XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo A
Fecha: 10/11/2005. Publicado en: Semanario Alfa y Omega 472
Mateo 25, 14-15. 19-21
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
-«Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó.
Al cabo de mucho tiempo volvió el señor de aquellos empleados y se puso a ajustar las cuentas con ellos.
"Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco."
Su señor le dijo:
"Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor. " »
Una vez era el salario de los trabajadores de la viña. No cuadraba. ¿Cómo podía ser justo que recibieran lo mismo los que habían llegado a última hora y los que llevaban todo el día trabajando? Otra vez, la grandeza consistía en la pequeñez; y la primacía, en el servicio. Tampoco cuadra. Otra, que el que se resguarda es el que se pierde; y el que se arriesga y no se resguarda, es el que de verdad se resguarda. Tampoco cuadra. Y hoy tampoco.
Si el Señor hacía juegos de palabras, no sería por jugar. Él, que dijo: «Que vuestra palabra sea Sí, sí; no, no, y todo lo que pasa de ahí viene del Maligno». Es verdad que las paradojas, como otras figuras del lenguaje, tienen un valor educativo: ayudan a recordar; en este caso, por lo chocante. Pero no puede ser sólo eso. Lo que aquí no cuadra es la realidad. Dicho de otro modo: la realidad, vista desde Dios, es decir, la realidad real, choca con nuestros pequeños cálculos, que nosotros tomamos por la realidad. Las cuentas de Dios, gracias a Dios, no cuadran con las nuestras. La justicia de Dios no coincide con la nuestra. «Como dista el cielo de la tierra, así distan mis planes de vuestros planes, y mis caminos de vuestros caminos. Que yo soy Dios, y no un hombre»: así lo decía el Señor, por medio de Isaías.
La parábola, en general, se entiende: el Señor nos ha dado unos dones –en realidad, todo lo que somos es don suyo–, y de esos dones somos administradores; y de ellos se nos pedirá cuentas un día. Hasta ahí, vale. Pero, ¿qué quiere decir eso de que al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene? ¿No es un principio demasiado duro? Incluso teniendo en cuenta el sentimentalismo de nuestra cultura, ¿no parece que la obra de la justicia sería justo lo contrario, especialmente cuando sabemos que en Dios justicia y misericordia coinciden? Más aún, ¿no está este principio en contradicción con el que rige el reparto de los salarios en la parábola de los trabajadores enviados a la viña?
Hay dos clases de matemáticas, y dos clases de justicia. Las matemáticas de los cuerpos físicos –las de la res extensa cartesiana–, y las matemáticas propias de lo específicamente humano, que son también las de Dios, cuya imagen y semejanza somos. En las primeras, si yo tengo dos manzanas, y te doy una, me queda sólo una para mí. Si tengo diez euros y te doy cinco, me quedo sin cinco euros, y sólo tengo otros cinco. Pero, en las otras matemáticas, si tengo alegría y te la doy, tú tienes alegría, y la mía también se multiplica. Y lo mismo si te doy amor: tú ganas, y el mío no disminuye, sino que crece. Tú ganas, y yo también gano. Y lo mismo pasa con la esperanza, y con la fe, y con las demás virtudes. Cuanto más se da, más se tiene. Ahí, el que entierra los dones, aunque sea para preservarlos, se queda sin ellos. Es, sencillamente, así. En el evangelio de este domingo, el Señor habla de estas matemáticas. En ellas se juega lo que a Dios le importa más: la humanidad de lo humano.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada