XXXI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 27/10/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 470 y en el semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 657
Mateo 23, 1-12
En aquel tiempo, Jesús habló a la gente y a sus discípulos, diciendo: -«En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Ellos lían fardos pesados e insoportables y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar.
Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y ensanchan las franjas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias por la calle y que la gente los llame maestros.
Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos.
Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo.
No os dejéis llamar consejeros, porque uno solo es vuestro consejero, Cristo.
El primero entre vosotros será vuestro servidor.
El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. »
Todas las sociedades se han hecho una idea de la grandeza humana basada fundamentalmente en relaciones de poder. Otras culturas, más sabias que la nuestra, han tenido en cuenta otros factores en la vida: el parentesco, la amistad, las alianzas. Sólo tal vez una cultura tan bruta en su nihilismo lineal y sin matices como la nuestra ha pretendido reducir todas las relaciones humanas, y todas las esferas de la actividad humana (la ética, la estética, la política), a una cuestión de puro poder. Pero en todas las culturas el poder ha sido un factor importante.
En esa concepción del poder humano, además, ha jugado siempre un papel decisivo la imagen de Dios. Estudios históricos recientes, por ejemplo, han venido subrayando más y más el nexo que existe entre una concepción de Dios que surgió en la Baja Edad Media, y que, desviándose de la tradición cristiana, subrayó de manera inadecuada y errónea la omnipotencia de Dios con respecto al mundo (errónea porque hacía del poder de Dios sobre las criaturas algo arbitrario), y el nacimiento de los absolutismos en los comienzos de la Edad Moderna. Esa misma concepción de Dios ha dado lugar a una imagen de la relación del hombre con el mundo en la que el factor determinante es el poder, el puro dominio instrumental de la realidad. Para comprender la cultura de la modernidad –y para explicar su fracaso–, estos dos hechos son de suma importancia.
En el evangelio de este domingo, el Señor habla primero de una falsa religiosidad que Él denunció incansablemente, a pesar de lo observante y cumplidora que era, porque representaba una deformación profunda de la relación con Dios. En la mentalidad farisea, la relación con Dios se establecía como una relación comercial: do ut des. Tú mandas y prometes, yo cumplo; Tú pagas lo prometido, y en paz. Dios puede ser ahí muy importante, sobre todo si las cosas que manda y se cumplen son costosas y difíciles, pero no es Dios. No el Dios verdadero.
Luego habla del poder. El Dios verdadero se revela como verdadero porque su ejercicio del poder subvierte la imaginación humana. En un discurso a la Curia Romana de Juan Pablo II hace algunos años, el Papa señalaba que el nacimiento del Hijo de Dios en Belén significaba, para la Iglesia, la renuncia al empleo de todo tipo de poder del mundo para hacer avanzar el Evangelio. Sólo el amor es digno de fe, reza magníficamente el título de un libro del teólogo Hans Urs von Balthasar. Sólo la caridad teologal hace crecer la Iglesia. Lo demás es querer tapar el mar con una mano. Querer apoyar la fe en lo que por definición es incapaz de sostenerla. O, peor aún, querer disimular hipócritamente nuestra falta de fe y de caridad detrás de unos aparatos del mundo tan efímeros y tan falsos como los decorados de una película. No debería escandalizarnos –¡muy al contrario!– que tales aparatos se vengan abajo a la menor dificultad.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada