XVI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 14/07/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 459 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 646
Mateo 13, 24-43
En aquel tiempo, Jesús propuso otra- parábola a la gente:
-«El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo:
"Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?"
Él les dijo:
"Un enemigo lo ha hecho."
Los criados le preguntaron:
"¿Quieres que vayamos a recogerla?"
Pero él les respondió:
"No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores:
"Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero".»
Les propuso esta otra parábola:
-«El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas, y vienen los pájaros a anidar en sus ramas.»
Les dijo otra parábola:
-«El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina, y basta para que todo fermente.»
Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada.
Así se cumplió el oráculo del profeta:
«Abriré mi boca diciendo parábolas, anunciaré lo secreto desde la fundación del mundo.»
Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle:
-«Acláranos la parábola de la cizaña en el campo.»
Él les contestó:
-«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los segadores los ángeles.
Lo mismo que se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga. »
La gran tentación –la más sutil, la más peligrosa, aquella en la que el enemigo se disfraza más fácilmente de bien– es siempre ponernos en el lugar de Dios, jugar a pequeños (y patéticos) dioses, pretender ser nosotros la instancia última, adelantar el juicio final.
Toda tentación, desde el origen, tiene ese componente: «Seréis como dioses», les dijo el tentador. Y se apoyaba en una cierta verdad, en una complicidad del corazón, creado para la fruición de Dios. Aquello, entonces, en aquella primera ocasión, terminó dramáticamente, en el despojo de la gloria y en la desnudez, en las zarzas y los abrojos de la estepa, lejos del jardín (paraíso significa jardín) que Dios había plantado para el hombre, y en la primera muerte de un ser humano a manos de su hermano. Y es siempre así, porque a Dios sólo es posible acceder acogiendo su gracia. La determinación del hombre de convertirse en Prometeo, y de hacerse con el fuego de los dioses, desemboca en la humillación, en el ridículo y en la muerte.
Prometeo humillado, podría ser un símbolo del hombre contemporáneo en nuestros países ricos y envejecidos. En efecto, cuando se crece pensando que el yo es la instancia última, definido sólo por su libertad con respecto a todo vínculo (menos, naturalmente, los del poder, esto es, los de ese conglomerado que son el mercado, la moda, la opinión pública y el Estado), la alucinación de creerse el dueño único de la propia vida (y de la de los demás si se puede) tiene una capacidad de seducción especial. Aunque el recibo de esa mentira inmensa, de esa hipoteca, es de tal magnitud que la vida entera no basta para pagarlo.
La tentación de Prometeo tiene otra forma entre los discípulos. Contra esa forma nos pone en guardia el Evangelio de este domingo. Es la de querer adelantar el tiempo de la siega, el juicio final, la de querer vivir en un mundo sin cizaña, en una cesta de sólo manzanas sanas, la de pretender hacer ya en este mundo un gueto para el trigo, para que el trigo pueda ahorrarse el riesgo del testimonio y de la cruz. Aparte de que ponerse a sí mismo en el lado del trigo es ya una pretensión hipócrita, pudiera muy bien suceder que en el juicio uno tuviera necesidad de la misericordia que ha negado a otros.
El principio cuius regio eius religio (a cada país le corresponde su propia religión), –decía Juan Pablo II–, implica «la negación de la libertad religiosa». Es un principio pagano, que ha regido siempre en las religiones paganas, siempre vinculadas al poder, siempre marcadas por el temor. La Iglesia no vive en el mundo protegiéndose del mundo, sino exponiéndose, entregándose, como Cristo, en la cruz y en la Eucaristía, por amor al mundo, para la vida del mundo. Esa libertad para darse, para amar al enemigo, para vivir gozosamente en medio de un mundo hostil, es fruto de la presencia de Cristo. De la gracia de Cristo y de la comunión del Espíritu Santo. Ahí radica su autoridad, tan distinta de los poderes del mundo. Y ahí está también el secreto de su invencible alegría.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada