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Carta sobre la difusión de la llamada "píldora del día siguiente”

Fecha: 18/05/2001. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2001. Pág. 195



A los sacerdotes,
a los religiosos y religiosas,
a los profesores y educadores católicos,
a los responsables de movimientos, comunidades y asociaciones de fieles,
a los catequistas,
y a todos los fieles de la diócesis.


Queridos todos:

Habéis sabido, hace ya una semana, de la comercialización en toda España de la llamada “píldora del día siguiente”, que además en Andalucía, según se ha anunciado, se distribuirá gratuitamente en los Centros de Salud. Por otra parte, a través de los medios de comunicación se ha hecho una gran campaña que desinforma al pueblo, en un doble sentido: pretendiendo comunicar que la píldora no es abortiva, y afirmando que no tiene efectos secundarios. Las dos cosas son mentira.

Esta difusión de la píldora es la decisión politice más antisocial que se ha producido en España en muchos años, ya que por causa de ella morirán antes de nacer, en función sólo de intereses económicos o politices, muchas vidas humanas inocentes e indefensas, sin que nadie clame por ellos. Y esto sucede en España en un momento en que el respeto sagrado a la vida humana es un valor que nos urge defender en todos los órdenes, porque así lo exige el recto orden moral, y porque al no defenderlo se pone en juego el futuro de una sociedad libre, de una verdadera democracia y de la salud pública. Esto sucede también en un momento en que la tasa de crecimiento demográfico de España es una de las más bajas del mundo. El uso masivo de esta nueva píldora conducirá en muy pocos años a una sociedad mucho más envejecida, y con muy escasas posibilidades de renovarse.

Por otra parte, la difusión de esta píldora asesina asesta un golpe durísimo a la familia, y destruye el sentido de la responsabilidad de los adolescentes y jóvenes en relación con su cuerpo. La naturaleza tiene unas exigencias propias, y no se puede hacer con ella lo que se quiera. Sorprende que una sociedad con una preocupación creciente por la ecología, olvide que existe también lo que podríamos llamar una “ecología humana”, basada en la dignidad sagrada de cada persona, y que el no respetarla tiene consecuencias mucho más graves y dramáticas que cualquier atentado contra los bosques o contra una especie animal. Los jóvenes, en lugar de educarse al amor grande y verdadero que constituye la vocación de toda persona humana, un amor lleno de respeto al cuerpo y a las exigencias de la verdad en la relación “hombre-mujer”, son invitados a un “uso” irresponsable de su cuerpo y de su sexualidad, en una manipulación alienante de cuyas consecuencias dramáticas los mismos jóvenes son víctimas.

“La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana” (Concilio Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual, 76). Por eso no puede callar ante la destrucción de vidas humanas que provocará esta píldora, ni ante un daño tan grande hecho a nuestro pueblo, a sus familias y a sus jóvenes, y especialmente a los menos informados y a los más débiles.

Soy consciente de que a muchas personas les faltan la experiencia o las premisas que permiten reconocer el valor y el significado de la posición de la Iglesia. Tampoco, por tanto, deben sorprendernos las reacciones que provoque. No es cierto que la Iglesia mantenga su posición por falta de conocimiento, y es mentira que se trate de una “cuestión médica” en la que la Iglesia no tendría competencia. Por el contrario, es una cuestión que afecta directamente a la vida, y por tanto, al quinto mandamiento, con enormes consecuencias morales y sociales, que no han sido debatidas, ni siquiera planteadas, con un nivel suficiente de racionalidad y de responsabilidad.

La alarma, por otra parte, no se da sólo en la Iglesia. Muchas personas la sufren en su propia carne o en la de personas muy queridas, como la mayoría ve con dolor la ruina clamorosa de un sistema educativo sin atención a la verdad ni referencias sólidas. El pasado mes de marzo, por ejemplo, Vicente Verdú escribía en El País un artículo, titulado “La inexorable necesidad del Otro”, en el que decía, entre otras cosas: “Hace apenas veinticinco años la familia tenía mala fama. Se estimaba que a través de ella se inculcaban los valores burgueses y se prorrogaba la cultura de la represión. Pero ahora la familia se ha liberado. Se ha liberado de la sexualidad procreadora, del matrimonio, de la vieja dependencia paterno-filial. Simultáneamente, han triunfado la democracia y las vanguardias artísticas. Pero ahora, también, la libertad -en el sexo, en la política, en el arte- anda errante, triste, deprimida”. Y terminaba preguntándose si toda esta “liberación” -que no está sin relación con los setecientos millones de personas que padecen depresión en el mundo, la mayoría en el mundo occidental- conduce realmente a la libertad.

La Iglesia no quiere menoscabar la libertad de nadie. Todo lo contrario: precisamente porque ama seriamente la libertad de cada persona y de la sociedad, no dejará de cumplir con su deber de expresar libremente la verdad que conoce, lo que no debería sorprender ni ofender en una sociedad que se proclama oficialmente tolerante. Si una persona quiere salir de su casa a la calle por una ventana del tercer piso, tal vez nadie podrá, a la larga, impedírselo. Y si nuestra sociedad se empeña en suicidarse, o en dejarse aniquilar en nombre del bienestar y del progreso, tampoco. Pero no parece que advertirle del peligro sea interferir en su libertad. Es más bien un deber de humanidad elemental.

La advertencia de la Iglesia, que no nace de una posición ideológica, sino del afecto por la verdad y la vida de las personas, no debe sustituir a la tarea, cada vez más urgente y necesaria, de una educación paciente y positiva en la belleza de una sexualidad bien vivida y del amor humano, que es un rasgo fundamental de la imagen de Dios en el hombre. La misión de la Iglesia en esta dimensión importantísima de la vida humana consiste principalmente en ofrecer a todos la ayuda pastoral, llena de afecto y de misericordia, que necesitan las personas para comprender las razones por las que vale la pena vivir de otro modo, o para reconstruir la vida y el amor después de haberlos maltratado. En esa ayuda, un elemento decisivo es el perdón de los pecados, que el amor infinito de Jesucristo ofrece siempre a todos.

Por todos estos motivos, y por la gravedad de lo que está en juego, os escribo esta carta, y adjunto a ella la nota sobre esta píldora de la última Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, aunque algunos posiblemente ya la conozcáis. A los pastores y educadores os ruego que la difundáis entre los fieles y en todos los espacios educativos a vuestro alcance del modo más eficaz posible. Mi consejo, o más bien, mi ruego, es que se lea en las Eucaristías del domingo, acompañada de esta carta mía si os parece útil, y que la difundáis entre los fieles mediante fotocopias o del modo que consideréis más oportuno, de manera que todos los fieles puedan tenerla, leerla y comentarla en sus casas o con sus amigos.

A los fieles cristianos, y especialmente a los padres y educadores, así como a los profesionales de la medicina y de la farmacia, os aliento especialmente, en esta circunstancia particular, a dar un testimonio vivo de cómo vuestra fe en Jesucristo provoca una pasión por la vida de los hombres que no se doblega ante la presión social, ante lo políticamente correcto o ante la cultura dominante cuando ésta se vuelve inhumana, por muy hábilmente que esté gestionada por el poder.

Y lo mismo a los jóvenes cristianos, y a los no cristianos que buscáis la verdad sobre la que construir sólidamente una vida que valga la pena de ser vivida. La felicidad a bajo precio que se os ofrece no es tal, y muchos de vosotros tenéis ya la experiencia amarga de ello. Vuestra vida y vuestro amor valen mucho más que esa alienación irresponsable y consumiste que se os propone para convertiros en dóciles instrumentos de los intereses de otros. Pero cuidar de vuestra vida y de vuestro amor supone un coraje, una libertad y un trabajo que os animo a sostener, porque es la condición de preservar la conciencia de una dignidad que no debéis a nadie más que a Dios. En ese trabajo y en ese testimonio, os lo aseguro, no estáis solos. Está con vosotros Jesucristo, el Hijo de Dios, cuya muerte y resurrección acabamos de celebrar, y está con vosotros la Iglesia entera, su cuerpo, que os sostiene y os fortalece en el testimonio y en la defensa de la verdad del hombre.

A todos os bendigo de corazón.

† Javier Martínez
Obispo de Córdoba

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