Santa Iglesia Catedral de Córdoba
Fecha: 09/01/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-III de 2002. Pág. 107
Queridos hermanos sacerdotes, bien de la Diócesis, de la Prelatura, o de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Queridos hermanos y hermanas, nos reunimos hoy para celebrar la Eucaristía. Eso es lo sustantivo, ese es el don permanentemente inmerecido que Dios nos hace de poder recibir su don, su Cuerpo, su Sangre, a Él mismo, y de poder darle gracias por todo lo que la Redención representa. La oración del cristiano es siempre Eucaristía, es siempre acción de gracias, y es siempre acción de gracias, como motivo último, por Jesucristo, en quien el Padre nos ha entregado la vida misma divina, y nos ha hecho partícipes de su vida divina: vivir como hijos de Dios permitiéndonos conocer que nuestro destino es participar de esa vida de amor que Dios nos comunica para siempre. Y misteriosamente en cada Eucaristía, pues el Señor renueva ese don para cada uno de nosotros, renueva por así decirlo su alianza con nosotros, su afirmación del valor que para Dios tiene la vida, la persona, la plenitud de cada uno de nosotros.
Acabamos de celebrar (estamos todavía en el marco de las celebraciones de la Navidad) ese misterio grande que es el fundamento de todo en la vida de la Iglesia: La Encarnación del Verbo, donde ese don del Padre que nos entrega a su Hijo, se hace, sucede en la historia, y empieza desde ese momento en la historia esa realidad nueva que es la del hombre redimido, empieza en aquella Mujer que sería figura, modelo, imagen de la Iglesia.
La Pasión, la muerte, la resurrección, el don del Espíritu Santo, todo ello no serían sino consecuencias o, si queréis, el resultado de ese amor de Dios manifestado en Cristo, por el cual los cristianos, que tenemos experiencia de ese don a lo largo de toda la historia, que en nuestra vida personal recibimos ese don de Cristo, vivimos con una gratitud que hace que nuestro modo de orar sea el de dar gracias, sea siempre la gratitud expresada como Pueblo, reunidos entorno al lugar donde misteriosamente ese don se renueva día a día para cada uno.
La Eucaristía es eso, sustantiva y esencialmente eso. Es esa sorpresa renovada por el don de Cristo que hace nueva la historia y que hace nueva la vida de los hombres. Esto, por lo tanto, permanece entre nosotros y es el fundamento de toda alegría, de toda alegría verdadera. Pero, pedagógicamente, esa permanencia, que está en la Palabra de Dios que hemos escuchado con veneración, en los sacramentos…, se hace también presente de distintas formas a lo largo de la vida, pues Dios se acerca a nosotros y nos comunica su Gracia, se nos comunica Él mismo como Gracia de modos distintos. Esa presencia de Cristo se hace pedagógicamente significativa para nosotros, incluso más que en la Palabra y en los sacramentos -aunque sólo que en la Palabra y los sacramentos descubrimos después la fuente-, a través de los frutos de la Palabra y los sacramentos. Y los frutos son siempre la vida redimida, el esplendor de una vida humana cuya plenitud desborda la presencia de Cristo y nos permite reconocer la verdad del anuncio de la Iglesia, y la verdad del don de la Iglesia que es la de Cristo, en definitiva, fundamento de nuestra propia verdad como hombres y como mujeres y fundamento de la santidad.
Al don de Cristo pertenecen inseparablemente la realidad de los santos. Los santos no son simplemente figuras que nos resultan, podríamos decir, agradables cariñosas, entrañables, a las que tenemos una particular devoción. Los santos son el signo de la verdad de la Redención de Cristo. Los santos son el modo como la presencia y la gracia de Cristo se hace pedagógicamente persuasiva para con nosotros, de modo que podemos reconocer en esa humanidad la esperanza para la nuestra, la esperanza de que también nuestra humanidad pueda cumplirse y resplandecer llena de Cristo, el único Redentor de los hombres. En este sentido la historia de la Iglesia desborda de figuras, suscitadas por el Señor, cuidadas por el Señor, en las que el Señor ha derramado su gracia, a veces escondidas, de tal manera que casi ni su familia sabía de su santidad; otras veces con una fecundidad enorme derramada por toda la Iglesia. Y como todo, igual que los sacramentos, igual que la Palabra del Señor, son para nuestro bien, es decir, para nuestra vida. ¿Para qué ha venido Cristo? Para que nosotros vivamos. ¿Para qué es todo lo que Dios hace en la Iglesia? Pues para que nosotros vivamos.
Celebramos hoy, la ocasión de esta Eucaristía -digo la ocasión con toda conciencia porque la Eucaristía nunca es instrumento para otra cosa: la Eucaristía tiene su fin en sí misma y es ella misma lo más grande- es dar gracias a Dios, pues hoy es el centenario del nacimiento del Beato Josemaría, por el que nadie que conozca un poco el mundo en que vivimos y la Iglesia en la que estamos puede dejar de dar gracias a Dios: la obra que el Señor ha hecho en él, de la cual vosotros, reunidos aquí ésta tarde, sois sólo una partecita pequeña. El Señor le concedió al Beato Josemaría el don de ser uno de los primeros, creo yo, que intuyeron la descristianización del mundo cristiano.
Nos duele la descristianización que vemos en el mundo hoy, pero si uno pudiera mirar un poco más allá de la superficie, tendría que concluir que las raíces de esa descristianización estaban muy hondas en el mundo, en nuestro tiempo, hace ya muchos años. Y que detrás de una apariencia de una vida cristiana normal mantenida a veces, se escondían fisuras, rupturas, lapsus de la Fe que hacían muy difícil que la experiencia de la Fe pudiera ser transmitida a las generaciones siguientes con consistencia, con la capacidad de producir en ellas el entusiasmo, el don de la propia vida.
El Beato Josemaría, junto con otras personas que el Señor ha ido suscitando en la Iglesia, es uno de los primeros que intuye que una de las causas profundas de la descristianización tienen que ver (con eso que después el concilio ha expresado) con la separación de la fe y la vida.
El Beato Josemaría intuye también que la realidad es santa, y que la santidad no puede ser una vocación para unos pocos que viven vocaciones y caminos raros. La realidad es santa. Dios no está fuera de la realidad. Dios está en las cosas de la vida, Dios está en el trabajo, y el hombre puede encontrar a Dios y puede reconocer y acoger la vida que Dios nos da cuando se abre a Él y vive su presencia en esas realidades. En ese sentido el beato Josemaría intuye algo que hoy nos es mucho más fácil articular, incluso formular, es decir, que no hay realidades profanas, ni actividades profanas. La actividad de cada día, desde la actividad de la madre de familia en su casa o de quien trabaja en cualquier servicio humilde de la sociedad, hasta la actividad de quien tiene una gran responsabilidad es, en el fondo, el lugar donde uno puede encontrar al Señor, vivir para Él, reconocer su presencia y darse a Él por entero, porque todo habla de Él. Y por lo tanto vivir la santidad no significa abandonar eso. Eso ha supuesto un don para la Iglesia de una gran fecundidad.
En la Eucaristía que celebramos aquí, en esta misma Catedral, en acción de gracias por la beatificación del Beato Josemaría, os recordaba yo esto mismo: que habíais recibido un patrimonio espiritual en un mundo que vive sin ninguna apertura a Cristo. A pesar de sus cambios aparentes por fuera -la sociedad de hoy no es en absoluto la sociedad de los años 40 ó 50, por poner un ejemplo-, sin embargo vive de la misma mentalidad en la cual la realidad es profana, está allí, en el trabajo, y eso es para ser iluminado por los técnicos, por los profesionales. La vida religiosa sería como otra cosa, la misma relación con Cristo… Si esto se vivía así en los años 40, muchísimo más en el que vivimos.
En los años 40 ó 30 las raíces cristianas de la sociedad eran mucho más visibles y más sólidas. La descristianización apenas había empezado a manifestar sus consecuencias tremendas. Y cuando digo descristianización no es que no hubiera habido enemigos de la Iglesia: ya había empezado la persecución religiosa en España, todo lo que se había vivido durante el siglo XIX del ateísmo, del odio a la fe y odio a la Iglesia. No estoy hablando de eso, sino de la descristanización interna de la Iglesia, es decir, de cómo los cristianos perdíamos sustancia religiosa, sustancia cristiana, sustancia de fe, entregando la santidad o la vocación de unos pocos, vocaciones especiales, raras, no algo posible para todo el mundo. El Beato Josemaría fue uno de los primeros que percibió esto, y no sólo afirmándolo como algo teórico, sino desarrollando un cauce para que esto pudiera ser vivido, tanto en sus escritos, como en la realidad -el escrito más importante- que sois vosotros mismos, que sois sus herederos. Sus hijos sois el signo de que no es simplemente el reconocimiento de una verdad abstracta, sino signos de Dios, porque la santidad es eso: el modo como Dios vive, ese Dios de quien S. Juan nos recordaba en estos días: “Dios es amor, es luz, en Él no hay tiniebla alguna”. La santidad en nosotros, por lo tanto, es participar de esa luz, participar de ese amor, acoger el don del espíritu de Dios que hace posible en nosotros vivir la vida como una donación, como una donación plena a Dios y a los hombres.
Vosotros sois herederos de un enorme patrimonio espiritual en un mundo donde ese patrimonio sigue siendo absolutamente necesario, porque los hombres, más que nunca, entienden hoy la realidad como una realidad cerrada, totalmente instrumental, que sólo sirve para ser utilizada por los técnicos, para ser explotada, manipulada. Y vosotros estáis llamados a ser personas que puedan realizar su trabajo, el que hagan, el que la vida les haya designado, el que el Señor la providencia divina les haya atribuido, como continuadores de la obra creadora de Dios; que hagan su trabajo con la conciencia de la santidad que tiene el gesto humano más pequeño, que puedan por tanto reconocer la santidad de las cosas, la santidad de la creación, que puedan vivir la vida como imagen viva de Dios, que puedan amar a los hombres y construir la sociedad construyendo un Pueblo de hijos, de hijos libres, llenos de la certeza que da el saberse destinados a la vida eterna, llenos de la responsabilidad de saber que esa vida eterna nos la jugamos día a día. Eso es lo que estáis llamados a vivir, y eso es lo que tenemos que pedirle al Señor que se nos da, y que nos da todo, y que os lo da a vosotros a través del conocimiento, de la simpatía, de la percepción del don, de la persuasividad del don del carisma del Beato Josemaría. Poder vivirlo con gratitud, con libertad, con gozo, y poder comunicarlo, porque un mundo sin Cristo, o un mundo donde la realidad no es percibida como el lugar donde se puede encontrar y testimoniar a Cristo, es un mundo que se pierde. Ese mundo necesita a Cristo, necesita a personas que puedan ser testigos de que Cristo es toda esperanza en el mundo, pero que lo puedan ser en la sencillez de la vida real, en la verdad de la vida real: los lugares de estudio, los lugares de trabajo, en la calle, divirtiéndose, celebrando un cumpleaños; que todo proclame que Cristo es el bien más precioso. Se lo suplicamos al Señor para nosotros en estas circunstancias tan complejas del momento de la historia. Lo pedimos para todos vosotros, para la Prelatura, se lo pedimos para toda la Iglesia de Dios.
No quisiera dejar de decir, ya que estamos en la Catedral, que Córdoba celebra también hoy la vida de un gran santo, aunque muy poco conocido, como muchos de sus santos, por los cordobeses mismos, que es San Eulogio de Córdoba, presbítero, sacerdote de esta Diócesis, y gracias al cual conocemos las biografías, y hasta un poco el temperamento y los martirios, de casi 50 mártires cordobeses que derramaron su sangre por Cristo en la dominación musulmana. Él mismo, para preservar la cultura de una comunidad cristiana aquí en Córdoba que olvidaba sus raíces y ya casi no sabía el latín en el que estaba expresada su liturgia, se pasó a las filas enemigas y fue hasta el sur de Francia, arriesgando su vida, para traer a Córdoba libros de autores latinos para que se pudieran leer aquí. Poco después fue nombrado Arzobispo de Toledo (aunque nunca llegaría a tomar posesión). Derramó su sangre por Cristo, igual que sus amigos de los que él había escrito su vida y su martirio.
Me parece una feliz coincidencia de la providencia que el Señor nos haya permitido celebrar en esta Catedral hoy el centenario del nacimiento del Beato Josemaría y la memoria de San Eulogio de Córdoba. ¿Por qué? Porque a él le llamó el Señor para ser el padre de un gran pueblo. Al igual que a él, el Señor nos llama a ser mártires (quitadle las connotaciones vulgares de la palabra mártir; lo que mártir significa es “testigo”), testigos en un mundo donde la vida humana no cuenta, testigos en un mundo donde no hay santidad en la vida, testigos en un mundo donde la humanidad misma se vende, se pierde y se prostituye de mil maneras. El Señor nos llama a ser testigos de que es posible vivir de otro modo. Y en ese sentido la historia de la Iglesia en Córdoba, que es una historia resplandeciente de innumerables mártires, no sólo aquellos que pudo describir San Eulogio, es para nosotros una responsabilidad, una llamada y un don para cuidar y para suplicar al Señor, y suplicar por intercesión del Beato Josemaría y de todos los santos cordobeses. Señor haz que nosotros, en esta sociedad y en este mundo, podamos ser testigos de que Tú eres la esperanza del mundo, y testigos de que cuando uno vive en tu Iglesia, la vida sencilla de la Iglesia, uno vive la humanidad de la mejor manera que es posible vivirla, de la manera más constructiva para el mundo que es posible vivirla, y sobre todo, de la manera más verdadera, más libre, más plenamente humana que es posible Haznos Señor a nosotros, por el don de tu Espíritu y por intercesión del Beato Josemaría, testigos de esto en medio de este mundo nuestro y de esta sociedad nuestra.