«Vosotros sois la sal de la tierra ... Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,13-14)
Fecha: 24/07/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, VII-IX de 2002. Pág. 91
Aunque lo habéis estado cantando, yo quisiera poder reconoceros a todos para hacerme una idea de los grupos que estamos. Sé que hay un grupo grande de Perú, otro grupo grande de Méjico, hay otro grupo (antes no éramos nada más que dos y ahora somos unos poquitos más) de España; hay otro grupo, creo, de Argentina, Panamá, Venezuela, Ecuador, Chile, Brasil y Uruguay.
Espero que lo que vamos a hacer esta mañana nos sirva a todos para nuestra vida, que es lo que el Señor quiere. El Hijo de Dios ha venido a estar entre nosotros para que nosotros vivamos, y precisamente por eso nos revela su amor infinito por nosotros. ¿Qué es lo que Dios quiere para nosotros? Nuestra vida: que podamos vivir en plenitud, contentos, que podamos vivir dando gracias por todo, por el amor infinito que nos ha llamado a la vida para siempre, para hacernos partícipes a cada uno de la vida de Dios. Y eso es lo que yo le pido a Dios.
Veo vuestros rostros y veo que detrás de cada uno de ellos hay un drama, hay un deseo muy grande de vivir, de ser felices, de que la vida pueda tener un sentido, y un sentido bueno, que no sea una burla, que no sea una injusticia; que uno pueda levantarse por la mañana y dar gracias por el amor bueno que nos ha llamado a la vida para siempre, por encima del mal y del pecado y de la muerte. Y yo le pido a Dios que mis palabras puedan serviros a cada uno de vosotros en vuestra historia personal, en vuestros lugares de estudio, en vuestra familia, en ese camino que cada uno de vosotros vais haciendo y que es único y en el que Dios no está ausente, porque el Hijo de Dios se ha hecho hombre y se ha hecho en la Iglesia compañero y amigo de cada uno de vosotros en el camino de la vida. Y yo le decía al Señor: “Señor, que lo que yo les pueda explicar esta mañana pueda servirles a los jóvenes para vivir, para vivir más contentos, con una alegría que no es necesario fabricar, sino que nace de lo más profundo del ser, con esa alegría que sólo Jesucristo da”.
Mi misión esta mañana es explicaros una palabra de Jesús, una palabra que Jesús dice: que nosotros somos la sal de la tierra. Y el papel de la sal es muy fácil de comprender. El papel de la sal es evitar que los alimentos se corrompan, y por eso se salaba antiguamente la carne, para que los alimentos pudieran durar, y así se inventó una cosa muy rica que se llama jamón; se salaba el pescado para que con el calor no se corrompiera y transmitiera enfermedad al hombre comiéndolo, y al ponerlo en sal se guardaba y permanecía a través del tiempo; y así se inventó otra cosa bastante rica que se llama bacalao, y los arenques, y las sardinas saladas y otras cosas que hay en otros países con diferentes nombres. Una función de la sal es, por tanto, que las cosas no se corrompan. Al decir: “Vosotros sois la sal de la tierra”, Jesús dice: vosotros sois un instrumento para que el mundo no se corrompa, para que el mundo no se destruya a sí mismo.
Os voy a contar una historia que yo he vivido y que puede ayudaros. A mí personalmente me ayudó a comprender qué significa tener a Cristo como la posibilidad de no corromperse, como la posibilidad de escapar a un misterio de muerte que parece dominar la vida del mundo. Había ido yo a una parroquia de un pueblo de mi Diócesis, de Córdoba, y después de la Eucaristía habían preparado una cena con distintas personas, gente del pueblo que se había confirmado en aquella celebración. A un matrimonio que tenía delante les pregunté cómo habían venido a la confirmación y cuál era su historia, y el marido, un chico joven, me contó la historia siguiente. Yo estaba en la escuela, en secundaria, cuando una persona a la puerta de la escuela nos introdujo en la droga. Yo me dejé enganchar con ese grupo de muchachos. Yo no conocía la Iglesia. Me habían hablado de niño, había ido a la catequesis y había hecho la primera comunión pero no vivía en la Iglesia. Con aquellos jóvenes hacía la vida que hacen los jóvenes: con la moto los fines de semana, con la droga, buscando las movidas, buscando el sexo y nada más. Pero yo me daba cuenta de que me iba destruyendo poco a poco. Y conocí a esta chica, que ahora es mi mujer, y ella me habló de un sitio en el que yo podría salir de la droga. Y porque la chica me gustaba le dije que sí y fui. Ella vino conmigo y fui a aquél pueblo en el que un grupo de personas estaban ayudando a drogadictos. Yo creía que lo que iban era a darme pastillas y lo que hicieron es enseñarme a rezar. Yo me escapé de allí varias veces y ella, que me quería, siempre me buscaba y me ayudaba a volver. Ella me acercó así a Jesucristo y a la Iglesia, y hoy lo único que puedo decir es que de los diez amigos que éramos, el único que sigue con vida soy yo. Os imagináis lo que a uno se le pasa por la cabeza cuando oye una historia así contada por la persona que la ha vivido.
Este chico decía: Yo sé que en la Iglesia podemos tener muchos defectos, y las personas tienen muchos defectos y muchos pecados, pero para mí la Iglesia es la vida, porque gracias a esa chica que me acercó a Jesucristo, a quien yo ni siquiera buscaba, y que me descubrió la vida de la Iglesia, hoy somos un matrimonio, tenemos varios hijos; yo sé que soy drogadicto y que tendré que luchar toda la vida con eso, pero no estoy solo en esa lucha: hace más de diez años que no tengo nada que ver con el mundo de la droga; y por el hecho de saber que soy el único que estoy vivo, le pido a Dios todos los días que me sostenga en su gracia.
A mí me parece que la historia expresa dos cosas. La primera, qué significa encontrar a Jesucristo, de una manera muy dramática. A lo mejor para vosotros no ha sido tan dramática: para mí no ha sido tan dramática, pero significa lo mismo; encontrar a Jesucristo significa la vida, y significa la posibilidad de una vida nueva. Pero, cuando falta Jesucristo, cuál es la experiencia humana. La experiencia humana es que la vida desemboca en la muerte. Puede ser que uno viva su trabajo, en su familia,… pero esa muerte pone como un veneno en todas las alegrías. Imaginaros dos chicos que se enamoran de verdad, hasta el fondo. Es terrible pensar que eso no es para siempre. Recuerdo una frase de un filósofo, Gabriel Marsell, un filósofo francés del siglo XX, que decía: querer a alguien es decirle: “quiero que tú no mueras jamás”. Esa definición del amor es verdad, porque nadie quiere ser querido por un poco de tiempo. Cuando nosotros pensamos cómo queremos ser queridos, no queremos que nadie nos diga: te voy a querer mucho cinco años. Si ponemos un límite de tiempo… porque el amor está abierto al infinito. Y sin embargo sabemos, de una manera o de otra, que la muerte acaba con nuestra experiencia de la vida. Eso es lo que vemos con nuestros ojos.
Pero hay muchas formas de muerte que no son la muerte causada por una sobredosis de droga o la muerte causada por el envejecimiento. Uno puede estar muerto en la vida. Uno está muerto cuando la vida no tiene ninguna esperanza grande, cuando uno ha sido tan injustamente tratado que no es capaz de amar la vida porque le han quemado la raíz de la vida. Eso es como estar muerto.
Hay una forma de muerte, que se nos vende todos los días, como si la única posibilidad de la vida fuera ganar dinero, gozar de la vida, comprar cosas, tener más cosas. Y a lo mejor uno lo consigue, hay personas que lo consiguen. Pero cuando la vida tiene como objetivo eso, no hay alegría: os aseguro que no hay alegría en el corazón. Eso no quiere decir que las cosas sean malas, pero no hay alegría en el corazón porque uno está muerto por dentro cuando sólo vive para algo que es más pequeño que nosotros: el dinero, las cosas, son más pequeños que nosotros, no os pueden dar la felicidad. Y si uno vive para eso, uno vive para la muerte. Y uno en el fondo lo sabe, porque va experimentando a lo largo de la vida que eso no es capaz de llenar.
Muy ligado a eso se nos ofrece hoy también como camino de felicidad fácil, accesible, el sexo, el sexo separado del amor, comprendido también en una mentalidad de consumo. ¡Cuántas heridas en la vida! ¡Cuánto dolor en la vida de las personas! Precisamente porque eso no corresponde a la exigencia del corazón. La exigencia del corazón es siempre un amor más grande, un amor sin límites; y el sexo, separado del amor, es simplemente un modo de usarnos las personas unas a otras, de comprar un poquito de placer, de utilizar a la otra persona como instrumento de mi placer, y eso no hace felices, no llena, porque estamos hechos para un amor grande.
Hay mil formas en las que uno puede ver en el mundo de hoy cómo la humanidad se corrompe. Pero no me gustaría que pensarais en la humanidad como si fuera una cosa abstracta. Cada uno de nosotros participamos de este mundo, y por más que buscamos no encontramos algo que esté a la medida de nuestro corazón. Y al no encontrarlo, muchas veces los hombres, y nosotros, decimos: “Es que la vida es absurda”, “Es que no hay nada”, “Es que el mal triunfa siempre”, “Es que triunfan los que no tienen moral, los que no tienen vergüenza, los que no tienen ningún criterio, ni ninguna orientación”, “Es que si eres bueno, eres tonto”, “Es que la vida no merece la pena y por tanto vamos a sacar de ella lo que podamos sacar”. En ese momento estamos muertos, porque hemos renunciado a nuestro destino, hemos renunciado a los deseos grandes de nuestro corazón.
El mundo se corrompe de mil maneras. En este mundo en el que todos somos ya casi parte de un mismo pueblo, donde todos nos comunicamos por internet y donde eso que llaman la “aldea global” se ha hecho ya una experiencia para muchos de nosotros, la más insidiosa de las ideologías es la felicidad barata teniendo dinero y pudiendo comprar cosas. No vais a ser felices de ese modo, porque vuestro corazón está hecho para el amor, para el amor infinito, no simplemente para ser los amos de unas pocas cosas durante un poco de tiempo. Pero hay otras ideologías, como los nacionalismos. Es la ideología de hacer de la lengua o de la raza o de la nación como una especie de dios. Y eso también genera muerte, porque ninguna de esas cosas es capaz de darnos la felicidad. Hay que amar la nación, ¡claro que sí!; hay que amar a nuestro pueblo, ¡claro que sí! Hay que amarlo como amamos a nuestros padres, porque de nuestro pueblo hemos recibido cosas muy importantes: la lengua, una manera de entender la vida, ¡la vida misma! Ninguno de nosotros estaríamos vivos si no hubiera una familia, unas personas, un pueblo que cuida de nosotros, que ha cuidado de nosotros hasta ahora. Pero ni nuestros padres son Dios, ni nuestra nación es Dios, ni nuestra lengua es Dios. Sólo Dios es el señor de la vida. Sólo Dios nos ha dado la vida. Nuestros padres, la familia, la patria tienen algo que ver con Dios -porque recibimos de ellos cosas muy importantes: son como un signo de Dios si son buenos padres, o son como un signo de Dios si es una buena patria-, pero no son Dios. Es estúpido e inhumano esperar de la patria o de la familia ¡o del amor de una persona! que te dé una felicidad entera. Y cuando uno experimenta que la felicidad entera no la puede tener en la mano, no la puede dominar, entonces es cuando la vida se corrompe: se corrompe la nuestra, se corrompe la vida de las naciones, el mundo del trabajo, se corrompe la vida humana.
Vivís, mis queridos jóvenes, en un momento de la historia en el que esa corrupción se vende masivamente a través de los medios de comunicación social. Se os vende constantemente esa felicidad barata para que vendáis vuestra vida, para que os vendáis vosotros mismos para adquirir esa felicidad barata. Se os vende de mil maneras: a través de las historias de la televisión, a través de la publicidad... Se os dice: “No esperéis en nada”, “Esperad sólo en tener cosas”. Y luego, la violencia de notar que uno no es feliz a pesar de que tiene las cosas genera una rebeldía contra la realidad, una rebeldía contra la vida de donde nace la violencia en las familias, de donde nace la violencia en la sociedad, de donde nace la difusión de la droga, del alcohol, todo aquello que nos destruye; de donde nace, en última instancia, esa otra plaga que es el terrorismo y que alguno de los que estáis aquí experimentáis. Pero de donde nacen también otras corrupciones que hacen que resulte más difícil dar gracias porque estamos en la vida.
Y me diréis: “Si ese es el panorama del mundo, ¿cuál es la respuesta?, ¿dónde podemos encontrar una humanidad verdadera?”. Y yo no os puedo dar más que un testimonio: el testimonio de aquel muchacho y que coincide totalmente con mi experiencia, y seguro que coincide con la experiencia de muchos de vosotros. ¡En Jesucristo!, el Hijo de Dios vivo, Amor infinito encarnado, hecho Compañero de camino y Hermano nuestro en la vida de la Iglesia, donde uno puede encontrar el amor que sostiene la vida, donde uno puede encontrar la verdad de cuál es nuestra vocación, de quiénes somos; y donde uno puede encontrar la respuesta a la pregunta ¿quién soy yo?, ¿para qué se me ha dado la vida?
Mis queridos jóvenes, yo quisiera grabar a fuego en vuestro corazón esta respuesta. Dios os ha dado la vida a cada uno de vosotros porque os ama, y porque os ama con un amor infinito. Y nos ha entregado a Jesucristo porque quiere, para cada uno de nosotros, un destino bueno, un destino que no acaba con la muerte; un destino que es participar ¡desde ya! de la libertad gloriosa de los hijos de Dios, de la dignidad grande de saber que tenemos un destino que no está determinado por la suerte, por la clase social a la que pertenecemos, por el país en el que estamos, que no está determinado por ninguna de las cosas de este mundo, sino sólo por que el Hijo de Dios ha derramado su sangre por mí y esa sangre tiene un valor infinito. Ese amor es infinito, y ese amor puede sostener mi vida ¡sin que desaparezcan las dificultades! Porque al descubrir el amor de Jesucristo, yo descubro quién soy yo y cuánto vale mi vida. ¿Cuánto tiene que valer la vida de cada uno de nosotros, mi vida, mi pobre vida, un puntito en la historia de la humanidad, un puntito perdido en el universo para que Dios se entregue para que yo viva, para que Dios me ame hasta el punto de entregar a su Hijo por mí?
Eso es lo que explica que ninguna de las propuestas que el mundo hace en las que falta Cristo, en las que falta Dios como fundamento, pueda llenar nuestro corazón. No nos pueden llenar porque nuestro corazón está hecho para el amor infinito de Dios.
Vamos a cantar una canción y después nos vamos a fijar un poquito en quién es Jesucristo y cómo Jesucristo cambia nuestra vida y nos libra de la corrupción.
(...)
En la catequesis anterior hablábamos de un mundo que se corrompe, hablábamos de nuestras vidas que se corrompen, que se pueden destruir cuando perdemos la esperanza o cuando nos dejamos llevar por las falsas propuestas del mundo. Al final yo señalaba que hay una respuesta al anhelo de nuestro corazón, y esa respuesta tiene un nombre y se llama Jesucristo.
¿Por qué puedo decir que Jesucristo es una respuesta para los anhelos de vuestra vida? Justo por la experiencia de que cuando abrimos nuestra vida a Jesucristo nuestra vida cambia, y cambia de una manera que nosotros no sabemos en qué ha cambiado. Y eso basta para saber algo que es muy importante: que Jesucristo es alguien que vive; que no es un personaje de hace 2000 años que nos enseñó unas cosas bonitas que nosotros tratamos después de hacer y de seguir con mucho esfuerzo. Yo sé que Jesucristo vive porque tengo la experiencia de cómo Él obra en mi vida algo que yo no podría nunca lograr, algo que he intentado muchas veces en mi vida hacer sin Él y no funciona. Yo no puedo demostraros como si fuera un razonamiento de Matemáticas que Jesucristo es la respuesta a nuestras preguntas. Yo puedo daros el testimonio de mi vida. Yo puedo daros el testimonio de muchas personas que conozco. Yo puedo daros el testimonio de las personas cuya vida Cristo ha cambiado, y han empezado a vivir de un modo que parece imposible para el hombre y, sin embargo, yo he visto morir a personas con alegría; yo he visto, la semana pasada, en una aldea de mi Diócesis, a una mujer de 100 años que había sido enviada a su casa por el hospital a morir, y estaba viva, y tenía su cabeza bien, porque su hija le limpiaba las heces del recto todos los días con una alegría y con un amor increíbles, llena de gozo; llena de gozo y diciendo: “es el Señor quien lo hace. Yo nunca me hubiera imaginado que pudiera hacer esto con nadie, ni siquiera con mi madre”. ¡Dios mío! Yo he tenido el don inmenso de ver la santidad de muchas personas cambiadas por Jesucristo, transformadas por Jesucristo; y he tenido la posibilidad y la gracia de ver la obra de Jesucristo en mi vida, y sé con certeza que es Jesucristo, que no es una imaginación porque, si no, los hombres lo habríamos adaptado a la medida de nuestros deseos; yo trato de adaptar a Jesús constantemente a mis medidas. Sólo Él es capaz de obrar en mi vida esa transformación, esta capacidad de alegría, esta capacidad de dar gracias que Él genera constantemente en nuestra vida.
No estaríais aquí si no hubiera al menos un poquito de luz en vuestro corazón, y ese poquito de luz tiene que ver con Jesucristo. Habéis venido a un encuentro que es de cristianos, que es de personas que esperan en Jesucristo, que creen en Jesucristo. Al Señor no le importa cómo ha sido tu vida anterior, o menor dicho, sí que le importa lo que haya habido de dolor, de sufrimiento, de tristeza, de dolor en tu vida; pero no es una condición para encontrarle que tu vida haya estado bien. Jesucristo, y su amor por ti, no tiene condiciones, por eso: ábrele el corazón a Jesucristo para que puedas encontrarle, haya sido la historia como haya sido, sean tus circunstancias las que sean, haya habido en tu joven experiencia de la historia las heridas que haya habido, abre tu corazón a Cristo, al amor infinito de Cristo, a la misericordia sin condiciones de Cristo, porque eso lo que permite reencontrarse uno, eso es lo que permite reencontrar la propia dignidad, reencontrar una razón para vivir, para amar la vida, para amar las cosas. Esa es al final, para mí, la razón más importante para estar en la Iglesia. Yo me doy cuenta de que hay personas que están fuera de la Iglesia y que son mejores que yo, que tienen más cualidades que yo; pero yo no estoy en la Iglesia porque sea mejor que otros o porque tenga más cualidades que otros. Estoy en la Iglesia porque, gracias a que he encontrado a Jesucristo, me es posible amar la vida, amar a las personas, amar la realidad, y eso yo sé que no sería posible sin Él.
Y eso basta en el corazón y en la inteligencia de cualquier persona para mostrar la verdad de la fe. Siguiendo a Cristo yo encuentro una posibilidad de alegría; unaalegría verdadera que no la hace el mundo. Yo sé cómo son las alegrías fabricadas: las fabricadas con cerveza, o las fabricadas con drogas; las fabricadas con instrumentos que duran mientras que dura la fábrica, y que luego te dejan con la misma soledad y con el mismo abandono. Te dejan como una carne sin sal, que se corrompe. Pero cuando uno encuentra a Jesucristo empieza a nacer la verdadera alegría, y no porque desaparezcan los problemas, o porque yo empiece a ser perfecto o no tenga defectos.
Mis queridos jóvenes, entended esto bien: ¡Jesucristo no pone condiciones! ¡Lo único que quiere es tu vida! ¡Lo único que quiere es tu alegría, que puedas vivir sabiendo quién eres y sabiendo que hay un amor infinito que te espera y que te aguarda y que te ha dado la vida para que participes de esa vida para siempre! Es lo único que quiere. Incluso la bondad o el amor... todo eso viene después, lo hace Él en nosotros, pero no es una condición previa.
Sólo hay una palabra en el Nuevo Testamento que explica el concepto de la voluntad de Dios, y dice: “Esta es la voluntad de Dios: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. ¿Y cuál es la verdad? La verdad es que tu persona tiene un valor infinito porque Cristo te ama con un amor infinito. Y lo que haya sido de tu vida, e incluso lo que pueda suceder, ¡no importa! Empieza a ser posible vivir con la libertad de los lirios del campo o como las aves del cielo. No importa lo que pase porque yo sé que tengo ese amor que me permite vivir con alegría cualquier circunstancia de la vida, hasta la misma muerte; que me permite vivir con paz a pesar de mi pecado, a pesar de mi pequeñez, a pesar de mis límites y de mi pobreza: me sostiene y me levanta el amor infinito de Cristo. Y yo os aseguro, mis queridos hermanos, mis queridísimos jóvenes, que eso no es una comedura de coco, como se dice en España cuando uno se alucina con algo, porque uno puede alucinarse en un happening, o uno puede alucinarse un rato, lo que no puede es que la vida empiece a ser algo que se construye sólidamente con alegría, y con fatigas, pero con gozo, con dolor, pero con esperanza. Eso no lo sabemos fabricar. Si hubiera una fábrica de eso sería la multinacional más rica del mundo porque tendría el secreto de la vida humana. ¡No la hay! Y cuando uno ve a las personas que se han encontrado con Jesucristo, uno ve esa alegría, uno ve esa verdad, uno ve esa sencillez con la que uno puede afrontar la vida.
Por eso yo os invito a que, si conocéis al Señor, si habéis tenido en la vida la experiencia de encontraros con Él, le pidáis que ese encuentro sea el fundamento de todo, que ese encuentro permanezca en vuestra historia, que el Señor os acompañe en el camino de la vida. Vamos a pedírselo todos juntos para todos: que Él nos acompañe, que Él sea la fuente que regenera nuestra alegría, que Él nos conduzca hasta nuestro hogar, el hogar donde pertenecemos, que es la Casa del Padre, que es el Cielo, que es la vida de Dios, pero no que no es un lugar al que llegaremos al final de la vida, sino que es un lugar que puede empezar aquí, que empieza aquí porque Cristo está ya aquí junto a nosotros en esta comunión misteriosa y preciosa que se llama la Iglesia; en nuestra unión, está Cristo; en nuestro estar juntos, está Cristo, porque si no, yo no podría cambiar mi vida. Es la Iglesia su Cuerpo, es la Iglesia la unidad de aquéllos que Él ha unido a Sí por el sacramento y por la fe donde Cristo está; es en la Iglesia donde Cristo me perdona los pecados, es en la Iglesia donde Cristo me alimenta con su Cuerpo, es en la Iglesia... ¡que no somos los curas!, ¡que somos todo este Pueblo precioso que Dios ha ido haciendo de distintas lenguas, de distintas naciones, como una única familia suya!; es en la Iglesia donde Cristo vive y donde Cristo toca mi vida, toca mi persona a través de la misericordia de alguien que se me acerca, a través de los sacramentos, pero a través también de la humanidad de este Pueblo donde yo he aprendido a reconocer al Señor y donde yo aprendo un día y otro a encontrarle, a reconocerle y, reconociéndole, a vivir con alegría. No hay otra esperanza; no hay otra Vida, con mayúscula; no hay otra posibilidad de vivir con alegría, con la dignidad de hijos de Dios, que vivir sostenidos por el amor y la gracia de Jesucristo que se encuentran en este Pueblo, donde todos tenemos pecados, donde todos tenemos defectos, donde no es que nosotros seamos los que nos proponemos nosotros mismos al mundo, no; es donde está Cristo. Lo dijo Él: “donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Cristo está aquí esta mañana en nuestra unidad, y Cristo quiere nuestra alegría; y Cristo, con su misericordia y su amor, con el sacramento del perdón de los pecados, con la Eucaristía que vamos a celebrar, se da a nosotros para sostener nuestra vida.
Vamos a cantar un canto a Jesús y luego tendremos un tercer momento en el que yo quiero explicaros qué significa eso de que cambia la vida, cómo es la sal que Jesucristo pone en nosotros y cómo nosotros podemos ser sal para los demás hombres. Muy cortito el último tramo.
(...)
En la canción que habéis cantado decíais que tenemos que inventar un país, ¿no? A mí me da la impresión de que ese país ya está inventado, que ya estamos en él: somos nosotros. Viendo todas las banderas que había, y viendo que nos sentimos todos miembros del mismo Cuerpo de Cristo, ese país ya está inventado, ese país se llama Iglesia de Jesucristo y es un país hecho de todos los países. Pero es verdad que en cierto modo tenemos que inventarlo porque el mundo no conoce ese país, y nosotros tenemos que mostrar al mundo que existe una posibilidad distinta de estar juntos, que podemos estar juntos como hermanos, que nos podemos mirar con respeto y con afecto unos a otros, que nos podemos querer unos a otros, que hay un modo de convivir que no es sólo defendiendo nuestros intereses contra los demás, sino amando a los demás, y que sólo obrando así es un mundo verdaderamente humano que corresponde a nuestro corazón, que corresponde a la vida humana: y ese es el país que ha inventado el Hijo de Dios para nosotros, derramando su sangre por nosotros y dándonos su Espíritu para que, siendo distintos, siendo cada uno lo que somos, podamos estar juntos, alegres de que los otros son diferentes, alegres de que todos juntos, con nuestras diferencias, formamos una unidad más grande construida sobre el amor que Cristo ha derramado sobre nosotros, como cantabais también en la última canción.
Cristo está en mi corazón y yo sé que mis pecados son perdonados; y yo sé que Cristo está entre nosotros de una manera absolutamente real: Cristo está en nuestro afecto, en nuestra amistad, en nuestra comunión. Y porque está Él entre nosotros, podemos empezar a aprender a tratarnos así.
Os cuento una experiencia que también he vivido yo. Yo estuve en la Jornada Mundial de la Juventud de Czestochowa en el año 1991. Era la primera Jornada Mundial que se hacía después de la caída del muro de Berlín y de la caída del telón de acero. Por primera vez podían participar en esa Jornada jóvenes de Rusia, de los países del Este de Europa, que ni siquiera tenían sus banderas: simplemente habían arrancado de las banderas que tenían la hoz y el martillo y todas las banderas de los países del Este tenían un agujero en medio. Los rusos habían ido porque la Iglesia de Polonia, sabiendo que no tenían dinero para venir, había puesto tres trenes de tres ciudad para que los que quisieran vinieran. No tenían zapatos. Teníamos que caminar cinco días para llegar a Czestochowa y los rusos venían con sandalias. El segundo día las sandalias estaban rotas. No tenían dinero en el bolsillo, pero ni un penique, nada. Y sin embargo la ciudad de Czestochowa era una fiesta: lo que vosotros acabáis de vivir en pequeño en esta iglesia con las banderas. Imaginaos el millón de jóvenes que hubo en aquella Jornada, todos con las banderas... No nos entendíamos con las lenguas, era imposible. Y sin embargo era evidente que nos queríamos, era evidente que éramos amigos, era evidente que allí estaba sucediendo algo muy grande para cada uno y para el mundo entero. El grupo de jóvenes con el que iba volvió a su casa con lo puesto, porque en Czestochowa dejaron todo: las zapatillas de deporte que llevaban, las camisetas... Los padres después me llamaban y me decían: “Mis hijos, que se fueron con una mochila enorme, han vuelto con la mochila vacía y me dicen que se lo han dado a los rusos. ¿Vd. cree que eso es verdad?”. Y yo les decía: “Que sí, que sí, que allí es que hemos dado todo”. Fue una experiencia preciosa de la posibilidad de una unidad entre los pueblos más allá de las lenguas, más allá de las diferencias de raza y más allá de las naciones. Quince días después empezaba la guerra de Bosnia. Una guerra provocada por el nacionalismo, por la afirmación de unos contra otros. Y yo veía las imágenes de esa guerra en la televisión y me acordaba de Czestochowa. Son como dos caminos: uno que conduce a la muerte, sin sal, sin Cristo, donde para decir “yo soy serbio”, o “yo soy croata”, o “yo soy bosnio”, tengo que decir: “y los demás tienen que someterse a mí”. Y otro donde uno se afirma a sí mismo, se recupera a sí mismo, dando la vida por el otro.
La imagen de Czestochowa era la imagen de algo bello, como era bello hace un momento vuestro canto. La otra imagen es la de algo espantoso. Ese es el fruto de Cristo entre nosotros. La posibilidad de ese país donde todos estemos en nuestra patria, estemos donde estemos, porque pertenecemos a un pueblo inextinguible, el único pueblo inextinguible que es el Pueblo de Dios, que es el Pueblo creado por el Espíritu de Dios, donde tú eres tú, y yo no quiero que seas como yo. Yo me alegro de que tú seas tú y te amo como eres. Y nos alegramos cada uno de cómo somos los demás. Y nos alegramos cada uno del bien de cada uno. El país es posible porque Cristo está entre nosotros, no porque seamos más capaces, o más luchadores o mejores que los demás, sino porque Cristo está entre nosotros y nos ha dado su Espíritu. El país posible es un país donde no haya extranjeros, es un país donde los hombres somos hermanos los unos de los otros; es un país donde brota una humanidad distinta, una manera distinta de tratarnos. Esa es la sal que el Señor nos ha dado y que Él nos hace posible. El país que el Señor hace posible es un país en el que cada persona humana es reconocida en su dignidad sagrada desde el momento de su concepción hasta su muerte natural. Es un país donde no se mata a los ancianos ni a los niños en el seno de su madre. Es un país donde los jóvenes no son explotados simplemente para que consuman, sino que se desea que crezcan, que aprendan, que vivan, que puedan aprender a quererse, que se traten con respeto; donde se sostiene al matrimonio y a la familia, donde se ayuda a los padres a darse por el bien de sus hijos.
Y me diréis: “es una utopía”. ¡No! ¡Ese país existe donde está Cristo en medio y donde nosotros acogemos a Cristo! No se nota que somos sal simplemente porque hablemos mucho de Cristo. Se nota que somos sal porque vivimos la vida de una manera distinta. Y vivir la vida de una manera distinta no es ser unos tipos raros. Vivir de una manera distinta es vivir como todo ser humano quisiera vivir, es decir, es vivir sostenido por un amor que no acaba ¡ni siquiera cuando nosotros lo destruimos!, porque es más grande que nuestro pecado y que nuestro mal. Lo que sucede en cada una de esas sillitas (refiriéndose a los sacerdotes que están confesando) que tenemos alrededor es una cosa misteriosa, pero es lo más grande del mundo. Es la afirmación de que el amor con el que Cristo te ama es más grande que todas las torpezas que uno puede hacer. Y esa es la sal de la que nosotros somos portadores, no nuestras cualidades, sino la misericordia sin límites y sin condiciones de Cristo que nos hace posible empezar a vivir la vida humana, la vida real, nuestras relaciones cotidianas, nuestros gozos de amistad, nuestra vida en familia -si la tenemos-, las circunstancias concretas de nuestra vida concreta: poder vivirlas de una manera donde el bien y lo que hay de bello y bueno en la vida, que es mucho, se goza hasta el fondo porque sabes que eso viene de Dios y permanece para siempre; y donde el mal que hay en la vida, que hay mucho, no nos termina destruyendo la esperanza porque hay un amor más grande que el mal y nosotros lo conocemos. Un grupo de nosotros, antes de venir a Toronto, estuvo en Nueva York y estuvimos en la parroquia que está al lado de donde estaban las Torres Gemelas, y celebramos allí la Eucaristía. Y una mujer madre de ocho hijos y mujer de uno de los bomberos que murieron en las Torres nos dio un testimonio. Nos dijo que ella también había vivido lejos del Señor, que estaba a punto de romperse su matrimonio, cuando encontraron los dos a Cristo y a la Iglesia y empezaron a vivir la vida cristiana, y que eso salvó su matrimonio, y que ahora ella daba gracias a Dios por su designio, porque el mismo Dios que le había dado a su marido y a sus hijos se lo había llevado, y ella sabía que si se lo había llevado era para bien. Y aquel testimonio de esta mujer, impresionante, terminó diciendo algo que es con lo que yo quisiera terminar mi catequesis también para daros un testimonio más de cómo Cristo actúa en nuestra vida. Ella decía: “Si no hubiera sido por la fe en Jesucristo que he recibido en la Iglesia, yo ahora me habría vuelto loca; y no estoy loca, por lo menos no más loca de lo que estaba la víspera del accidente, tengo paz, mis hijos tienen paz, y eso es porque Jesucristo es más fuerte que todo el mal del mundo; eso es porque la Eucaristía es más fuerte que todo el odio de los terroristas y todo el mal del mundo; la Eucaristía y el amor de Cristo son más fuertes que todo el mal del mundo”.
Mis queridos amigos, apoyaos en Cristo, apoyaos en esta comunión que somos, donde está el espíritu de Dios, para construir ese país que el Señor nos da a construir. La frase no es mía, la decían los primeros cristianos. ¿Recordáis que en las cartas de San Pablo dice: “ya no hay judíos ni gentiles, ya no hay bárbaros ni griegos, ya no hay esclavos ni libres, ya no hay hombre ni mujer porque todos somos uno en Cristo Jesús”? Eso mismo sigue sucediendo, sigue siendo posible para nosotros. Y los primeros cristianos decían: “antes de Cristo había naciones y pueblos; ahora hay un pueblo hecho de todos los pueblos, porque todos los pueblos participan -o pueden participar- de la vida de hijos que Cristo nos ha obtenido con su sangre”. Que todos nosotros podamos ser testimonio de esa humanidad buena cuyo principio y fundamento es el amor de Dios que hemos recibido, la misericordia que nosotros hemos recibido, para que podamos proponer al mundo que se corrompe, que se pierde en la soledad y en la injusticia, un modo de vivir lleno de alegría, porque es un modo de vivir verdadero que corresponde a los deseos más profundos de nuestro corazón. Ese amor es posible por la gracia de Cristo que habita en nosotros.
En ese país nos encontraremos siempre. Yo hoy no conozco vuestras caras ni vuestros nombres. Vosotros entre vosotros os conocéis los de cada país. Pero estemos donde estemos, seamos conscientes o no seamos conscientes, por el hecho de participar de la Eucaristía, del único Cuerpo de Cristo, y de recibir y participar de su Espíritu, el único Espíritu de Cristo, somos todos una sola cosa, somos todos hermanos, somos todos miembros los unos de los otros, y somos así signo de una humanidad rescatada, salvada por Cristo que nos ha hecho posible vivir una humanidad verdadera. ¿Vosotros habéis oído hablar de Nietzsche, un pensador alemán de finales del siglo XIX? Fue una persona que escribió contra la Fe, y yo estoy convencido de que la causa es que la Fe que él pudo conocer a través de los cristianos que tenía cerca era muy poco verdadera. Nietzsche fue el padre del Nihilismo, que es la cultura en la que nosotros vivimos, donde nada es verdad, donde todo vale, donde nada importa, y mucho menos que nada, la vida humana, la persona humana. Y refiriéndose en una ocasión a los cristianos en una obra suya, decía: “mejores canciones tendrían que cantarme para que yo creyese en ése que ellos llaman su redentor, porque los veo tristes, y si fuera verdad su redentor, en su rostro tendría que resplandecer la alegría”. Si Nietzsche nos hubiera conocido a nosotros, sería cristiano.
Pero entended: los hombres no van a creer en Cristo porque hagamos un discurso sobre Cristo. Van a creer en Cristo si pueden ver en nosotros la alegría que el mundo no es capaz de fabricar, si pueden reconocer en nosotros esa humanidad construida sobre el amor, que nos ha sido dado por gracia. Vamos a darle gracias en la Eucaristía y a pedirle que esa gracia que hemos recibido fructifique en nosotros en ese país precioso hecho con todos los países de la tierra.