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Homilía de Pentecostés

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 18/05/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, IV-VI de 2002. Pág. 325



Queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, queridos hermanos y amigos:

En la fiesta de Pentecostés se consuma el designio de Dios, la alianza, el desposorio de Dios con su criatura. Porque el Espíritu del Hijo de Dios empieza sencillamente a derramarse sobre el mundo, a extenderse por el mundo, y nos hace pasar, de ser siervos, criaturas de Dios, a ser hijos, partícipes del mismo espíritu del Hijo, y por lo tanto, parte de Dios. Nuestra humanidad, unida a Dios, forma parte del Cristo total, de ese Cristo que nace de las entrañas de la Virgen en un momento preciso de la historia, que tiene un rostro concreto, una raza, una genealogía precisa, y en quien sin embargo habita la plenitud de la divinidad, de tal modo que, tras el don total de Sí mismo a los hombres, como dice el relato de san Juan jugando con el significado de las palabras, entrega su espíritu, y su espíritu empieza a extenderse y crear una humanidad nueva, una vida nueva, la vida de Dios en nuestra frágil carne, la transformación de nuestra muerte en vida. Hemos nacido para eso. Dios nos ha dado la vida para unirse a nosotros. Dios nos ha querido, a cada uno, desde el comienzo de la creación, desde toda la eternidad, para unirse a nosotros, para vivificar con su Espíritu nuestra carne. No para destinarnos a la muerte, sino para que el deseo infinito de plenitud y de vida que hay en nosotros se consumase, sencillamente, en ese don por el que Dios se nos da: se da a Sí mismo a nuestra vida y nos hace miembros del cuerpo de su Hijo. De tal manera que somos hijos de Dios, como dirá san Juan. Y no sólo es que lo digamos, es que lo somos. Lo somos porque el Espíritu de su Hijo habita en nosotros. Y por eso podemos dirigirnos a Dios con esa novedad absoluta. El hombre ante Dios sólo experimenta el terror ante lo desconocido, el pánico ante un misterio insondable. La encarnación ha roto ese pánico, ha destruido ese terror, de forma que nos permite dirigirnos a Dios con la misma confianza que un niño pequeño se echa en los brazos de su padre, con la misma seguridad. Nos permite vivir la vida, con la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

    ¿Cuál es esa libertad? La libertad con la que un niño juega en el comedor de su casa. Pero el comedor de nuestra casa es el mundo, la creación entera. Hemos sido creados por amor, por un amor que ha querido no sólo crearnos, sino unirse a nosotros, de tal manera que somos verdaderamente hijos de Dios. Cristo nos ha unido a Él, de la misma forma que se unen un hombre y una mujer, y de cuya unión es signo, formando los dos una sola carne. Donde se cumple eso es en Cristo y en la Iglesia. Es decir, en Cristo y en la criatura amada por Cristo, unida a Cristo de tal manera que nosotros somos carne de Cristo, miembros de Cristo, miembros de su Cuerpo. Esa es la novedad inagotable que nos recuerda una fiesta como la de hoy.

¿Y qué celebramos siempre?  Las maravillas que Dios hace con nosotros en la liturgia. ¿Cuál es esa maravilla? El amor sin límites de Dios: en la Navidad, en el misterio de la Pascua, de la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. ¿Y en qué culmina esa Pascua? En que nuestra carne, huesos secos, es vivificada por el espíritu del Hijo de Dios, y por lo tanto coheredera, como dirá san Pablo muy explícitamente, “porque somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo”. Es decir, destinados a la vida eterna, a la participación de la vida divina. Pero, no como una de esas especulaciones extrañas, no: ¡con esta carne mía! Conocéis el Mesías de Haëndel. Esta obra está hecha toda entera con trozitos de la escritura. Y hay un aria, en el momento de la resurrección, donde, empleando la versión latina de la Biblia que la Iglesia usaba en aquel momento, en la que aparece un pasaje de Job que decía: “Yo sé que mi Redentor vive, y que en esta carne mía, con estos ojos, veré a Dios”. Ese es nuestro destino. Eso es para lo que el Señor nos ha dado la vida. No para ser un punto fugaz en la historia, ni una pieza de la evolución de la naturaleza, sino para ser hijos, y para participar de la gloria y de la herencia de los hijos.

Y ¿Cuál es la herencia de los hijos? La vida y la propiedad del padre: el mundo, la casa de Dios, el cielo. Este mundo y el cielo, esa es nuestra herencia. “Todo es vuestro”, dirá también san Pablo, “vosotros de Cristo y Cristo de Dios”. Porque somos de Cristo, Cristo nos da su espíritu; y porque nos da su espíritu, podemos vivir, el mundo es nuestra casa, podemos vivir con esperanza. Podemos vivir con alegría, con una gratitud que no se acaba. Podemos vivir de un modo nuevo todas las cosas. Nos lo recordaban esta mañana en los testimonios. Podemos vivir de un modo nuevo el amor, de un modo nuevo la familia, de un modo nuevo el trabajo, de un modo nuevo la convivencia social. ¿Por qué? Porque donde no está el espíritu de Dios, la herencia del hombre es la muerte y el miedo a la muerte y la esclavitud que genera el miedo a la muerte. Y eso genera un modo de vivir donde uno quiere asegurarse las pocas cosas que puedan hacer que te olvides de que tu destino es la muerte. El valle de huesos secos es el mundo (1ª lectura). Pero el valle de huesos secos somos nosotros, si no acogemos el espíritu de Dios. El valle de huesos secos es el horizonte de la vida humana sin el espíritu de Dios, un valle de cenizas, dispersas, parte de la naturaleza, dispersas por el mundo. El olvido absoluto, la desaparición, la nada, la muerte. Sin embargo, el conocimiento de Cristo, la acogida del espíritu de Dios es, justamente, la primicia, certeza de aquello para lo que hemos sido creados. Y eso permite que el amor humano no sea una especie de huida de la realidad para conseguir momentos de felicidad que le sacan a uno de la tierra, sino la tarea fecunda de cooperar en el designio creador de Dios y la posibilidad, dada por Dios al hombre, de realizar el ser imagen de Dios dándose por entero. Y el trabajo humano no es simplemente el castigo de una losa, de algo que uno tiene que hacer, vendiéndose a sí mismo para conseguir un cheque a fin de mes. Sino que el trabajo humano es también la cooperación a la obra creadora de Dios, la realización de la propia vida, la expresión del aprecio por aquello en lo que mi trabajo sirve al bien común. Y la construcción de la vida social no es la lucha por conseguir un poco más de poder y ver quién manda aún más, sino la lucha, si queréis, por darse más, la competición por amar más, por desear más el bien de los demás, por hacer posible con el don de la propia vida que los demás sean más.

Visto así, la lógica del trabajo, la lógica nueva del trabajo, la lógica en Cristo del trabajo o la lógica nueva de la política, de la construcción del mundo, de la construcción de la polis, la lógica de la familia no son distintas lógicas: son la lógica del amor. Pero eso no nos es posible a nosotros. Eso sucede en nosotros cuando la luz de Cristo, el don del Espíritu de Cristo, brilla en cada uno de nosotros y nos hace una realidad nueva. La vida nueva está caracterizada por la posibilidad de ese amor, que es el ser de Dios. Y que se comunica a nosotros y nos da la posibilidad de amar como hemos sido amados, como somos amados. Y sólo sobre esa posibilidad nace la vida. Lo demás es muerte. Es verdad que en esa muerte hay un anhelo de vida. El Señor alude a ello en el Evangelio de hoy: “El que tenga sed que venga a mí y beba”. Mirad al mundo: muere de sed, muere. Constantemente uno ve el hedor de la muerte en la realidad del mundo en el telediario de cualquier tarde. Pero de lo que muere es de sed, de desesperanza, de vacío, de necesidad de sentido, de una razón para amar.  La razón para amar es que Dios nos ama. Es haber encontrado ese amor. La razón que permite dar la vuelta a la vida. Quien nos permite dar la vuelta a la vida es el espíritu de Dios en nosotros, no nuestra energía, no una especie de voluntarismo fuerte por el cual nosotros conseguimos amar. No. El don del espíritu de Dios hace posible lo que para el hombre es imposible. Y hace posible un mundo nuevo. Y ese mundo nuevo existe. Puede parecer hoy, en la cultura y en el mundo en el que estamos, algo marginal, es pequeño y frágil, porque nosotros mismos nos hemos dejado llenar del espíritu del mundo, pero ese mundo existe, es real.

Hoy en nuestro Encuentro una mujer, que había perdido no hacía mucho a su marido, decía:  Gracias al conocimiento de Jesucristo y a la experiencia de la Iglesia que había tenido, de una manera muy sencilla, en la peregrinación a Santiago, he podido afrontar el cáncer y la muerte de mi marido sin destruirme, sin venirme abajo. Uno sabe que eso no está en las manos de uno, eso es un don de Dios, es Cristo quien lo hace. Es Dios quien lo hace, quien nos da la posibilidad de vivir el mundo como nuestra casa, y de vivir nuestras relaciones humanas como hermanos, hijos de un mismo Padre, en la casa, en el trabajo y en la sociedad entera. Ojalá surja de la experiencia de esa vida, de la experiencia de esa libertad, justamente como en Pentecostés, igual que hemos suplicado en la misa, sencillamente, una explosión de vida que permita a los que tienen sed acudir a la Iglesia, es decir, acudir a vuestra amistad, acudir a vosotros y encontrar a Cristo y aprender junto con vosotros a ser hijos.

No todos habéis estado en el Encuentro del día de hoy, pero muchos sí, y había un rasgo común en todos los testimonios que hemos recibido: Uno accede a esa vida mediante un encuentro personal con personas que son  el cuerpo de Cristo, y uno descubre que eso es verdad siguiendo a esas personas. Por lo tanto, el don, la redención de Cristo, el don de Dios para nosotros, sucede de ese modo. No hay otro modo, sea donde sea. En el encuentro con el cuerpo de Cristo, con la Iglesia, uno experimenta el bien de la Iglesia para la propia vida, la buena noticia. Uno sigue, se une a una comunidad, y uniéndose a esa comunidad crece la certeza de la fe, se consolida la certeza de la fe, se consolida la esperanza, cambia el corazón. Uno ve la obra buena de Dios en nosotros. Y de la experiencia de esa obra buena en nosotros surge en el corazón el deseo de comunicarla, que no es más que un deseo más grande, como también decía algún testimonio esta tarde preciosamente, de amar hasta el límite, sin fin, a la persona que tenemos delante, sin fin y sin límite a cada persona. Esa obra sólo la hace el Señor, y esa obra es la del Espíritu en nosotros, la obra de la transformación de nuestra vida, de la explosión de alegría y de gratitud en nuestra vida y de la misión como fruto espontáneo y natural, sencillamente, de esa obra de Dios en nosotros.

Señor, nosotros hoy te damos gracias porque esto es verdad, pero te damos gracias también, porque nos has dado, sin ningún mérito nuestro, el don de reconocer y de saber que esto es verdad. Porque nos has dado tu Espíritu, y nos haces conscientes de ese don que es tu vida, y te pedimos y suplicamos que crezca, que fructifique en nosotros de tal modo que pueda ser como una luz que brilla en medio de la noche, o como una vida que florece en medio del valle de la muerte, o como una fuente que sacia la sed de los sedientos. Concédenos que tu Espíritu fructifique, florezca, y que de tal manera genere vida en nosotros, que podamos ser el Cuerpo de Cristo de un modo significativo, persuasivo, atractivo para los hombres, deseable para los hombres. Que nuestra comunión corresponda plenamente a la sed que los hombres tienen. Esa es mi súplica para nuestra Iglesia cuando hemos hablado de la comunión como Prioridad Pastoral. Es esto justo. Que el Espíritu de Dios fructifique en nosotros y haga, sencillamente, de quienes el pecado dividió de mil maneras, una sola cosa, un solo cuerpo, un solo espíritu. Que los hombres puedan reconocer que aquello que su corazón desea está, está en este mundo, no es una utopía. No es un ideal: es una realidad, es una gracia presente en el Cuerpo de la Iglesia, presente en nosotros por la misericordia infinita de Dios.

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