XXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 01/09/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 462 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 649
Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano.
Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.
Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.»
Siempre me ha llamado la atención que lo primero que pedimos al Padre en la Eucaristía después de la consagración sea «que quienes participamos del Cuerpo y Sangre de tu Hijo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu». Las peticiones de la Plegaria Eucarística se refieren siempre a factores decisivos de la vida que Cristo nos ha dado. Que la primera de esas peticiones sea la comunión de quienes formamos el cuerpo de Cristo es del todo significativo.
La fe, en la tradición cristiana, es un acto de la inteligencia. Pero lo que suscita ese acto de la inteligencia, y lo hace razonable, no pueden ser unas disquisiciones sobre la historia accesibles sólo a unos pocos, y nunca evidentes. Eso no sería propio de Dios. Tiene que ser algo accesible a todos, y lo suficientemente indicativo como para que lo que se sigue de ello –nada menos que el don de la propia vida– sea razonable.
Pues bien, ese signo que despierta con su atractivo la inteligencia y la libertad, que facilita la adhesión a algo que uno sabe que es verdadero, y bueno y bello para la propia vida, es la comunión. La comunión es siempre un milagro, la comunión es siempre divina. Lo es la comunión nupcial del hombre y la mujer (a diferencia del deseo, meramente animal). Lo es la de los padres y los hijos, la de los amigos, la de los vecinos, la de los miembros de un pueblo o una nación. La comunión es el modo de vida de Dios, que es Amor. Entre los hombres, la comunión es lo que está más allá de los intereses. Y es el modo de vida para el que estamos hechos, lo que determina el deseo más verdadero del corazón de todo hombre, porque somos imagen de Dios. Y sin embargo, porque acceder a la intimidad de Dios es siempre una gracia, y también por la herida del pecado, la comunión es algo que no nos podemos dar a nosotros mismos, que no podemos construir sin Cristo, sin el don de su gracia, sin su Santo Espíritu.
La comunión es, en cambio, un concepto maldito en la religión ilustrada, que predica que la Historia y los hombres se mueven sólo por intereses, individuales o de grupo. Por la influencia que esa religión tiene en nosotros, tampoco la comunión, durante mucho tiempo, ha sido entre nosotros algo central en nuestra vida cristiana. En un cierto tipo común de educación católica se ha hablado mucho de virtudes (posteriormente sustituidas por valores), y muy poco o nada de la comunión. Tal vez porque se daba por supuesta. Aunque aquello de lo que no se habla termina por no existir.
El Evangelio de este domingo, que promete que el Padre hará lo que dos le pidan de común acuerdo, supone precisamente la comunión. No habla de un acuerdo contractual, de un consenso, de una coincidencia de intereses, sino de la comunión. Lo único que dos que están en comunión piden es lo que Dios quiere dar, que es siempre lo mejor para nosotros. Y por eso, esa petición Dios la escucha siempre.
† Javier Martínez
arzobispo de Granada