humanas.

No es casual que sea Pedro el que niega. No es casual, es un permanente recuerdo de cómo el Ministerio es fruto de una elección del Señor, y no de las cualidades de los hombres. Una elección en la que siempre hay una desproporción absoluta en la misión que Dios confía. “Tú eres la roca”, y uno puede pensar: ¡Dios mío, qué roca! Y sin embargo, es la roca no por su temperamento, sino por el poder de Cristo, que es la Roca; y el poder del infierno tiene que temer, porque las puertas de su reino no resisten la entrada de Cristo ni la de sus seguidores.

Yo no sé si me habéis oído alguna vez comentar el pasaje donde Jesús le promete a Pedro: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”, dice la traducción española. Siempre solemos entender que es la Iglesia la que se defiende y el enemigo el que ataca, como si la Iglesia fuera una ciudad. ¿A que lo entendemos así? ¿Pero vosotros habéis visto a alguien que ataque con puertas? Lo interpretamos de esta forma porque es así como nosotros vivimos nuestro ser cristiano. Nos sentimos como en una ciudadela, como en lo alto de un alcázar. Los que tienen puertas son los que tienen que defenderse, por lo tanto, el Señor no está hablando de la Iglesia atacada y del infierno atacando; está hablando del infierno defendiéndose y de la Iglesia atacando, porque el que tiene que guardar las puertas es el que se defiende. Y si el Señor dice: “las puertas del infierno no vencerán”, eso significa que es el infierno el que tiene que guardar sus puertas, pues las tiene en peligro por la Resurrección de Cristo, por el pueblo nuevo que nace del costado abierto de Cristo. Es el infierno el que está en peligro. Es el enemigo el que tiene que tener mucho miedo, y lo comprendo, porque tiene que estar el pobre hecho polvo cuanto más se revuelve, más señal de que está hecho polvo. El Quijote le decía a Sancho cuando al pasar les ladraba un perro: “ladra, luego cabalgamos”. Lo malo sería que el enemigo no ladrase, porque entonces sí que significaría que nosotros no estamos atacando, que el Señor no está atacando, porque Cristo es la Roca, y luego, confía su condición de roca al Ministerio Apostólico, a Pedro y a los sucesores de los apóstoles en comunión con él.

Me he entretenido en esto sólo porque creo que nos ilumina un aspecto de nuestro modo de afrontar las realidades del mundo y de vivir vida en el tiempo en el que estamos. Pero no quiero hablar del Ministerio Apostólico, sino de la inseparable relación de las dos cosas, al hilo de que el Señor nos ha reunido.

María y Juan -que viven hoy en la Iglesia porque la gracia de Cristo llega a nosotros a través del Ministerio Apostólico- son realidades que expresan infinitamente más el Misterio de la Iglesia. Toda la Iglesia se reconoce a sí misma en el Misterio de María cuando en la oración de la tarde canta el Magníficat. Desde que hay memoria de esa oración de la tarde, allá por el siglo tercero en Oriente, la Iglesia ha cantado siempre el himno de alabanza de la Virgen, reconociéndose a sí misma en el destino de la Virgen, o en el destino de Juan. Para lo que Cristo ha venido no es para que haya “Pedros”, aunque el Ministerio Apostólico es indispensable. No es casual que sean María y Juan los que están al pie de la cruz, y que el Señor les confíe el uno al otro. Y dice un autor antiguo: “porque eran los dos que más se parecían a Cristo”. Uno porque al seguirle se había hecho tan parecido a Él, y porque había tenido el don de penetrar los misterios sobre Él reposándose sobre su corazón; y la otra, porque Cristo se parecía a Ella. Y el Señor los pone juntos, y ahí aparece reflejado el Misterio de la Iglesia, ese fruto de la Redención de Cristo acabado y realizado plenamente en María, y reflejado también en la figura de Juan, el discípulo.

Y hoy, la forma viva de ese fruto en nuestra querida Iglesia de Córdoba sois vosotros, en quienes los hombres pueden reconocer justamente eso: ¡que Cristo lo es todo! Esa es la razón última de vuestra consagración y de vuestra vida. Carismas, dones, tareas, servicios muy diferentes, de unos y de otros, temperamentos diferentes, como la historia de cada hijo en una familia es distinta, y serían unos malos padres quienes quisieran tratar a todos sus hijos igual. Lo mismo la Iglesia, como Madre, no cesa de generar hijos, y los santos, las personas que han vivido con plenitud su pertenencia a Cristo, generan una forma de vida que reflejan en sus temperamentos, en sus estilos, en sus momentos de la historia, también incluso el lugar donde han nacido. Pero en todos resplandece sencillamente una sola cosa: la insondable riqueza de Cristo, a Quien, en definitiva, habéis consagrado vuestras vidas, y que es el único que puede llenar el corazón de esa alegría: “Dichosa Tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá.”

No os habéis entregado, mis queridos hermanos y hermanas, a una misión, ni siquiera, aun cuando esa misión sean los enfermos, o los pobres. Los enfermos, o los pobres valen vuestra vida porque la vale Cristo y porque en ellos podéis reconocer a Cristo. El único tesoro capaz de poder llenar vuestro corazón es Cristo.

Yo sé que muchas de vosotras tenéis una vida más que estresada, como propio de la gente de nuestro tiempo, y por eso no sé si habéis tenido ocasión de ver la preciosa carta que el Santo Padre ha dirigido con motivo del final del Jubileo. Parece tan sencilla que uno puede decir: pero si es lo de siempre. Parece muy simple, está hecha en un lenguaje tan verdaderamente fácil de comprender por cualquiera, y sin embargo, está llena de claves, de verdaderas perlas que uno puede reconocer justo para este momento de la historia. Por eso os invito a leerla, pero más que a leerla, a rezarla, a gustarla, a saborearla.

Fijándome nada más que en el primer capítulo, una de las cosas que dice el Santo Padre es que fijemos la mirada en Cristo, en la persona de Cristo, recuperando los años de preparación al Jubileo y el Año Jubilar. La persona de Cristo es, por tanto, el fundamento de toda la acción pastoral, de toda la misión y vida de la Iglesia. ¡Y es verdad! Necesitamos oírlo. ¿Sabéis por qué? Pues porque unas veces por vergüenza, otras porque el ambiente no invita, otras por timidez, o por pudor, tendemos a ocultar que Cristo es quien llena nuestra vida, y preferimos a veces hablar de la solidaridad, o de valores abstractos, o dar la impresión de que somos una ONG, como si la gente nos fuera a aceptar mejor, que decir que somos personas a las que ha tocado un Hombre en quien vive Dios, en quien está Dios, y que, porque ese don nos ha sido dado, Dios habita en nosotros y está con nosotros siempre.

Benditos voluntarios y benditas ONGs, pero nosotros ¡no somos eso! Y si esperáis que alguien se entusiasme con ese tipo de cosas, estáis en un profundo error. Nos equivocamos. Una tarea así es bonita, es entretenida, uno siente que el corazón se conmueve, pero uno no entrega la vida a una tarea, aunque sea la más hermosa del mundo. Uno da la vida sólo si, en esa tarea, está Alguien que puede darme a mí la vida. Pues entonces, hay que hablar de ese Alguien, hay que poder testimoniar ese Alguien, si es que de verdad lo lleváis en el corazón, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Si no fuera por Jesucristo, no aguantaríais ni una semana. Hablar de Él, decir lo que le queréis. Y decirlo no cuando toque decirlo, sino siempre: cuando estáis dando una clase, o una catequesis; decirlo cuando estáis tomándoos un pastel celebrando un cumpleaños. ¡Qué grande eres, Señor! ¡Qué gozo que me quieras tanto!

Sólo si las personas pueden reconocer realmente ese vínculo que a nosotros nos une con Alguien que llena nuestro corazón de gozo, porque nos sentimos agradecidos de lo que somos, y de lo que Él nos hace ser, sólo entonces, los hombres dirán: yo quiero conocer a Ése que es capaz de producir este tipo de humanidad, que es capaz de llenar el corazón de alegría. Un corazón que está vacío no se llena de valores, os lo aseguro. Los valores salen como fruto de que se está lleno de alguien. El corazón está hecho para alguien, no para cosas.

Leed si queréis el primer capítulo y poned de nuevo a Jesucristo en el centro de vuestra vida. La persona de Jesucristo, Redentor del hombre, es el fundamento y la meta de la creación, de todo lo que somos, de nuestra vida. Jesucristo es el único capaz de llevarnos a la plenitud, el único en quien podemos esperar la Vida Eterna, el único en el que los hombres pueden esperar la Vida Eterna, y la pueden esperar porque vive. Y ¿dónde vive? Vive en nosotros. ¡Así de sencillo! Cada uno de vosotros sois un trocito del Cuerpo de Cristo, sois portadores de Cristo, vayáis donde vayáis, como decía San Pablo: “ya durmáis, ya comáis, ya bebáis”, en cualquier circunstancia Cristo va donde va su Cuerpo. Porque nosotros vivimos, pero es Él quien vive en nosotros. Nosotros vamos por la vida con este gozo, con esta certeza de que donde yo voy, va Cristo. Fijaos, acaricio a un niño: es Cristo quien está acariciando a ese niño; si yo visito a un enfermo: es Cristo quien está visitando a ese enfermo; si yo doy una clase, los niños escucharán o no escucharán, se portarán mejor o se portarán peor, pero es Cristo quien entra en clase cuando entras tú. Más que preocuparnos de ver cómo consigo yo que se porten bien, preocupaos más de poder mirarlos como Tú nos miras, o como Tú les miras. Y os aseguro que cambia la perspectiva de cómo entra uno en una clase, cómo entra uno en una casa, cómo os podéis tratar entre vosotros en el seno de las Comunidades. Todo, todo.

Si uno tiene la conciencia de que yo soy un trocito del Cuerpo de Cristo, y donde yo voy va el Señor, aunque soy muy frágil, tengo muchas debilidades, y no puedo dar un testimonio coherente. ¡Me da igual!, porque Cristo está en mí y el Señor sabe suplir las deficiencias. El Señor quiere que le deje, que no haya tantos obstáculos en mi vida que no dejen ver que Cristo está en mí; que no ponga yo tantos obstáculos, que al final, no se note que Él está con nosotros, que Él vive en nosotros, que Él es lo más querido. ¡Eso es lo único que importa!

¡Cuántas veces en estos años ha recordado la Iglesia esa dimensión esponsal de la Vida Consagrada, esa dimensión esponsal del cristianismo, y de la vida de la Iglesia, Esposa de Cristo! Por eso la unión esponsal se hace explícita en vuestra forma de vida. El amor apasionado que tiene una madre por su familia y por su esposo, es lo que los hombres tienen que poder reconocer en vuestra vida, hagáis lo que hagáis, y luego, da lo mismo lo que hagáis. Podéis trabajar como unas hermanitas que yo conocí en EE.UU. que trabajaban en un circo ambulante, o las Siervas de María, que se pasan la noche cuidando a un enfermo que está en coma, y que a lo mejor no le puedan ni comunicar, ni decir nada, sólo acompañarlo. ¡Da igual! Lo importante no es dónde, lo importante es que, hagáis lo que hagáis, podáis vivir con la certeza, con la alegría inmensa de que Cristo se ha unido a ti de un modo que nada ni nadie puede romper, y que Él no romperá jamás, con una Alianza fiel, para siempre. Eso que tantas veces hemos oído de la dimensión escatológica: que lo que el Señor os ha dado, que es Él mismo, es para siempre, y es definitivo, porque Dios no retira jamás sus dones, no retira nunca su Alianza; aunque nosotros la rompamos mil veces, Él no la rompe nunca.

¿No os parece que tenemos un montón de motivos para dar gracias, para mirar la vida y el mundo que el Señor nos pone por delante con un corazón desbordante de alegría? ¡Es un privilegio! ¡Es una elección! El Señor os ha elegido para uniros a Él de la manera más estrecha, más plena, más total, más definitiva. Tendríais el derecho a vivir bailando, día tras día, minuto a minuto, como quien se siente privilegiado en la vida, infinitamente privilegiado. ¿Entendéis lo que quiero decir? Todos los cristianos tendrían que vivirlo así, pero más que nadie, vosotros.

Vamos a dar gracias en esta Eucaristía por el don del Señor. Yo en todo este Misterio me pierdo, en el sentido que todo es don. Dios es Don, y cuando uno percibe eso, al final, la vida se convierte en un don, en una ofrenda, en un regalo mutuo que se multiplica. Es el Señor quien se nos regala.

En la Fiesta de la Presentación, María y Cristo se ofrecen al Padre, pero es para nosotros. El sí de Cristo suscita el sí de María, y al final: !oh admirable intercambio! donde todo es don. La Eucaristía repite ese juego de espejos del don: nosotros le damos a Dios lo que Dios nos ha dado, que no es nada, y el Señor nos lo devuelve transformado en su Cuerpo y su Sangre; y además, nos lo devuelve para que nosotros podamos darnos a Él, de forma que podamos vivir. Y uno se pierde. Es como cuando uno tira una piedra en el agua. Y la repercusión de eso: el Don de Cristo a los hombres es sin fin, y no cesa de generar en nuestro corazón el deseo de un don que simplemente responde al suyo. Pero al darnos a Él…, es Él quien se nos da de nuevo, es decir, darnos a Él significa acoger su Don, llenarnos de Él. Darnos a Él no es perdernos, es encontrarnos.

Que el Señor nos dé, a la hora de celebrar esta Eucaristía, y en todas las Eucaristías de la vida, la conciencia de ese admirable comercio, donde cuanto uno más da, más recibe; donde darse es la condición de la alegría, del gozo y de la plenitud, de la vida realizada y plena. Que el don de Dios renueve cada vez más nuestra capacidad de amar y de darnos.

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