Santa Iglesia Catedral de Córdoba
Fecha: 02/02/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-III de 2002. Pág. 117
Queridos hermanos sacerdotes,
religiosos, queridas religiosas,
miembros de los institutos seculares y de alguna otra forma de vida consagrada,
vírgenes consagradas, por ejemplo, y algunas otras que también veo por aquí.
Lo que nos reúne hoy, como siempre de algún modo en la vida de la Iglesia, es la gratitud. Y la gratitud tiene siempre por objeto fundamental a Dios Padre, a quien damos gracias porque es Él es la fuente de todo don, de toda vida, de todo lo que somos, y también la fuente última de la gracia de Cristo y del don del Espíritu. Damos gracias a Dios Padre y las damos por Cristo su Hijo que, como dice el concilio y ha repetido tantas veces el Magisterio del Santo Padre, nos ha revelado al Padre y al misterio de su amor, nos ha revelado la verdad de nuestra vocación como hombres, y en el don de su Espíritu nos da la energía para poder vivir, incorporados a Cristo, la plenitud de la vida humana. Por consiguiente, el motivo siempre presente (siempre, y en todo lugar, y en toda circunstancia de la vida, también en las que parecen duras, o en las que el designio de Dios se hace incomprensible, o en los momentos donde aflora nuestra fragilidad) es el Padre, y junto a Él, su Hijo Cristo y el don del Espíritu del que nos han hecho partícipes.
Hoy esa acción de gracias se hace completa, adquiere carne, se hace humana a través de nuestras vidas, de vuestras vidas consagradas en las distintas formas, la desbordante riqueza de carismas que el Espíritu de Jesucristo suscita en la Iglesia de Dios, y suscita, y ha suscitado, en la historia de nuestra Diócesis cordobesa. Por tanto la acción de gracias hoy es por vuestra vida, fruto de la gracia de Cristo y del amor del Padre y del don del Espíritu en nosotros.
Una gratitud que en la medida que a mí me cabe en este momento expresarla y a la que yo os invito a participar a cada uno en la medida del don de Dios, muy grande porque sin vosotros, sin vosotras, sin vuestra vida, y también sin las obras que vosotros sostenéis, que son expresión de vuestra vida porque no existirían sin vosotros tampoco. Damos gracias porque, a través de vosotros, la Iglesia de Cristo adquiere rostro, la Persona de Cristo se hace presente en su cuerpo, y a través de Él enseña, y a través de Él cura enfermos, y a través de Él expresa de mil formas toda la creatividad increíble de la caridad cristiana, del amor de Cristo por cada hombre y por cada mujer. Por lo tanto a mí me es muy fácil dar gracias hoy, dar gracias al Señor por vosotros. Y daros gracias, de alguna manera, en nombre de la Iglesia, en la medida en que yo puedo representarla en éste trocito del Pueblo de Cristo, pues daros gracias a vosotros por vuestra vida, por la santidad de vuestra vida. Yo sé que podréis decir en este momento o pensar “pero si yo vivo a lo mejor mi vocación de una manera mediocre o pobre o así como…”. Probablemente tenemos que corregir muchos conceptos muy voluntaristas, o pelagianos si queréis, o contaminados del espíritu del mundo, como si la santidad, la perfección humana, la plenitud humana, fuera algo que los hombres pudiésemos construir con nuestras manos. La santidad de nuestra vida es una realidad objetiva por el hecho de vuestra particular vinculación, por el particular don de vuestra vida a Cristo o si queréis todavía antes que eso por el particular don de Cristo a cada uno de vosotros y a cada una de vosotras.
Es Él quien es Santo. La santidad expresa aquello que diferenciaa Dios, y expresa la trascendencia de Dios. Y en esa trascendencia de Dios, la misericordia de Cristo, la gracia de Cristo, nos ha permitido ser partícipes al hacernos hijos de Dios. Y por esa participación la Iglesia es un pueblo de santos. Y por esa participación, vosotros y vosotras expresáis el Misterio de la Iglesia en su plenitud, es decir, la respuesta esponsal de la Iglesia al don esponsal de Cristo en la Encarnación, y en la Pasión.
Sois un signo público, visible, permanente, sea cual sea la forma exterior o la modalidad de la vida consagrada. Sois un signo permanente, visible, de que Cristo es el único Redentor del hombre, de que Cristo es, de tal manera, todo para la vida del hombre; que uno puede darle la vida por entero, de una manera análoga a como el esposo y la esposa se dan a sí mismos en el matrimonio y la familia; o más bien en el matrimonio, en la familia, el esposo y la esposa se dan de una manera análoga a como Cristo se nos da a nosotros, y nosotros hemos consagrado nuestra vida a Cristo: por eso el matrimonio es signo de Cristo. El matrimonio es de alguna manera el don, ese don pleno, sin fisuras, que hace la plenitud de la vida humana, y que se ha hecho posible en la tierra como fruto de la Redención de Cristo; que ha inaugurado como camino humano plenamente humano, fruto de la Redención de Cristo; ese don es el que explica últimamente lo que sois. Porque me lo habéis oído decir muchas veces: no son las obras, por muy importantes que sean. No hay obra en este mundo que valga una sola de vuestras vidas, por muy grande que sea, por muy hermosa, por muy importante para el futuro de la humanidad, incluso muy importante para la vida de la Iglesia.
Vuestro corazón no está hecho para un trabajo, para una tarea. No hay tarea en este mundo, no hay tarea humana que justifique el don pleno de una vida, y que por lo tanto que justifique la vida consagrada. Sólo una persona puede corresponder a las exigencias más hondas del corazón humano. Ysólo, porque esa persona vale más que la vida (como dice el salmo: tu gracia vale más que la vida), puede uno darle la vida entera aunque tenga mil fragilidades. Porque repito, la santidad no es la expresión de nuestras capacidades. La santidad es la expresión la misericordia de Dios. Y de eso es lo que son signo, lo que grita a voces cada una de vuestras vidas. Por eso entendéis que no nos resulte difícil dar gracias, aunque quiero decirlo, porque pienso que tal vez en momentos de problemas como la escasez de vocaciones, o la dificultad de ver como ciertas obras pues pueden ser sostenidas cuando los años van creciendo y exigen tanto de nosotros y uno puede estar sometido a las mil tentaciones de percibir la desproporción entre aquello a lo que distéis vuestro corazón en un momento de la vida y luego la realidad de la vida cotidiana hasta el punto de poder llegar a resignarse de la misma manera que les pasa de otro modo a los matrimonios, es decir, uno se resigna a convivir, a ir tirando, a sobrevivir por así decirlo, sin renovar la gracia y la alegría por la cual uno puede dar gracias en todo lugar y en toda circunstancia y por lo cual uno puede dar gracias en cualquier momento de la vida. Dios mío, que esta Eucaristía sirva para renovar, justamente con nuestra gratitud, la razón profunda y última que explica vuestra donación, y la alegría de esa donación, como respuesta a la donación sin límites, sin fisuras. S. Pablo en una carta a los Corintios, “Jesucristo no ha sido para vosotros sí y no, sino puro sí”. A ese sí de Dios responde el icono al que hacía referencia el Papa, y hacía referencia la monición de entrada. El icono de Cristo, el Hijo de Dios, uniéndose a la humanidad y ofreciéndose, por así decir, de nuevo al Padre en la carne; y la ofrenda de la Iglesia que prolonga esa ofrenda y ese don de Cristo y que se hace visible. Sin vosotros, sin vida consagrada, la Iglesia de Cristo no sería la Iglesia, podría ser una O.N.G. fantástica, pero no sería la Iglesia de Cristo, sería otra cosa. La Iglesia de Cristo no existe sin personas que al sí de Cristo responden con el sí sencillo, frágil, pobre como corresponde a lo que somos, el verdadero de nuestra vida.
Esta Eucaristía es una ocasión de renovar en cada uno de nosotros la multiforme gracia en que el Señor nos ha concedido vivir, y al mismo tiempo de hacer crecer los lazos entre nosotros de la manera más verdadera, pues quien nos une no es ni el modo de vestir, ni las costumbres, ni aquello a lo que dedicamos muchas horas durante el día, que son tan variados, tan diferentes y tan ricos como es la riqueza misma de Cristo; quien nos une es el amor de Cristo, quien nos une es la pertenencia al mismo cuerpo de Cristo en esta Iglesia particular, concreta, en la que el Señor nos ha puesto hoy; mañana a lo mejor os pone en otro sitio, pero hoy vuestra donación a Cristo pasa por esta realidad en la que estáis. Que el Señor nos conceda crecer en nuestra conciencia de que somos un solo cuerpo, que hacemos cosas distintas, pero que todos expresamos en nuestra carne y en nuestra fragilidad la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica, misterio de la humanidad redimida, la gracia de Cristo, la misericordia de Cristo. Y ser expresión, no que vela el rostro de Cristo y que genera por lo tanto alejamiento de la Iglesia, sino el rostro que muestra que Cristo es todo.
En ese sentido hay un punto muy concreto que no quiero dejar de compartir, y es agradeceros la participación que habéis tenido en ese camino que hemos empezado este año de cara a la elaboración de orientaciones pastorales para la Diócesis, muy sencillas, pero en las que todos hemos podido participar de algún modo. Y quiero agradecer muy expresamente vuestra participación como representantes de la vida consagrada. Eso está a punto de poder difundirse, de una manera sencilla, aunque luego tengamos que ir dándole cuerpo más y más. El camino y las acciones serán luego más y más concretas, no voy a detenerme ahora en ellas, ya las recibiréis. Pero el camino está marcado como por cuatro claves en las que ha habido una unanimidad enorme, tanto en los religiosos, como en las otras personas pertenecientes a la vida consagrada, como en los sacerdotes y como en los fieles cristianos. Cuatro claves, como cuatro enseñanzas, tomadas de la carta apostólica del Papa “Novo millennio ineunte” que parecían, de las muchas sugerencias que el Papa hace en esas páginas riquísimas, puntos fundamentales; y los menciono simplemente porque pueden ser, serán, caminos por los que podemos andar juntos de una manera que no suponga una sobrecarga. Yo tengo ya la experiencia de muchos planes pastorales. Y yo sé, y por vuestras caras veré si me engaño o no me engaño, que tenéis: el plan comunitario a nivel de comunidad local, muy probablemente a nivel de provincia y a nivel de congregación; luego en ese plan comunitario hay un plan personal en muchos casos que también tenéis que hacer en el contexto; luego el trabajo que tenéis (no quiero pensar en las que estáis en colegios, ni lo que ese trabajo significa)…; más todas las orientaciones generales y comunes que la Iglesia da para todos en un momento determinado a través del magisterio del Santo Padre,… Y ahora sale aquí el Señor Obispo con otras diez cosas, y resulta que van a ser otras cinco reuniones al año, otras no sé qué… ¡mire, que no caben! Y yo digo muchas veces: pero si el Señor vino para simplificar el camino hacia Dios; eran los fariseos los que tenían cuatrocientos sesenta y tantos mandamientos, y el Señor dijo: “mire, 10 y, además, como muchos no llegan ni a 10, con 2 cosas que hagáis basta en la vida: Amar a Dios sobre todas las cosas y a quien tiene uno delante más que a uno mismo. Y eso es todo. Esa es la plenitud de la vida. Ese es el fruto de nuestra consagración. Y ahora 6 prioridades, 4 objetivos, 10 lecciones,… menudo lío. Sé que lo estoy exagerando, pero soy muy consciente de que no se trata de recargar, ni mucho menos, vuestra vida; pero por eso le doy casi más importancia a las claves que a las acciones. Y os digo cuáles son esas claves que mí me parece que son, sencillamente, caminos por los que podemos vivir las cosas, que ya hacemos, con más alegría.
La primera de todas: el Cristianismo es la persona de Cristo, es la relación con Cristo, no son unos valores, no son unas cualidades, no son una serie de cosas… Es la relación con la Persona de Cristo. En esa relación personal suceden cosas en la vida buenas que uno luego puede reconocer como frutos, pero el Cristianismo no es un conjunto de ideas, no es un conjunto de ritos, no es un conjunto de obligaciones, no es un modo de vida. El Cristianismo es Cristo, el rey es Cristo. Y todo en nuestra vida hace relación a la Persona de Cristo, Redentor del hombre y revelador del misterio que acucia al hombre en su vivir, y por el que el hombre se interroga.
Segunda clave (están las cuatro unidas): Primacía de la Gracia, dice el Santo Padre. ¡Pues claro! Si el cristianismo es Cristo, el encuentro con Cristo no pude ser más que una Gracia. La plenitud de la vida cristiana sólo puede ser recibida como un don, lo cual es lógico y tiene toda una raíz antropológica. Si el ser humano está hecho para el amor, el amor no se fabrica, no se inventa, no se construye,… el amor se encuentra. Primacía de la Gracia, primacía del don de Cristo sobre nuestro don, de la Gracia sobre la tarea. Es la Gracia, es el amor lo que cambia el corazón y hace posible la respuesta. Y probablemente tendremos que hablar menos de la respuesta y más del don.
En un mundo cristiano, donde se puede dar todo por supuesto, se puede poner mucho énfasis en la respuesta porque el don está claro. Yo no estoy seguro que, cuando uno calla mucho sobre el don, al final, la respuesta sea imposible.
Tercera clave : Espiritualidad de la comunión, dice el Santo Padre. ¡Claro qué sí! Y eso no significa unidad que homologa, ¡si no hay nada más rico en formas que el cuerpo de Cristo! ¡Si hay un modo de aproximarnos unos a otros que es reconociendo el don que las otras personas son! Ese es el modo específicamente cristiano, ese el modo como Dios nos trata a nosotros, ese es el modo que muestra que es signo de Cristo en medio del mundo.
Y la cuarta clave tiene que ver con todo lo anterior: una cultura de la caridad. No se trata sólo de que personas concretas, grupos concretos o en momentos concretos, hagamos obras de caridad. Se trata de que la vida sea un don; se trata de que la vida de la Iglesia sea un signo del amor gratuito de Dios por cada persona humana en su concreción. Y toda esa vida es un don de Dios que hay que desear, pedir, suplicar. Yo creo que, centrándonos en la espiritualidad de comunión, sin la cual me parece que no nos es posible vivir las otras cosas tampoco, hay una tarea muy sencilla que yo quisiera proclamar a la Diócesis de algún modo. Y apunto solamente una fuente que tiene que ver con nosotros: yo creo que no nos conocemos, yo creo que los sacerdotes no conocen la vida consagrada, la mayoría de ellos, yo creo que tampoco nosotros conocemos cuál es la vocación laical. Y no tenemos muchos espacios (estamos tan absorbidos por el trabajo) donde podamos escucharnos: escuchar nosotros a los consagrados y que vosotros nos contéis cómo vivís vuestra vida, y cómo la afrontáis. Y que unos y otros podamos escuchar a los laicos. Y pongo un ejemplo muy sencillo: yo sé que hay muchos laicos en nuestra Diócesis trabajando y viviendo la vida de la Iglesia, pero generalmente cuando hablamos de ellos, hablamos de lo útiles que nos son para ayudarnos en nuestras tareas: la catequesis, en las parroquias, en los colegios… ¿Hemos pensado alguna vez que Cristo ha venido para que el hombre pueda afrontar su vida con esperanza, y que es al revés, que la misión de la Iglesia entera, con todas nuestras obras y nuestras instituciones, es instrumental: para que un adolescente pueda decirle que sí a Cristo, pueda encontrar el amor de Cristo? Es decir, que no se trata de decir vamos a buscar jóvenes para que tengamos chicos para la catequesis, por poner un ejemplo.
Entonces, yo no sé todavía muy bien cómo, pero algún paso sencillo podremos dar donde nos podamos contar, donde podamos escucharnos unos a otros, ver cómo cada uno percibe su vocación para que podamos entenderla mejor. Yo creo que eso nos acercará, nos permitirá conocernos mejor, querernos más, y permitirá muchas cosas de las que vosotros mismos habláis, eso que se llama pastoral de conjunto; que podamos participar sin enredarnos unos a otros, pero participar todos más, alegrarnos todos más de la misión que cada uno realiza, gozar más con ella. Y mediante eso, vivir entre nosotros más el don del amor: es la consistencia del Cuerpo de Cristo sin la cual ¿cómo pueden encontrarla los hombres?
Perdonad, ni una palabra más.
Vamos a darle gracias al Señor y a pedirle que algo de esto lo haga realidad, más y más realidad en nuestra vida.
Me siento tan en familia que no me importa haberme alargado. Estoy encantado de que podamos hablar de esto.
Antes de la Bendición final:
Antes de terminar con la bendición sólo dos pequeñísimas observaciones:
En primer lugar un recuerdo para nuestros hermanos y nuestras hermanas de la vida contemplativa, que celebran también hoy el día de la Vida Consagrada con nosotros, pero que no están aquí físicamente, aunque unidos probablemente más que nadie por los lazos de la comunión del Cuerpo de Cristo.
Y en segundo lugar, a lo mejor es una locura, y si es una locura no le hagáis ningún caso a lo que voy a decir ahora. Pero pensando después en que hoy es la fiesta de todos vosotros, y que seguro que en cada realidad tenéis amigos más cercanos, o personas que participan un poquito más de vuestro carisma, o incluso personas que están en el camino vocacional, si para el año que viene (por aquello que hablábamos de la comunión, o de la metástasis, o como queráis llamarlo), en vez de celebrar nosotros solos, si a alguno se le ocurre decir: “voy a invitar a mis amigos para que vengan para que den gracias”, para que la Iglesia, el pueblo cristiano, sea más consciente de que sois un motivo de acción de gracias, de que hay una belleza muy grande en vuestra vida, y alguno se puede ilusionar: con una vocación que saliera al año de una Eucaristía así, bueno… me entendéis, ¿no?
Si queréis, es una forma de que seglares que están relativamente cerca puedan vivir un poco más la gratitud por lo que significáis: no por el colegio que tenéis, ni por la obra preciosa que hacéis con enfermos, o con marginados, sino porque vuestras vidas son de Cristo y eso es un regalo para todo el pueblo cristiano. Quizá se puede hacer la convocatoria más grande, también desde el Obispado de la Diócesis, pero vosotros la podéis hacer a personas muy concretas pensándolo con tiempo. A lo mejor es una tontería, pero a lo mejor no. Lo pensáis. Os doy la bendición.