XII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 16/06/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 455 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 642
Mateo 10, 26-33
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:
«No tengáis miedo a los hombres, porque nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse.
Lo que os digo de noche decidlo en pleno día, y lo que escuchéis al oído pregonadlo desde la azotea.
No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No, temed al que puede destruir con el fuego alma y cuerpo. No se venden un par de gorriones por unos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo; no hay comparación entre vosotros y los gorriones.
Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo, también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre del cielo.»
La frase temor de Dios, que tiene un pedigrí perfecto en la historia del vocabulario cristiano, me ha parecido siempre una de esas frases que necesitan mucha explicación, porque es de las que más fácilmente pueden entenderse del revés, y ser manipuladas. Y la manipulación del temor de Dios en un corazón sencillo es el escándalo de los pequeños del que habló el Señor, una de las miserias más horribles de este mundo. Naturalmente, siempre habrá hombres para quienes Dios o el recuerdo de Dios será causa de temor. Es lo propio de quienes huyen de Dios, como Jonás. Según las reglas de discernimiento de espíritus de san Ignacio de Loyola, tan finas, cuando el corazón no está identificado con el querer y el sentir de Dios, la voluntad de Dios produce desazón, y las propuestas del mundo dan una paz aparente.
Ese temor es también lo propio de quienes conocen a Dios, pero poco. Es lo que corresponde a la experiencia de Israel que se expresa en la mayoría de los pasajes del Antiguo Testamento (no en todos, sin embargo. Algunos pasajes de los profetas, como Oseas, por ejemplo, y el Cantar de los Cantares, van más allá del temor, y apuntan de lejos al Nuevo Testamento). Aunque haya mandado amarle «con todo el corazón y con toda el alma», al Dios lejano se le teme. Tal vez precisamente porque, al conocerle de lejos, lo imaginamos de un modo más antropomórfico, más como un trasunto nuestro.
En todo caso, el temor ha sido desterrado por Cristo. «No hay temor en el amor –dice san Juan–, sino que el amor perfecto expulsa al temor. Pues el temor tiene que ver con el castigo, y quien teme no ha alcanzado la perfección en el amor. Nosotros amamos porque Él nos amó primero» (1 Jn 4, 18-19). En las mismas reglas de san Ignacio ya mencionadas, cuando el corazón está unido al querer de Dios, lo que Dios quiere da paz, y es lo que nos aparta de Él lo que desasosiega. Dicho de otro modo, para quien ha acogido el amor de Cristo, la voluntad de Dios coincide con la felicidad. O la felicidad coincide con la voluntad de Dios. Cristo ha venido para espantar al temor, para darnos la libertad.
Desde luego, tal como Dios se ha dado a conocer en Jesucristo, si hay alguien a quien no hay nunca, jamás, en ninguna circunstancia, bajo ningún concepto, motivos para tenerle miedo, es a Dios. ¡Su amor es tan grande que tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza! Si «Dios es Amor», como dice san Juan, ¿por qué habríamos de temerle? Hasta en esta vida, quien ha encontrado el amor (esta vez con minúsculas), sólo teme perderlo, que se lo quiten. Lo mismo quien ha encontrado el amor de Dios. ¿Temor…? ¿Y a Dios…? No, gracias.
El único al que temer es el Enemigo. Pero no a los pobres enemigos de este mundo, que, por mucho poder que parezcan tener, sólo lo tienen sobre esta vida, mortal en cualquier caso. El único temor en el mundo de la gracia es perderle a Él, es perder el tesoro del Amor que nos ha sido dado.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada