I Domingo de Adviento. Ciclo B
Fecha: 27/11/2005. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 661
Marcos 13, 33-37
Dijo Jesús a sus discípulos: “Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje y dejó su casa, y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara. Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer; no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros lo digo a todos: ¡Velad!”
El Señor viene. Para que podamos aprender eso, la Iglesia nos propone el tiempo de Adviento. Nos lo propone porque la Iglesia es madre y nos educa, es decir, nos ayuda a comprender y a vivir la realidad (educar es eso), y así nos facilita crecer como personas, nos acompaña en el camino hacia nuestra propia humanidad. Dicho sea de paso, la Iglesia nos educa mejor que la escuela, o que ninguna otra instancia en este mundo de las que todavía se llaman, por rutina, "instituciones educativas".
Para ser más precisos, esas instancias educan verdaderamente, guían hacia una humanidad verdadera y plena, en la medida en que son autorrealizaciones (parciales, pero sin disimulos) de esa comunidad educativa primordial e insustituible que se llama Iglesia. Esa comunidad educa por sí misma, educa con sus propios recursos, es decir, con la palabra, los sacramentos y la comunión eclesial (y no principalmente porque enseñe las matemáticas con más disciplina y eficacia que la ruinosa "educación" del Estado). La Iglesia educa siempre, y sólo con ser ella misma, porque en ella Cristo está presente, y se da a nosotros, y por medio de ese don nos va haciendo "hijos en el Hijo", nos va configurando a Él, el Hombre perfecto, el Hombre nuevo, el Hijo de Dios.
Por supuesto, la Iglesia también educa cuando enseña química o historia. Pero entonces, sólo educa en la medida en que, en esa actividad de enseñar - como en celebrar un cumpleaños, o en ir al cine o en cualquier otra cosa - se hace más presente y visible en el mundo la humanidad redimida por Cristo.
Si el Señor se da a nosotros, es que viene. Viene, vendrá, sin duda, al fin de los tiempos. El último enemigo en ser vencido será la muerte, y Dios será todo en todas las cosas. Viene, vendrá, sin duda, al final de nuestra vida, al final de nuestros tiempos, de los tiempos de cada uno. Pero viene también ahora, también de forma imprevista, con el ciento por uno. Viene en la palabra del Evangelio, en el sacramento de la Eucaristía, y en la compañía humana de la Iglesia, esa comunidad única fruto de la palabra y del sacramento, obra de la Gracia, que vive de la comunión y en la comunión del Espíritu Santo de Dios. Quienes aprenden a recibirle ahí saben también que viene en todo momento, en cada persona, en cada acontecimiento, en todo, porque la realidad entera está hecha de Cristo.
Lo más importante, sin embargo, es recordar que todas sus venidas son venidas de Aquél que nos ama más que nosotros mismos. El que nos quiere como ninguno de nosotros seríamos jamás capaces de querernos. El que nos rescata de la soledad desesperanzada en que nos tiene aherrojados nuestra falta de fe.
No estamos acostumbrados a ver la venida del Señor como algo que abre las ventanas, que nos devuelve a la luz y a la vida, y que nos permite amarlas. Por las razones que sean (una de las cuales, al menos, y no la más pequeña de todas, ciertamente, es que "el ser Iglesia" ha dejado de ser hace mucho tiempo - mucho antes del actual gobierno y del régimen actual - el espacio fundamental y determinante de nuestra educación), hemos "malaprendido" a Dios. Le habíamos convertido, más o menos, en un bedel de colegio, cuyo objetivo fundamental es mantener la disciplina, y que viene sólo para regañar y castigar. El Dios de nuestra experiencia, tantas veces, ¡se distingue tan poco de la pobre idea de Dios que se pueden hacer los paganos! El salmista sabía más de Dios, le conocía mejor. Sabía que la venida del Señor es la mirada que ilumina nuestra mirada, el reconocimiento de un rostro amigo en medio de la multitud anónima e indiferente: "Señor, ¡que brille tu rostro y nos salve!"
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada