XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 06/10/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 467 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 654
Mateo 22, 1-14
De nuevo tomó Jesús la palabra y habló en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: “El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda, pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados, encargándoles que le dijeran: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda”. Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás le echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda”. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se lleno de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirse de fiesta?” El otro que no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los camareros: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados y pocos los escogidos”.
Parece que el Reino de los cielos (el Paraíso en la tierra) no hace sino encontrar dificultades. Primero los que se van, cada uno a sus asuntos; segundo, los que matan a quienes vienen a invitarlos; tercero, ya después de llamar a la gente por las calles, el que viene sin vestido de bodas. Parece que al Señor no le sale una bien.
El Padre, el Rey, había organizado un banquete de bodas para su Hijo. Es digno de notarse que en esta boda, como en otras alusiones a las bodas que hay en las palabras de Jesús, no aparece la novia. Sólo el Novio, sólo el Esposo. Porque Jesús está hablando de sí mismo, y de lo que significa su venida a nosotros. “Yo me casaré contigo –había dicho el Señor a Israel en el profeta Oseas– en matrimonio perpetuo, me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, me casaré contigo en fidelidad, y te penetrarás del Señor”.
Los pasajes pueden multiplicarse. Isaías: “Ya no te llamarán “abandonada”, ni a tu tierra “devastada” (...) Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó. La alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo”. No estamos acostumbrados a entender en estas claves el ministerio de Jesús, su relación con nosotros, lo que significa encontrarle.
Pero eso sólo pone de manifiesto lo vacío de sustancia cristiana que está nuestro cristianismo kantiano.
Lo cierto es que el banquete de bodas del Hijo del Rey es la Encarnación, es el ministerio de Jesús, el Esposo en quien culmina toda la “preparación para la boda” que había sido la Antigua alianza. Y este concepto bastaría por sí solo para justificar la condena a muerte de Jesús por “blasfemia”. Bueno, el caso es que los primeros invitados –el pueblo de la Antigua Alianza, y sus líderes políticos y religiosos– no quisieron ir o se excusaron, o maltrataron a los siervos (alusión a los profetas). Cristo, pues, llamó por las calles a “los pequeños”, a los “pobres”, a los “pecadores y publicanos”. Ellos, hambrientos de misericordia, entendían mejor el anuncio del Reino. Como la pecadora que se presentó en casa del fariseo, “se le ha perdonado mucho, y por eso manifiesta mucho amor. Pero al que poco se le perdona, poco ama”.
Participar en el banquete de bodas sólo requiere una cosa. El “traje de bodas”, dicen los estudiosos, es la penitencia. Entrar al banquete requiere que se mueva la libertad. Sólo eso. Eso es lo único que Dios reclama al hombre, lo único que le pide. Pero eso lo pide absolutamente. Sin atreverse a levantar la cabeza, el publicano oraba: “¡Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador!” Su oración agradó a Dios, y él halló misericordia.
Un pasaje del evangelio es como una perla: mil rayos de luz, mil enseñanzas. Lo más bello de este pasaje es la fidelidad invencible de Dios. Porque el banquete de bodas sigue ahí, preparado para nosotros. Porque el amor de Dios no se rinde, no se acaba.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada