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El yugo y la burbuja, o de cómo la vida es cosa de dos (como mínimo)

XIV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Fecha: 30/06/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 457 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 644



Mateo 11, 25-30
En aquel tiempo, exclamó Jesús:
-«Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Si, Padre, así te ha parecido mejor.
Todo me lo, ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Venid a mi todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón; y encontraréis vuestro. descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»



Una de las imágenes que más fácilmente podrían asociarse con la experiencia humana (y con la conceptualización de esa experiencia) en las sociedades del capitalismo tardío es la de la burbuja. El ser humano es comprendido, ante todo, como una cifra: uno es ciudadano, y, por lo tanto, votante y pagador de impuestos, y es también un punto imprescindible en la cadena de la producción y del consumo, y, por lo tanto, trabajador y cliente. Estas legitimidades son las que le dan derecho a existir. Pero, para ser todo eso (y nada más que eso), primero hay que abstraer al ser humano de todo lo que realmente le constituye: su cuerpo, su sexo, su condición de hijo (o hija), su familia, sus relaciones, su patria, su religión. Hay que sacarlo de la realidad y meterlo en la burbuja. Porque lo que importa no es nadie en concreto, sino que el show no se pare, que el PIB no baje, que la máquina del poder siga funcionando. Si, para eso, hay que sacrificar a un pueblo, da igual: porque mientras la máquina funcione siempre se podrá hablar de progreso. Y siempre habrá otros, huyendo de alguna parte, que están dispuestos a ocupar, en lugar de los ausentes, el altar del sacrificio.

Sólo el hombre emburbujado es apto para el consumo de Molok. Sin raíces, sin vínculos, sin historia y sin rostro, el hombre de hoy es ya moralmente un clónico, despojado de todo lo que no le puedan dar el mercado o el Estado (naturalmente a precio de oro, porque los ídolos sólo dan los limitadísimos bienes de que disponen, a cambio de la sangre y del alma). El mercado y el Estado, en nuestra cultura, tienden a no ser más que dos caras del mismo monstruo, la dictadura de los herederos de Nietzsche, que ya no necesitan disfrazar de moralidad y de valores su nihilismo. Los dos, mercado y Estado, prometen una felicidad y una libertad que no pueden dar, y que no darían aunque pudieran, porque nada odian tanto como a las personas felices y libres. Los dos constituyen el sacerdocio y el brazo secular de la religión capitalista: la religión falsa de la burbuja. Esa religión promete todas las noches la libertad. Pero la burbuja, en la que se entra para ser definitivamente libre de todo vínculo, libre de la realidad, desemboca siempre en cadenas: las de la soledad, siempre, y con demasiada frecuencia, las del Lager y la celda de aislamiento.

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados». Es decir, todos. El yugo de Cristo significa, antes que nada, que no estoy obligado a vivir en la burbuja. Él va conmigo siempre, uncido a mí, y lleva conmigo la carga de mi vida. En realidad, es Él quien la soporta. El yugo de Cristo significa que alguien –Dios– ama mi vida de tal modo, que soy persona de nuevo, que soy las relaciones que me constituyen (en primer lugar la relación con Cristo, y con su Padre, y con su Santo Espíritu, y en ésas, las relaciones con mi familia, y todas las demás). El yugo de Cristo significa que hay una meta y un camino, y que, en ese camino, no estoy nunca solo. El yugo de Cristo conduce a la libertad, es la libertad.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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