Santa Iglesia Catedral de Córdoba
Fecha: 26/03/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-III de 2002. Pág. 129
Queridos hermanos sacerdotes, presbíteros y diáconos;
religiosos y religiosas;
queridos hermanos y hermanas.
Esta Eucaristía, la Misa Crismal, como tradicionalmente se la conoce, es la fiesta de la Iglesia. Es la celebración que quiere hacer visible la realidad de la Iglesia viva, de la Iglesia Diocesana, vinculada, por el ministerio apostólico, a la pasión y resurrección de Cristo, al misterio pascual que estamos ya comenzando a celebrar.
Y precisamente por eso no es una Eucaristía que se pueda duplicar ni repetir ni multiplicar, como las de los demás días. En ella la Iglesia quiere enseñarnos que lo que sucedió hace 2.000 años introdujo en nuestra tierra, en nuestra carne, una novedad que es la presencia del Espíritu de Cristo, derramado sobre los hombres, y destinado a extenderse por toda la tierra, de modo que todos los hombres podamos vivir en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Y eso se transmite de generación en generación, puede llegar a cada rincón de la tierra, precisamente, a través de la sacramentalidad misma de la Iglesia. Es decir, a través de la Iglesia, esa primicia de la humanidad que ha acogido la obra redentora de Cristo, y que, por haberla acogido, Cristo ha unido a Sí hasta hacerla su Esposa y su Cuerpo. Y como sucede con nosotros, con nuestro cuerpo, es el cuerpo quien expresa quiénes somos, es el cuerpo donde se manifiesta la persona. Son lo gestos, son las palabras, es la mirada o la sonrisa, es la persona la que está expresada a través de su cuerpo. Cristo, que vive en la Iglesia, se expresa a través de su Cuerpo, y en su Cuerpo, su Presencia permanece a través de los signos que Él dejó como signos de su alianza nueva y eterna, como signos fieles e indefectibles de la gracia de Cristo, del don de Cristo. Y esos signos son los sacramentos.
Por eso, en esta celebración eucarística de la Misa Crismal se une el acontecimiento histórico: sucedió de una vez por todas, momento en el que la historia alcanza su culmen porque el Verbo de Dios ha descendido hasta lo más profundo de la condición humana, hasta lo más profundo de la creación, hasta la soledad de la muerte, del sepulcro, hasta hacer suyas, en su propia carne, las consecuencias del pecado. Y eso le permite atraer todo hacia Sí. Y eso le permite hacer de toda la creación, de toda la historia humana, de alguna manera, algo propio, algo suyo, algo que le pertenece, y algo que, al pertenecerle, es transfigurado por la vida del Hijo de Dios, por la vida inmortal del Verbo. En el hecho del misterio pascual, en la muerte y resurrección de Cristo, la creación entera, y la historia humana entera, es asumida, por así decir, por el Hijo de Dios. Y a lo largo de la historia la presencia sacramental de Cristo en su Cuerpo, en su Iglesia, puede acercarse, puede tocar, puede alcanzar el corazón de cada hombre y de cada mujer. Y así, gracias a la Iglesia, sacramento de Cristo, gracias a la Iglesia Cuerpo de Cristo, gracias a la Iglesia Esposa de Cristo, Esposa unida a Él de tal manera que viene a ser su propio Cuerpo, Cristo -su vida, su vida de Hijo de Dios- es accesible a los hombres y las mujeres de todos los lugares, de todas las culturas, de todos los siglos: la Redención se hace contemporánea de nosotros justamente en la sacramentalidad de la Iglesia. Y la Iglesia, con esa sabiduría que el Señor le ha dado por su presencia, expresa exactamente eso en esta Eucaristía de la Misa Crismal. Es la Eucaristía en la que la pasión se hace contemporánea nuestra. El agua y la sangre que brotaron del costado abierto de Cristo referencia claramente a los sacramentos, fundamentalmente al bautismo y a la eucaristía. Y así, la alianza de la sangre, hecha en ese momento de una vez por todas para toda la historia humana, se hace la alianza conmigo, se hace la alianza con nuestro pueblo, se hace la alianza viva de la cual nosotros podemos beber, de la cual nosotros podemos vivir, de la cual brota la esperanza para nuestra vida concreta.
Por eso no se trata solamente del gesto mecánico de bendecir los óleos, o de que los sacerdotes renueven sus promesas en esta Eucaristía. Todo eso tiene un significado profundo, enormemente rico, y es que la pasión y la muerte y la resurrección de Cristo no son para nosotros simplemente objeto de recuerdo: son una realidad presente, que luego se expresa en cada eucaristía, en cada bautismo, en cada confirmación, en cada unción de los enfermos, en cada matrimonio: se expresa en la vida entera de la Iglesia, y en vuestro testimonio y en vuestra comunión viva, en todas partes. Pero el lugar donde hemos nacido, el lugar donde se nos ha dado todo el amor que necesitamos para vivir, el lugar donde Dios nos ha abierto su secreto, es la muerte y la resurrección de Cristo. Ahí es donde empieza nuestra historia y ahí es donde termina nuestra historia.
Hay una preciosa leyenda exegética en las Iglesias orientales, especialmente en las de lengua siríaca, con una tradición llena de simbolismo y de un significado riquísimo, en cuya versión bíblica -recordáis que dice la Escritura que al cerrarse el Paraíso Dios puso en la puerta del Paraíso a un querubín con una espada llameante; y luego, en la muerte de Cristo, cuando ya ha fallecido, el centurión atraviesa su costado con una lanza. Curiosamente en las versiones en lengua siríaca de la Sagrada Escritura, la palabra que se usa para la espada (lo que en nuestras versiones es la espada llameante del querubín) que es traspasada por el centurión, es la misma- dice: la lanza que traspasó el costado de Cristo abrió de nuevo el Paraíso para los hombres y penetró hasta lo profundo del árbol de la vida. ¿Por qué? Pues porque con eso se expresa de una manera preciosa cómo Cristo es el Paraíso, cómo la vida de Cristo, la vida de la que Cristo nos hace partícipes, es justamente la plenitud de la vida; del mismo modo que Cristo es el árbol de la vida, y la vida se ha hecho accesible para todos nosotros.
¡Dichosa tú, Iglesia de Cristo! ¡Dichosa tú, porción de la Esposa de Cristo que vive en Córdoba! Dichosa tú porque nos ha sido dado reconocer la fuente de la esperanza de Jesucristo, nuestro Señor; porque hemos sido arrancados de las tinieblas de la vida sin sentido, de la soledad de la vida, de la desesperanza y de la confusión, para acceder a la verdad de nuestro destino, a la verdad de lo que somos, por obra del amor de Cristo, porque somos hijos, y no siervos. Es eso mismo lo que expresa “un pueblo de sacerdotes”. Somos un pueblo de sacerdotes, ¡claro que sí! ¿Qué significa eso? Que nuestra vida no transcurre como pensaban los paganos, en un mundo profano, alejado de Dios, abandonado, que no tiene significado, en el cual, para acercarnos a Dios, tenemos necesidad de espacios especiales, de rincones especiales que son donde está Dios, o de mediadores especiales que son los que saben de Dios, mientras que nuestra vida transcurre en el vacío, sin historia, sin significado en definitiva. No, nosotros somos todos miembros de Cristo. No rezamos como los paganos arrastrados por el suelo, temerosos de un Dios que no conocen. Nosotros rezamos de pie y miramos a Dios cara a cara, porque es nuestro Padre, y le decimos Padre nuestro. Nuestros miembros, nuestro cuerpo, es sagrado; nuestra vida, nuestro trabajo, todo,… ¡Somos parte de Cristo! ¡Somos miembros de Cristo! ¡Él es nuestro único sacerdote! Pero Él está en nosotros, por lo tanto, no tenemos necesidad de esos espacios o de esas personas que son las únicas que podrían acceder a Dios. En ese sentido todos nosotros participamos del único sacerdocio de Cristo. Y somos un pueblo de reyes, de sacerdotes, de profetas, ¿por qué? Pues porque el Hijo de Dios vive en nosotros. Y me diréis, ¿y el sacerdocio cristiano? Es otra cosa. No es porque vuestra vida sea profana. ¿Cómo va a serlo si sois miembros de Cristo, si Cristo está en vosotros? No es porque tengáis necesidad de pasar de esa profanidad inmunda a lo divino mediante un experto en lo divino. No. Ser sacerdote en la Iglesia de Cristo significa, sencillamente, algo que está vinculado con aquello que los primeros cristianos llamaban el culto racional, es decir, el culto conforme a la razón que Cristo ha instituido. Lo decía antes refiriéndome a la Eucaristía. Como no necesitamos sacrificar animales, o romper la creación, o sacrificarnos a nosotros mismos para acceder a Dios: Cristo ya ha ofrecido de una vez por todas todo lo que el mundo podía necesitar para poder ser rescatado del pecado. Por eso en nuestro culto no hay ese tipo de sacrificio; sencillamente hay el intercambio mismo de la Encarnación hecho misteriosamente presente para nosotros. La Alianza nueva y eterna hecha misteriosamente presente para nosotros hoy por virtud de la sacramentalidad de la Iglesia.
Pero entonces, ¿qué representa nuestro sacerdocio en la Iglesia de Dios? Sencillamente somos iconos de Cristo, prolongación de la presencia de Cristo. Cristo nos ha llamado a nosotros, pero no para sacar de lo profano e introducir en algo que los hombres no tendrían que conocer, no, no somos los expertos de lo divino. Tomados del Pueblo, para la vida del Pueblo. Nuestra humanidad es tomada por Cristo para que podamos, sencillamente, ser en medio de la Iglesia la imagen sacramental de Cristo. Eso es algo mucho más exigente que cualquier sacerdocio del mundo pagano: exigente en su exigencia íntima de posesión por parte de Cristo. Pero tiene una relación distinta. En la Iglesia de Dios es distinta la relación sacerdote-Pueblo cristiano que en ese mundo pagano tal como ellos concebían la relación con Dios. Porque, entonces, nosotros estamos en medio como el que sirve, como Cristo estaba en medio de los suyos como el que lava los pies a sus discípulos, como el que se entrega para la vida de los hombres, como el que (“tomad, comed”) despedaza su cuerpo, su vida, para que los hombres vivan. Y en esa realidad ministerial la vida de Cristo, la gracia de Cristo, el Espíritu de Cristo pasa por nosotros. Por eso, dichosa tú, Iglesia, amada por Cristo, asumida por Cristo, abrazada por Cristo para pasar a la vida nueva de los hijos de Dios. Y dichosos vosotros, sacerdotes, y dichoso yo, y dichosos todos nosotros que hemos sido llamados, como Cristo, a entregar nuestra vida por la vida del Pueblo, y a ser imagen de Cristo en la parroquias, en los hogares, en las comunidades religiosas, en los ministerios que el Señor, a través de su Iglesia, nos confía a cada uno. Es para toda la Iglesia un signo y el Pueblo cristiano tiene una conciencia vivísima de lo que significa el sacerdocio y la santidad del sacerdocio. Y os aseguro que, junto a la alegría de oír renovar nuestras promesas, el Pueblo ruega por nuestra vida, por nuestra santidad.
Al final de esta Eucaristía suelo entregar a los sacerdotes la carta que el Santo Padre, con motivo del Jueves Santo, dirige a los sacerdotes. No sé si alguno habréis tenido ya la ocasión de leerla a través de internet. Yo os exhorto vivamente a la lectura de la carta de este año: preciosa, preciosa. Insiste en el sacramento de la penitencia y de la reconciliación como una parte esencial del ministerio sacerdotal porque era una parte esencial del ministerio de Cristo. El signo que Cristo daba, junto a los milagros, de que el Reino de Dios estaba entre nosotros era el perdón de los pecados. Y en este mundo nuestro de hombres heridos por la inhumanidad de las relaciones humanas al final, cuando Dios falta; herido por la injusticia y la violencia, fruto de la censura de lo humano y fruto, al mismo tiempo, justamente, de la ausencia y del olvido de Dios, es un hombre desasosegado, profundamente desasosegado, que necesita la misericordia, que necesita la certeza del perdón, que la busca ansiosamente, a pesar de que pueda parecer que hay una dificultad para el sacramento. Tiene que ser una parte fundamental de nuestro ministerio el ofrecimiento de esa misericordia, el ofrecimiento del perdón; y los modos de acercar, de aproximar a los hombres, necesitados de perdón, a Cristo, presente en vosotros, para poder recibir ese perdón. Y el Santo Padre -ya os digo, es una preciosa catequesis sobre la penitencia, entorno al pasaje del encuentro de Zaqueo con Jesús- respondía a dificultades y a preguntas muy concretas de nuestro ministerio sacerdotal. Leedla si podéis en estos días, y si no, después. Pero leedla, hacedla vuestra.
En ese mismo texto el Santo Padre recuerda las situaciones dolorosas que ahora mismo se están viviendo en la Iglesia y que divulgan los medios de comunicación social: la realidad de sacerdotes que han traicionado su vocación y han cedido, decía el Santo Padre, a las tentaciones más terribles de la presencia del misterio del mal en el mundo, del misterio de iniquidad. Y al hablar de ello, el Santo Padre suplica, al mismo tiempo que por las víctimas y por aquellos que han sido heridos por el ministerio de la Iglesia, suplica que nos tomemos más en serio nuestra llamada a la santidad. La exigencia profunda de ser justamente eso: imagen de Cristo vivo, no funcionarios de nada, como en el mundo pagano; no simplemente personas que realizan una serie de cosas que no tienen que ver con nuestra vida, sino que Cristo de verdad brille, resplandezca en nosotros; que le abramos nuestro corazón, que le abramos nuestra vida para poder ser lo que estamos llamados a ser en medio de la Iglesia: testigos, no sólo con nuestros actos sacramentales, sino con toda nuestra vida, con nuestro modo de tratar a las personas, con nuestro modo de estar entre la gente, con nuestro modo de convivir, y también con nuestra sencillez de vida, con nuestra pobreza. Testigos de Cristo, de que Cristo es la única esperanza; de que Cristo es la única esperanza, en primer lugar, para nosotros, para llenar nuestro corazón, para llenar nuestra vida. Cristo es el único que puede dar respuesta a todas las exigencias del corazón humano.
Los que pasen a tu lado, decía la lectura del profeta, dirán: “Ésta es la heredad que bendijo el Señor”. Ésta es mi súplica hoy para todos nosotros: que seamos de tal manera la Iglesia de Cristo que, quienes se acerquen a nosotros, fieles cristianos, sacerdotes, religiosos y religiosas, puedan reconocer que Cristo vive; puedan reconocer por nuestra humanidad, por nuestro modo de vivir sencillamente, que hay una esperanza, que hay una gracia, que hay una misericordia nueva que no brota de las maquinaciones, o de las posibilidades, o de las técnicas humanas, sino que brota de la presencia de Dios en medio de nosotros.
Vamos a darle gracias al Señor por nuestra dicha, por lo que Él ha hecho de nosotros sin merecerlo, por aquello a lo que Él nos ha llamado, fieles y sacerdotes, y vamos al mismo tiempo a suplicarle que todos nosotros, sacerdotes y fieles, vivamos con alegría, con gozo, con gratitud, con una gratitud profunda que brota de lo más profundo de nuestro ser y que se expresa en todas las cosas. Que vivamos según la preciosa vocación a la que hemos sido llamados.
Al final de la Eucaristía, en este año, yo entregaré a unas cuantas personas las Orientaciones Pastorales de las cuales muchos de vosotros ya tenéis noticia porque las hemos ido trabajando juntos a lo largo del año. Orientaciones Pastorales que son como caminos para la vida de la Iglesia Diocesana, en comunión con el Santo Padre, y en comunión con las Iglesias que nos rodean, el resto de la Diócesis de España, para trabajar en la dirección que Dios quiere, que el Espíritu nos señala en este tiempo de la historia, en este momento peculiar de comienzo del tercer milenio cristiano. Es un camino sencillo en el que Dios nos irá iluminando para que pueda crecer más y más la alegría y la certeza de estar trabajando juntos, en el mismo surco, guiados y precedidos por el mismo Señor. Y puesto que había que señalar para empezar el trabajo, de las muchas cosas que allí se proponen, yo he propuesto, para que dediquemos lo mejor de nuestras energías y lo mejor de nuestro esfuerzo, siguiendo también las orientaciones del Santo Padre, que nuestra primera preocupación, nuestro primer trabajo, sea precisamente la comunión, la comunión entre todos nosotros, la comunión en Iglesia, la comunión entre sacerdotes y Obispo, y Obispo y sacerdotes, la comunión entre sacerdotes entre sí, la comunión entre sacerdotes y fieles cristianos, la comunión entre religiosos. Es decir, esa vida que expresa lo que la Iglesia es: la vida de comunión. Esa vida que expresa que somos todos un solo cuerpo, con funciones distintas, formas de vida distintas, vocaciones distintas, tareas en el mundo y responsabilidades distintas, como en el cuerpo los distintos miembros realizan distintas funciones y sin embargo el cuerpo es uno: en nosotros también. Cada uno con gozo aportando al cuerpo lo que el Señor nos ha dado, a nuestra vida, a nuestra riqueza, a nuestra vocación particular, nuestro estado de vida, nuestra misión específica. Pero el cuerpo es uno, y el que tiene que vivir es el cuerpo, no yo a costa del cuerpo. Eso son los parásitos, no los miembros. Cuando yo crezco a costa del cuerpo, cuando yo me enriquezco, cuando me busco a mí mismo a través del cuerpo, soy una plaga, soy una enfermedad, no está creciendo la vida, no. Cada uno de nosotros debemos contribuir a la vida entera del cuerpo para que el rostro de Cristo resplandezca en la Iglesia.
De muchas maneras iremos promoviendo, desarrollando, suplicando al Señor, puesto que la comunión es un don de Dios y un fruto del Espíritu en nosotros; suplicándole que aumente en nosotros el deseo de ella y que nos dé imaginación y creatividad para poder tomar iniciativas eficaces que hagan crecer la comunión entre todos nosotros.
Ésta es nuestra tarea más importante. ¿Por qué? Pues por lo que también dice el Santo Padre: “es necesario hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comunión”. Y sin una espiritualidad de la comunión, es decir, sin una conciencia de que la comunión es el modo de vida que expresa el modo de la Iglesia, que expresa el misterio de la Iglesia, que expresa la novedad de la Iglesia con respecto al mundo, que expresa el modo de ser de la Iglesia a imagen de la Trinidad con respecto a los modos de ser del mundo, que siempre favorecen la división, la ruptura, la descomunión; si tomamos conciencia de ello y lo suplicamos y lo deseamos, el Señor hará que todos podamos contribuir, desde ya, de las maneras que cada uno podemos, a que esa comunión sea más visible, más plena, más íntima, más profunda. Y de ese modo resplandezca en la Iglesia el rostro de Cristo, que es de lo que se trata. Que resplandezca en la Iglesia el rostro de Cristo, que Cristo sea visible. Es a Cristo a quien los hombres necesitan. Es a Cristo a quien los hombres buscan. No habrá un mundo humano sin el reconocimiento de la salvación, y de la Persona, y del amor de Cristo. Y el único instrumento que Dios tiene para que los hombres lo puedan conocer es nuestra comunión, somos nosotros. Por eso debemos trabajar por ella, debemos poner todos nuestro mejor empeño, cada uno desde el lugar donde el Señor nos ha colocado y desde nuestra vocación. Pero no lo olvidéis: es para que los hombres puedan encontrar en nosotros, en la Iglesia sacramento y Cuerpo de Cristo, el amor infinito, la misericordia infinita, la gracia infinita de la Redención de Cristo. A Él la gloria y el poder y el imperio por los siglos de los siglos.
Antes de la Bendición del Santo Crisma:
El Santo Crisma es con el que se unge en el bautismo, en la confirmación, en el orden sacerdotal de presbíteros y de obispos. Y crisma viene de Cristo. Es sacramento, es signo de Cristo. Y después de la bendición queda consagrado, es portador de Cristo y del Espíritu de Cristo. Y es instrumento para que vosotros, ungidos con él en el sacramento del bautismo y de la confirmación seáis revestidos, llenos de Cristo. Es como el mensaje que os porta a Cristo a vuestra vida en el bautismo y en la confirmación.
Antes de entregar las Orientaciones Pastorales:
Las Orientaciones ya comprendéis que no son los diez mandamientos. Son un instrumento, una ayuda para que podamos todos vivir más y mejor lo que el Señor nos llama a vivir. Mi mayor deseo es que puedan servir para que podamos trabajar juntos, que nos ayuden a trabajar más juntos, a reflexionarlas juntos, a dar pasos, a andar un camino juntos, a emprender en este comienzo del tercer milenio, sacudido muy desde el principio por los atentados de Nueva York y por todas la secuelas que eso tiene; que podamos ser más la Iglesia que Cristo quiere, esa bandera levantada en medio de las naciones, o esa luz que refleja el rostro de Cristo en medio de los pueblos. Que el Señor nos ayude a ello: se lo pido con toda mi alma. Y que este pequeño, sencillo instrumento que son las indicaciones para nuestros caminos y para nuestro trabajo en estos próximos años, nos ayude a ser más lo que el Señor quiere que seamos para el bien del mundo, para la salvación y la vida de los hombres.
Final:
Yo espero que se pueda difundir masivamente en nuestra Iglesia. Sólo, antes de daros la bendición, dar de nuevo las gracias a los presbíteros por vuestro ministerio, por la ayuda que representáis, cada uno en su riqueza personal y en la misión que el Señor le ha confiado. Que viváis de nuevo, como os decía en la sacristía, estos días con toda la intensidad y la sencillez que el Señor os dé vivir su misterio pascual. Y a todos, que nos permita el Señor reencontrarnos juntos en el banquete de alabanza de su Rey, el que nos ha unido en el camino aquí en la tierra.