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Homilía XX Aniversario de la Aprobación Pontificia de la Fraternidad de Comunión y Liberación

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 10/02/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-III de 2002. Pág. 125



A nuestra Eucaristía de este domingo en la Catedral, la Iglesia madre de la Diócesis de Córdoba, se une también la Fraternidad de Comunión y Liberación, que celebra el XX aniversario de su Aprobación Pontificia. Se trata de una realidad eclesial nacida en nuestro tiempo y para los hombres de nuestro tiempo, a la que yo mismo estoy extraordinariamente agradecido, porque es parte de la historia de gracia que Dios ha hecho conmigo. Y quiero dar el testimonio de cómo me ha servido para vivir mi vida sacerdotal, y luego mi ministerio pastoral como obispo; de cómo me ha ayudado a comprender la vida cristiana y la misión de la Iglesia  en el mundo.

Quizá lo más luminoso para mí del encuentro con Comunión y Liberación fue, sencillamente, el ir comprendiendo poco a poco, a través de aquellos que habían sido educados por Mons. Luigi Giussani, que el designio de Dios coincide con la plenitud de la vida humana; que lo que Dios quiere para los hombres no es algo añadido a la vida, que lo que Dios quiere es que el hombre sea él mismo, que alcance la plenitud para la que ha sido creado. ¡Que viva!


Para que el hombre viva.

En efecto, ¿qué es lo que quiere Dios, qué es lo que hace Dios? Lo que hace Dios no es complicarte la vida, sino construir tu persona. El designio de Dios, y también la obra de Dios, y la obra de la Iglesia es que los hombres vivan. Según el dicho de un cristiano del siglo II,  San Ireneo de Lyon, “la gloria de Dios es la vida del hombre”. La gloria de Dios es la alegría del hombre. Crecer en esta certeza me ha ayudado mucho a comprender mejor la vida y la moral cristianas, y la misión de la Iglesia, de un modo que ilumina ciertos aspectos que constituyen una fuente de perplejidad para muchos cristianos de nuestro tiempo.

Sí, la vida cristiana coincide con la vida humana verdadera, tal como Dios la quiere, y tal como los hombres, en el fondo de nuestro corazón, la deseamos. Lo que pasa es que no podemos realizarla por nosotros mismos. Sólo cuando la persona humana se encuentra con el amor infinito de Dios, revelado en Cristo, y hecho para nosotros palpable en la comunión de la Iglesia, descubre que aquello es lo que uno ha estado anhelando toda la vida, que aquello es lo que hace que la vida tenga sentido. Dicho de una manera más sencilla acaso: que Cristo no ha venido para que hagamos determinados actos de culto, o para añadir unas determinadas obligaciones a nuestra vida. Cristo ha venido para que los matrimonios puedan quererse, para que los hijos puedan ser hijos y los padres, padres; para que los novios puedan ser verdaderamente novios, y los estudiantes gozar haciendo su trabajo: en definitiva, para que todos podamos reconocer que la vida tiene un significado positivo, y podamos dar gracias por ello. Este es quizá el aspecto más determinante que he comprendido y vivido en la compañía de esta experiencia eclesial.


El centro de la Iglesia está en la periferia

Un segundo punto, que se deriva del anterior, y que es también especialmente necesario en un mundo como el nuestro (aunque ha sido necesario en todos los tiempos), es el siguiente: si Cristo ha venido “para que el hombre viva”, como ya dijo el mismo Jesús en el evangelio, eso significa que el centro de la Iglesia, que prolonga en la historia la encarnación de Cristo, está en la periferia, allí donde la Iglesia se encuentra con el mundo. El centro de la Iglesia está, por lo tanto, allí donde una persona, porque se encuentra con el Cuerpo de Cristo, abre su corazón a la Gracia, o hace una exclamación de alegría porque se siente rescatada de la soledad pavorosa de la vida. Allí está el centro de la Iglesia. ¿Por qué? Pues porque allí está sucediendo la redención. Cristo ha venido para que eso suceda, y la Iglesia, la Escritura, los Sacramentos, existen sólo para que eso suceda. Ya el mundo sólo había sido creado para eso. Sí, para algo tan contingente y tan concreto –aparentemente tan pequeño–, como que un adolescente pueda descubrir, por ejemplo, que el amor que nace en él tiene que ver con Dios, y por lo tanto, con el mundo entero; que las ganas que uno tiene de vivir, que los deseos verdaderos que hay en el corazón (de justicia, de verdad, de belleza, de amor) son un regalo de Dios, y que, porque uno ha encontrado a Cristo, puede decir con verdad que la realidad es amable, y que el Misterio infinito, con que el hombre se topa continuamente en la vida, es amigo del hombre. Eso es lo que significa que para la Iglesia el centro está en la periferia. Igual que para Dios.


El encuentro con un hombre que es cristiano

¿Dónde, y cómo suceden esas cosas? Éste sería un tercer aspecto, que también está en relación con los anteriores. ¿Dónde está eso que he llamado “la periferia”? Pues está en la vida real de los hombres. Este aspecto tiene unas consecuencias enormes para la misión. Son consecuencias que los cristianos vamos percibiendo poco a poco, y con dificultades, porque provenimos de un mundo que ha sido cristiano y que cree conocer el cristianismo, donde la Iglesia tenía una visible relevancia social, y donde casi todo lo fundamental parecía poder darse por supuesto. Insisto, ¿dónde sucede la Redención de Cristo? En la vida real de los hombres. ¡Y con esto, ya os lo imagináis, no estoy queriendo decir algo así como que la Eucaristía no sea el centro de la vida de la Iglesia! La Eucaristía es el centro porque en ella Cristo se nos da; pero se nos da para que nosotros podamos vivir y ser miembros de Cristo allí donde vivimos. Y por ello la misión de la Iglesia sucede en los lugares de trabajo, sucede en las casas, en la escalera, en la carnicería, en el bar, en la fiesta de un cumpleaños. Allí es donde el cristiano puede mostrar a Cristo, y su significado y su valor para la vida, del único modo en el que Cristo puede ser mostrado, que no es mediante un discurso. Un discurso puede servir a los que ya le conocen. Pero Cristo sólo puede ser encontrado por quienes están “lejos” mediante el testimonio de hombres y mujeres que, teniendo los mismos problemas que los demás, y siendo igual de frágiles, viven la vida con gratitud y con esperanza. Viendo esa humanidad cumplida, y conscientes de que eso es algo que no podemos “fabricar”, es posible reconocer: “¡Aquí hay algo más!”  Y el cristiano puede entonces responder como lo hizo el ciego del evangelio a quienes le preguntaban por su curación: “Ese, llamado Jesús, Él es quien ha hecho esto conmigo”.


“En la casa de mi Padre hay muchas moradas”

Estos tres aspectos que acabo de señalar son, creo, los que a mí más me han enriquecido de la pertenencia a Comunión y Liberación. Reconozco que los tres han sido subrayados también por el magisterio de la Iglesia, y muy especialmente por el de Juan Pablo II. Un carisma en la Iglesia siempre hace presente, de un modo vivo, persuasivo, aspectos de la vida de la Iglesia que son especialmente necesarios o útiles para un tiempo o un lugar determinado. Y por eso los carismas son siempre motivo de alegría para todos.

Sé que aquí, junto a vosotros, miembros de la Fraternidad de Comunión y Liberación, hay también amigos vuestros y personas de otras realidades de Iglesia que os han querido acompañar; otros venís habitualmente a esta Eucaristía de la Catedral, o estáis de visita aquí en Córdoba. Juntos vamos a dar todos gracias a Dios. Gracias a Dios porque se cumple aquello que decía el Señor: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas”. Y porque, mediante esos caminos distintos, el Señor nos va haciendo comprender a todos la insondable riqueza de Cristo en su pasión por acercarse a cada hombre, y a cada mujer, a cada uno. Y a cada uno de la manera que Él quiere y que cada uno necesita. Hay que alegrarse por eso. Hoy nos alegramos porque exista Comunión y Liberación en la Iglesia de Dios, por el regalo que su existencia es para la Iglesia y para el mundo.


Habéis recibido un don precioso

A quienes formáis parte de la Fraternidad os digo: habéis recibido un don precioso, que está llamado a fructificar de mil maneras en el seno de la Iglesia. Cuidadlo, id hasta el fondo de ese don; vividlo con sencillez en la comunión de la Iglesia, junto a los demás cristianos, compartiendo y ofreciendo vuestra vida, de modo que pueda ser reconocida la Gracia que el Señor os ha hecho y se multiplique el número de los que se alegran por la obra de Dios en medio de los hombres.

Y que el Señor, por medio de éste y de los demás caminos que ha ido suscitando en su Iglesia, nos haga a todos testigos de la vida que Él comunica a los hombres en este mundo nuestro, tan necesitado de esperanza, de verdad, de belleza y de amor.  Que Él nos haga testigos sencillos y humildes de la obra buena que Él hace fructificar en nuestra vida.


Antes de la Bendición Final:

Terminamos con la Bendición. Que el Señor os bendiga a todos y a cada uno en el lugar de la Iglesia y del mundo en que Él nos ha puesto. Y hoy especialmente a la Fraternidad de Comunión y Liberación, al grupo de consagradas, Memores Domini, y a las Hermanas de la Caridad de la Asunción, vinculadas también al carisma de D. Luigi Giussani: que el Señor os haga crecer en la unión con Él, para que resplandezcan en el mundo la alegría y la verdad de Cristo.

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