Imprimir Documento PDF
 

Cristo, o la sobreabundancia

XVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A

Fecha: 28/07/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 461 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 648



Mateo 14, 13-21
En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos.
Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle:
Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.  Jesús les replicó:
No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.
Ellos le replicaron:
Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.
Les dijo:
Traédmelos.
Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños.


No se vincula la fe cristiana, por lo general, con la experiencia de un bien, sino con un sacrificio. Con unas obligaciones, en el sentido moderno (kantiano) de la palabra obligación, o con una ideología exigente, pero que uno acepta, incluso con aprecio, porque preserva o defiende ciertos aspectos vitales de nuestra tradición cultural.

El catecismo antiguo decía: «Soy cristiano por la gracia de Dios». Y lo primero en la experiencia cristiana es un cierto gusto por la vida, una cierta alegría de vivir y una cierta capacidad de amar la vida y las cosas. Hasta me parece, por mí y por otros que se han acercado a la Iglesia, que ese gusto por la vida (la alegría de la libertad), en la medida en que permanece en el tiempo, es el indicio más rigurosamente razonable de la verdad de la fe católica.

Y es que, si hay algo superior a las fuerzas del hombre, es poder amar la vida o, para ser más precisos, que el amor a la vida permanezca. Tal vez siempre ha sido un poco así, aunque mientras las religiones que los hombres profesaban eran verdaderas religiones, que tenían que ver con la divinidad, ayudaban de algún modo a sobrellevar los obstáculos, o protegían un pequeño resto de afecto en medio del mundo hostil (el clan, los amigos, los bienhechores). En la religión secular, en cambio, el único destino que parece posible para el corazón del hombre adulto es el cinismo.

Un grupo de teólogos escribía, no hace mucho, en un manifiesto que circulaba por la Universidad de Cambridge, que «el nihilismo está más cerca del cristianismo que el humanismo, porque el humanismo no es con frecuencia sino un nihilismo inconsciente de que lo es». Maticemos. El nihilismo es la cultura de la muerte, sin tapaderas. Eso no es un bien. Y el humanismo se deriva de la experiencia cristiana en tantos de sus aspectos que sería inimaginable sin ella. Hasta la crítica humanista a la religión sólo ha podido crecer con libertad en un humus cultural donde el amor a la verdad pasa por delante de las tendencias corporativistas de todo grupo humano. Sólo podía crecer en un mundo educado por la Iglesia. Pero, reconocidos los vínculos de filiación entre el humanismo y la cristiandad, también es cierto que la tragedia de la modernidad ha sido la ingenuidad pavorosa (compartida por tantos cristianos que ya habían perdido la fe sin darse cuenta) de creer que se podía construir un mundo humano sin la Iglesia y sin Cristo, y que la bellísima moral cristiana podría permanecer sin el don de la Redención y la comunión del Espíritu Santo. Ese humanismo sin Cristo no es más que una pobre parodia; siempre termina disolviéndose en nihilismo. Y una media mentira puede ser más dañina que una mentira entera, aunque sólo sea porque tiene más capacidad de seducción.

Comieron cinco mil hombres, y se saciaron, y sobraron doce cestos. ¡Doce cestos! Donde está Cristo de verdad, el hambre y la sed se sacian, y la humanidad desborda.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

arriba ⇑