Iglesia del Juramento
Fecha: 24/10/2001. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, X-XII de 2001. Pág. 83
Queridos Capitulares,
hermanos Sacerdotes,
Junta de gobierno de la hermandad de San Rafael,
miembros y representantes de la agrupación de cofradías y de algunas otras cofradías,
queridas autoridades,
representantes de la de la Policía local, que celebráis hoy también vuestra fiesta,
mis queridos hermanos y amigos todos:
Una novelista norteamericana del siglo XX llamada Flannery O’Connor, no demasiado conocida entre nosotros, pero una de las mejores escritoras de ese siglo ya que murió muy joven en los años 60 de una enfermedad entonces incurable y hoy casi incurable que se llama Lupus, en una carta a una amiga suya tiene una referencia preciosa a San Rafael, lo cual sorprende en una escritora norteamericana. En esa carta, escrita durante su enfermedad le decía a su amiga: «estoy pidiéndole mucho San Rafael, que es el arcángel que Dios nos ha puesto para que encontremos en la vida a aquellas personas que debemos encontrar».
A mí me parece que es una de las referencias más bellas al significado de San Rafael, cuyo nombre, como todos sabéis, significa en hebreo «medicina de Dios», o más bien «Dios cura». Es el modo más humano, más adecuado a nuestra existencia y a nuestro modo de ser, por el que Dios realmente cuida de nosotros y cura nuestras enfermedades, que las físicas no son ni mucho menos las más graves, sino aquellos dolores y sufrimientos que brotan precisamente de las distancias, de las traiciones, del daño que nos hacemos unos a otros. Es justamente ponernos en la vida personas con las cuales uno puede dar gracias a Dios por la vida, por el camino de la vida y por la misericordia del Señor, hecha rostro y humanidad en esas personas.
La trama, el tejido del que está hecha la historia humana y la convivencia humana, es un tejido de encuentros y de desencuentros. De los encuentros brota la amistad, el reconocimiento y respeto mutuo, el afecto de unos por otros; brota un deseo de que ese bien que se experimenta en el encuentro y en la amistad, cuando son verdaderos, se multiplique, crezca, se extienda. En los desencuentros se siembran las semillas de todo aquello que divide a los hombres: de la envidia, de la lucha de unos contra otros, del egoísmo, de la ambición; al final, del odio, y muchas veces en la historia, por desgracia, de la muerte.
La palabra encuentro es una palabra que parece muy simple, muy sencilla. Se puede aplicar a cosas muy banales. Hay muchas maneras de encontrarse, hay muchos encuentros que no son encuentros, que son epidérmicos, de fachada, exteriores. Yo creo que cuando Flannery O’Connor decía que San Rafael es quien nos pone cerca, o nos conduce hacia las personas que Dios quiere que encontremos en nuestra vida, se refiere a otra realidad más honda. Un encuentro no es simplemente cualquier cosa, no es ciertamente unos gestos educados o correctos exteriormente. Un encuentro es el interés por la verdad y el bien del otro.
Voy a señalar solamente dos características de un encuentro verdadero: amar la verdad de la persona humana y el deseo del bien de las otras personas, de cualquier persona. Por lo tanto un encuentro verdadero tiene siempre como fundamento la verdad en todos sus factores: la verdad de lo que soy y la verdad de lo que la otra persona es. Yo creo que la mentira, en nombre de lo que sea, es siempre la corrupción más terrible, la más sutil, la que siembra en primer lugar la distancia, la extrañeza, la diferencia y el no reconocimiento de unos por otros en todas sus formas. No en vano se llama al enemigo de la naturaleza humana, a Satán, «el padre de la mentira».
La mentira no consiste sólo en engañar. Consiste muchas veces en no tener en cuenta todos los factores que conducen a lo que otra persona, que no piensa como nosotros, está diciendo; pero sobre todo no tener en cuenta la verdad de lo que la persona es, por encima de sus pensamientos, juicios, criterios, o de sus obras o historia.
Una persona es siempre una imagen viva de Dios, y una persona humana, ocupe el puesto que ocupe, sea quien sea, tenga las cualidades que tenga, es siempre alguien digno de un respeto absoluto y de un afecto que es lo único que puede efectivamente curar en las personas las deficiencias que hay en la vida de todos nosotros.
Por tanto, primera condición del encuentro: amar la verdad de la persona humana. Segunda condición de un encuentro que sea verdadero que genere una convivencia, una vida, una historia por la que uno puede dar gracias: el deseo del bien de la otra persona.
El deseo del bien significa en primer lugar no usar nunca a una persona humana para nada. La persona humana no es nunca un instrumento de los propios proyectos, de las propias ambiciones, de los propios intereses, por muy nobles y sagrados que sean. En nuestra tradición cristiana la persona humana es el fin de todo. El primer signo de la Encarnación del Hijo de Dios, como fruto de la Redención de Jesucristo, es justamente la persona humana como centro de todo; pero la persona humana, no como instrumento para ninguna cosa. Nadie es instrumento de nada, y mientras los hombres en nuestras relaciones no tengamos conciencia de ello, estaremos dificultando entre nosotros la construcción del bien común y la construcción de un futuro verdaderamente humano. Sólo cuando uno trata a la persona como la persona es, es decir, como una imagen de Dios; cuando uno desea su bien, el bien de la persona por encima de cualquier otro interés, o de cualquier otro bien que yo pueda desear para mí, es entonces, cuando puede surgir esa gratuidad que hace de la compañía, del encuentro, el don más precioso en la vida, aquello por lo que uno, sencillamente, puede vivir con gratitud y con alegría.
Pero la historia humana, la convivencia, está también hoy llena de desencuentros. En este último siglo que acabamos de vivir, la historia de terribles desencuentros ha costado la vida a millones de personas
Por lo tanto, yo creo que celebrar un año más, como todos los años en Córdoba, la Fiesta de San Rafael, podría ser una buena ocasión para dar gracias a Dios por los encuentros buenos que hay a lo largo de nuestra vida, por las personas que tenemos cerca, que son siempre un don de Dios, que son siempre enviadas por Dios, en las cuales podemos confiar, con las cuales puede uno dar gracias, sencillamente por el bien que esa amistad, que ese afecto genera en nuestra vida.
Yo creo que es mucho lo que lo que hay en Córdoba de encuentro humano. Córdoba es una ciudad que conmueve y que seduce en muchos aspectos, no sólo por la belleza de sus monumentos, sino también por una cierta humanidad sencilla, no censurada como en tantísimas sociedades modernas donde lo humano queda absolutamente marginado en nombre de una eficacia tecnificante, que lo invade todo y que deja al ser humano sólo consigo mismo. En Córdoba uno puede encontrar una humanidad inmediata, y hasta en el mismo sufrimiento, que uno puede ver tantas veces en los rostros de las personas, de los hombres y mujeres de Córdoba, uno puede reconocer justamente el sufrimiento de una humanidad conocida, intuida, vista, pero no cumplida en la vida, y eso todavía produce entre nosotros dolor, lo cual es un signo también de humanidad.
Por lo tanto, también la fiesta de hoy nos invita a todos a dar gracias por esa humanidad, que yo creo que tenemos todos la responsabilidad de cuidar de un modo o de otro, favoreciendo constantemente el encuentro verdadero entre las personas, entre las familias, entre las clases sociales, entre las distintas funciones y tareas de la vida social.
Yo creo que al mismo tiempo que le damos gracias a Dios por esa humanidad que todavía uno puede reconocer fácilmente en el pueblo de Córdoba, tenemos que pedirle al Señor que seamos capaces de seguirla construyendo, de evitar los desencuentros, y si es necesario, humillarse en favor de los encuentros verdaderos. Tenemos que pedir al Señor que haga de nuestra sociedad de una sociedad en la que todos los hombres nos tratemos realmente como hermanos por el hecho de ser hombres. Que el Señor, por la intercesión de San Rafael, nos ayude a deshacer esos desencuentros que también han sembrado nuestra historia, que uno percibe en nuestra sociedad y que generan divisiones, envidias, odios.
Yo, en un día como hoy, después de las tres semanas en las que llevamos teniendo prácticamente en nuestro paí, un atentado cada lunes, no puedo menos que incluir necesariamente en esa súplica la petición de que Dios nos ayude a todos a contribuir, cada uno desde nuestro puesto y desde nuestra misión, a desarraigar de nuestra tierra y de nuestra patria la plaga espantosa del terrorismo, que siembra la desconfianza, el odio, la muerte injustificada entre nosotros. Que el Señor cambie los corazones de aquellos que directamente lo buscan y de aquellos que lo apoyan, o lo sostienen, o lo justifican ideológicamente.
Pero fijaos, yo diría que tenemos que pedirle más. Tenemos que pedirle que no facilite entre nosotros esos desencuentros, esos malentendidos que sin querer, en muchos casos, son el terreno abonado donde esas patologías terribles de una sociedad como es el terrorismo, y que pueden germinar y crecer como una planta venenosa. Hay un cierto terreno humano, por ejemplo cuando se exalta como ideal de vida el poseer o el poder, o cuando el objetivo único de la vida es la conquista del poder, o de los bienes de este mundo, que generalmente termina sacrificando las relaciones, y por tanto la amistad y el bien común. Ese, es el terreno abonado en el que pueden nacer fenómenos tan terribles como el terrorismo, y donde la sociedad se queda de alguna manera tan impotente para mostrar una verdad distinta frente a él.
Son muchas las cosas en nuestro ambiente, en nuestra cultura occidental, en las cuales parece que el poder, el éxito, o la búsqueda del dinero, lo puede justificar todo. Eso necesariamente siembra la división entre los hombres, y cuando hay suficiente poder como para poner en juego cosas muy sagradas y muy grandes, una vida humana o la estabilidad de una sociedad terminan valiendo poco.
A mí me parece que nosotros no podíamos celebrar San Rafael sin tener en cuenta este contexto, sin tener en cuenta la necesidad que todos, creyentes y no creyentes, tenemos de cuidar lo que hay de humano, de bueno y de bello en nuestra sociedad cordobesa, y evitar y luchar contra todo a aquello que nos divide, que nos separa, que nos lleva a la mentira y al desamor.
Nos unimos todos en esa acción de gracias por Jesucristo. El descubrimiento y la entrada en la historia de ese valor supremo, que es la dignidad de la persona humana, está ligado al nacimiento del cristianismo y a la Encarnación del Verbo. Por lo tanto, damos gracias a Dios por Jesucristo y por esa realidad de fe, que ha permitido que surja una sociedad como lo mejor que hay en nuestra historia; y al mismo tiempo le suplicamos: «Señor, que nosotros nunca contribuyamos a la división entre los hombres; que nosotros seamos instrumentos de encuentro; que podamos ser causa de alegría y de gratitud para quien se cruza en nuestro camino; que podamos ser instrumento de unión y de comunión entre los hombres».
No sé si os parece que eso tiene que ver con la vida cristiana, pero el Concilio, en el primer párrafo de su documento más importante, el documento sobre la Iglesia y la misión de la Iglesia en el mundo, dice: «la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG, 1). La Iglesia es, cuando vivimos la fe cristiana con verdad, instrumento de unión entre los hombres, nunca instrumento de división. Cuando somos instrumento de división, no estamos dando testimonio de nuestra fe, estamos utilizando la fe como si fuera una ideología. Y la fe cristiana no es una ideología frente a ninguna ideología. La fe cristiana es un hecho bueno que acontece en nuestra vida y que siembra en nuestra humanidad, en cualquier contexto, en cualquier latitud o cultura, un montón de bien, de alegría y de esperanza, precisamente porque nos permite reconocer cuál es nuestro destino, cuál es nuestra verdad como personas y cuál es la tarea de la vida; en definitiva nos permite vivir en la verdad y en el amor, para la verdad y para el amor.
Que el Señor nos ayude a todos los cordobeses, por intercesión de San Rafael, a vivir así y podremos mirar al futuro con una esperanza que, a veces, nos falta; y sin embargo, desde esta perspectiva, a esta luz y con la certeza de que Cristo está en medio de nosotros, ¡claro que podemos mirar al futuro llenos de esperanza! No hay más futuro que el que surge justamente de una convivencia basada en el respeto a toda persona humana y en el deseo del bien de toda persona humana. Que el Señor nos ayude a todos a vivir así.