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El mejor de los negocios

XVII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Fecha: 21/07/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 460 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 647



Mateo 13, 44-52
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente:
-«El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo.
El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.
El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran.
Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.
¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron:
-«Sí.»
Él les dijo:
-«Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo. »



El mercader de perlas finas hizo un buen negocio. Si vendió todo lo que poseía, fue para comprar la perla, y porque la perla valía más. Y lo mismo el hombre que encontró un tesoro en el campo. Lo vende todo, sí, pero es para quedarse con el campo y el tesoro. No me los imagino yo a éstos, sentados a la mesa con su familia, esa noche, lamentándose de la renuncia que habían hecho.

Jesús no está hablando aquí de una vocación especial a la vida consagrada, sino del reino de los cielos. Es decir, de lo que vale estar con Él y gozar de los bienes que Él trae. Esos bienes son su propia vida divina, de la que Él nos hace partícipes por el don de su Espíritu Santo. Cristo mismo es la perla preciosa, el tesoro escondido. Y ser cristiano no es sino el privilegio –la gracia– de haberlos encontrado.

Naturalmente, la vida consagrada en la Iglesia nace también de aquí. La perla es de tal belleza, el tesoro de tal naturaleza, que uno quiere que la vida entera exprese en todo que Cristo es el centro del corazón. Él es el Esposo, con mayúsculas, Aquel que está en el origen y que es la plenitud de la belleza que hay en el amor de un esposo o de una esposa. Él es la fuente de toda fecundidad en la vida, Aquel a quien se pertenece con todo el ser, en quien se busca el sosiego para el deseo, en torno a quien se ordenan todas las cosas: los lugares adonde se va, la ordenación del tiempo, el trabajo que se hace. La virginidad consagrada en la Iglesia es esto, y sólo desde aquí se entiende. En el rostro de quien la vive así uno puede reconocer las señales de una vida cumplida.

Pero –lo repito– Jesús no habla aquí de esas vocaciones especiales, sino de ser cristiano. Distorsiona gravemente el cristianismo pensar que pasajes como éstos se refieren a la virginidad consagrada. A la alianza matrimonial que fue la encarnación del Verbo se incorpora uno en el Bautismo, y esa alianza se consuma, en plenitud, en la Eucaristía. La vestidura blanca del Bautismo, que a veces, hoy, queda reducida al gesto de imponer al bebé una especie de toalla, es un residuo de la vestidura de bodas con que el Bautismo se celebraba en la antigüedad. Y el vestido de novias de la Primera Comunión, dejando aparte todas las necias locuras que impone la sociedad de consumo, no está tan fuera de lugar como pudiera parecer a simple vista.

Hay algo viciado en referir estos pasajes que expresan la radicalidad del encuentro con Cristo a unos pocos, y en pensar que los demás habrían de darle a Dios sólo una parte del tiempo, una parte del corazón, una parte de la vida (lo que queda cuando lo demás se acaba, o no está). Es como aceptar que se puede ser cristiano sin serlo. La dificultad, sin embargo, no estriba en que muchos cristianos no cumplan el primer mandamiento. Tal vez es que no lo hemos predicado nunca. Más aún, tal vez no se ve que nosotros hayamos encontrado la perla, y tal vez por eso no tienen los hombres una experiencia del amor de Dios que suscite en el corazón el deseo de amarle con todo el ser.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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