Solemnidad del Bautismo del Señor. Ciclo B
Fecha: 08/01/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 667
Marcos 1, 6b-11
Proclamaba Juan: “Detrás de mí viene que puede ser más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”. Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”.
Ya desde tu nacimiento, nos desconciertas, nos haces pedazos nuestros pequeños esquemas, derribas de golpe nuestros andamios, penosamente construidos para entenderte, o para entender el mundo. Si eres rey, ¿no podías haber nacido en un palacio? ¿Si eres el Señor, no podía tu nacimiento haber sido celebrado entre los grandes del mundo?
“Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con el Espíritu Santo”. Así decía San Juan Bautista de Cristo, según el texto que leemos en el evangelio de San Marcos, el que se lee en este domingo. San Mateo y San Lucas, que tienen el mismo pasaje, dicen: “Él os bautizará en el Espíritu Santo y en el Fuego” (Mt 3, 12; Lc 3, 16).
Tal vez lo primero que hay que explicar en esta frase es la palabra “bautizar”. Estamos tan acostumbrados al uso eclesiástico de los términos “bautizo”, bautismo”, “bautizar”, que nos hemos olvidado de que esas palabras, antes de que existiera la Iglesia, debían tener algún significado comprensible. Pues bien, el significado del verbo griego baptizô era “sumergir”, “bañar”.
Luego hay que explicar la referencia al fuego. Una nota de la Biblia de Jerusalén a Mt 3, 11 dice: “El fuego de la gehenna, que consume por siempre lo que no ha podido ser purificado”, y da una serie de referencias a lugares de la Escritura en que se mencionan la gehenna y el fuego. El más característico es Mt 18, 9, donde, hablando del escándalo, dice el Señor: “Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te vale entrar con un solo ojo en la Vida, que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna del fuego”.
Nunca he creído posible esta interpretación. La mención del fuego de la gehenna junto al Espíritu Santo no da sentido alguno. Y decir que el Señor nos va a “bañar” o a “sumergir” en semejante fuego no corresponde para nada al modo como la Escritura habla de la misión de Cristo. Tampoco los Padres de la Iglesia leyeron este texto así. Hay otro significado más a la mano, y que sin duda corresponde mil veces mejor al texto del pasaje: y es que el fuego, además de ser una imagen para el rigor del castigo divino, era muchas veces una imagen para describir la misma divinidad, y su trascendencia. Bastarán un par de ejemplos: la teofanía que describe Ezequiel está llena de la imaginería del fuego (cf. Ez 1, 4.13). Más cerca todavía de nuestro texto, en Pentecostés, la venida del Espíritu Santo viene indicada por unas “como lenguas de fuego”. Y un poeta arameo cristiano de la alta Mesopotamia, que vivió en el siglo IV y es Doctor de la Iglesia, S. Efrén de Nisibe, decía, dirigiéndose a Cristo: “si la Virgen pudo abrazarte es porque tu fuego, usando de misericordia, protegió su regazo”. Lo que Juan el Bautista dice, pues, es que Jesús “nos bañará en el Espíritu Santo de Dios”, “en el fuego” de Dios.
Se entiende ahora mejor por qué la sensibilidad de la Iglesia Antigua puso esta fiesta del Bautismo del Señor inmediatamente después de la fiesta de la Epifanía (que en Palestina y en Siria, hasta finales del siglo IV, cuando se introdujo también en Oriente la fiesta romana de la Natividad del 25 de diciembre, era sencillamente la fiesta que celebraba el nacimiento del Señor). Tanto en la Epifanía como en la Navidad, con perspectivas diferentes, lo que celebramos es la Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, y lo que nos sucede a nosotros por el hecho de esa Encarnación. Una preciosa manera de describir esto que nos sucede a nosotros es la del “admirable intercambio”, de que habla nuestra liturgia romana: el mirabile commercium. Lo que pasa es que en nuestras sociedades consumistas lo del intercambio y el comercio son dos conceptos bastante devaluados para expresar algo que tenga una cierta calidad humana. Juan Pablo II, haciéndose eco de la enseñanza de los Padres de la Iglesia, decía: “Por la Encarnación, Cristo se ha unido en cierto modo a todo hombre”. Efectivamente, se trata de una unión. Una unión única, sin parangón. Tan grande que la llamamos “misteriosa”, porque no somos capaces de abarcarla con la mirada o los conceptos. Su único parecido real es la unión de las personas en la Trinidad, “donde todo es absolutamente común excepto la diferencia de las personas”: que el Padre no es Hijo, ni el Hijo Padre. Las analogías más cercanas en el mundo creado podrían ser la de la unión que existe entre la madre y el hijo en su seno, o la que existe en la unión matrimonial, donde un hombre y una mujer se dan para siempre y vienen a ser “una sola carne”. Esta última imagen es la que ha usado siempre la tradición de la Iglesia –y ya antes, el mismo Jesús–, para describir su relación con la criatura a raíz de la Encarnación. La “alianza nueva y eterna”. El don de sí hasta la muerte, por amor nuestro (de ti, de mí, de cada uno). Él es el Esposo. Y la Iglesia, y hasta en un cierto sentido, la creación entera, es la Esposa, unida a Él de tal modo que se “hacen una sola carne”, y la Esposa se convierte en su Cuerpo, en el que Él sigue obrando, y se sigue comunicando y dando a los hombres.
A la luz de todo esto se entiende el espesor de luz que contiene la frase de San Juan Bautista: “Él os bañará en Espíritu Santo y en fuego”. Tú, Señor, has venido hasta nuestro abismo, te has sumergido en nuestras aguas. Tú, que no conoces el pecado, te has bajado hasta lo más hondo, hasta donde a nosotros nos ha hecho bajar el pecado: ahora a las aguas de la penitencia, cuando culmines tu Encarnación, al abismo del sepulcro y de la muerte. Pero todo ese “descenso” tuyo es para unirte a nosotros y sembrar tu Vida en nuestra muerte. Tú te has revestido de nuestra carne, te has bañado en nuestras aguas, para que nosotros podamos revestirnos de tu Gloria, bañarnos en tu Luz, vivir de Ti, Amor Inmortal e invencible.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada