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Homilía en la Misa de acción de gracias por la Canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 25/10/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, X-XII de 2002. Pág. 211



Queridos hermanos sacerdotes, sacerdotes y fieles de la Prelatura, hermanos y amigos que nos hemos reunido aquí para dar gracias a Dios en la Diócesis de Córdoba por la canonización de San Josemaría, fundador del Opus Dei, y también por toda la riqueza de vida, de santidad, de gracia, que a través de la Obra que fundó llega hasta nosotros.

Muchos de nosotros tenemos todavía el buen sabor de boca de la preciosa celebración que el Señor nos concedió vivir en la Plaza de San Pedro, tanto el día de la canonización como en la misa de acción de gracias al día siguiente; con aquel momento final, inesperado, de unidad con las iglesias orientales, en el que el Santo Padre, quizá en el deseo más grande para la Iglesia y para el mundo, encontró, también por la Providencia divina, un clímax precioso en el que pudo expresar y pedirnos a todos que rezásemos por la unidad. En este momento de la Historia se hace patente, quizá más patente que a lo largo del siglo XX, una de las condiciones de la esperanza del mundo: la Unidad del Cuerpo de Cristo, del Único Cuerpo de Cristo; la Iglesia Una, Santa, Católica y Apostólica.

Ha sido todo un momento inmenso de gracia, vivido juntos, para muchas personas, que uno quiere rememorar, y al mismo tiempo renovar como gracia, para otros que por mil circunstancias, algunas de ellas implicaciones familiares o de trabajo, no pudieron asistir. Es una ocasión de unirnos a la gratitud de toda la Iglesia universal, porque si nuestras vidas pertenecen a Cristo, en realidad pertenecen a Cristo por el Bautismo: ya no somos nuestros.

En algún pasaje del Nuevo Testamento se dice que Cristo murió por nosotros y resucitó para que nosotros vivamos para Él. Por tanto, nuestra vida es de Cristo, y desde ese momento el concepto de privado adquiere un significado nuevo en la Historia, porque nada es privado, nada es propio cuando uno mismo es de Cristo. Y, ciertamente, si un cristiano es de Cristo y, por tanto, el valor de lo privado, incluso en la vida personal, queda profundamente modificado por esa pertenencia de la persona a Cristo. Mucho más un santo. Un santo no pertenece a nadie. Pertenece sólo a Dios. Y porque pertenece sólo a Dios, pertenece a toda la Iglesia.

Una pequeña observación sobre esto último, que pertenece a la tradición de la Iglesia y que os puede servir en algunas de las conversaciones, porque tampoco el enemigo deja de sembrar dificultades, es que la canonización de un santo es un ejercicio de la infalibilidad del Papa, de la infalibilidad de la Iglesia, personificada en la Persona del Vicario de Cristo. No es, por lo tanto, una consideración humana. La misión fundamental de la Iglesia es conducirnos a la vida eterna, conducirnos hacia Dios. Y la Iglesia, que nunca jamás dirá que nadie ha sido condenado, puede decir, con la autoridad recibida del Espíritu Santo, que una persona participa ya del triunfo, de la posesión de Cristo, de la vida eterna. Ha cumplido su misión.

Es más, la misión de la Iglesia es casi fundamentalmente ésta: conducirnos y poder certificar que algunas personas (junto a las cuales están esa innumerable multitud de la que habla el Apocalipsis, que nadie podría contar) participan ya de la vida eterna. Y lo dice con toda la autoridad que el Espíritu le da. La canonización es un acto, un ejercicio, de la infalibilidad pontificia.

Nosotros nos unimos a esa acción de gracias, conscientes de que el Señor, que guía a su Iglesia a través de la historia, suscita la gracia de Cristo, suscita en cada tiempo y en cada momento de la historia obras, personas... Personas, porque la Iglesia es una realidad fundamentalmente, esencialmente, personal: una realidad de relaciones nuevas entre las personas que Dios crea en nosotros. Y Dios suscita a personas capaces de mostrar en la vida de la Iglesia, en la historia del mundo, la permanente novedad de Cristo, el permanente atractivo de Cristo, la plenitud que el hombre busca encontrar en la gracia de Cristo y en la comunión de la Iglesia.

Para mí es muy fácil hoy dar gracias por San Josemaría, una de las personas que, desde los comienzos del siglo XX, ha podido hacer fácil y accesible a la inteligencia y al corazón de los hombres el valor de la Iglesia católica, el valor de Cristo para la vida humana.

Esto responde a algunos de los problemas más hondos que la Iglesia ha tenido que hacer frente en estos últimos siglos, sobre todo en el siglo XIX y a lo largo de toda la modernidad. La modernidad puede ser descrita, desde el Renacimiento para acá, desde el punto de vista de la relación de la cultura y de su relación a Dios, como el proceso en el que el pensamiento, la actividad del hombre, ha ido alejando a Dios progresivamente de la realidad, hasta hacerlo, con Kant, algo absolutamente irreal, irrelevante desde el punto de vista de la realidad, y preparando así el camino al ateísmo y a la destrucción subsiguiente de la vida humana, de la persona humana, de las relaciones humanas y del tejido social.

Si la afirmación del hombre como dueño de sí mismo, como capaz de realizar su propia perfección, ha sido uno de los motores de la modernidad, el afirmar paralelamente, correlativamente, que Dios puede ser encontrado en la realidad a mí me parece de una expresividad y de una adecuación a las necesidades de un momento de la historia absolutas, y una gracia para todos nosotros y para el mundo. Eso es lo pudimos oír en uno de los textos que fue recitado antes de la ceremonia de la canonización, en el que San Josemaría habla de que el cielo y la tierra no se encuentran allá en el horizonte, sino en nuestro corazón (cf. Conversaciones con Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer n. 116). El cielo y la tierra se unen en el corazón de la persona. Dios no está fuera de la realidad. Dios no está fuera del mundo. Dios está en la entraña misma de las cosas, y uno puede encontrarle, vivir la perfección, vivir la vida en plenitud, si encuentra a Jesucristo, que vive en la vida ordinaria.

A mí me parece que ese movimiento, que está en la entraña misma de la Obra de San Josemaría, es una realidad que la Iglesia necesitaba: poder descubrir, sencillamente, que no hay que salir de la realidad para encontrar a Dios. La misma vida de la Iglesia, de alguna manera, había aceptado -y yo creo que el problema sigue vivo- en muchos aspectos un cierto dualismo: una cosa es la vida de la Iglesia, la vida espiritual, la vida cristiana, y otra distinta la vida real. Eso mata la vida cristiana, mata la vida real, porque la deja desprovista del auxilio de la gracia de Cristo. Esa especie de dualismo es, confrontado por el Concilio y más tarde por el Papa Juan Pablo II, el drama más grande de la vida cristiana en nuestro tiempo.

San Josemaría insistía en la unidad de vida. Lo recuerdo en un libro que leí casi de niño -no es de él pero reflejaba perfectamente su espíritu-, El valor divino de lo humano, es decir, la apertura a la plenitud de Cristo de la realidad humana y la posibilidad de poder vivir en este mundo, sin salirse de este mundo, del mundo del trabajo, del mundo real. Es, como recordaba el Santo Padre en la homilía de la canonización, anunciar y promover lo que el Concilio nos ha recordado: que todos estamos llamados a la santidad, y que la santidad, por tanto, no puede ser una vocación a salir del mundo, sino a vivir en el mundo sin ser mundanos, a vivir en el mundo por Cristo, con una pertenencia nueva que se convierte inmediatamente en elemento de fecundidad de la vida y que multiplica los frutos de la vida.

Vocación a la santidad y vocación al apostolado ¡de todos! No de unos especialistas, no de unos profesionales que se dedican a ello, sino de todos, del Cuerpo entero de Cristo, de la Iglesia entera.

En ese sentido, es evidente que el Opus Dei ha representado y representa, desde su fundación, como un muro de contención a uno de los fenómenos más característicos del siglo XX, que es la disolución de la Iglesia: la disolución de la vida cristiana en el mundo, la secularización interna de la Iglesia. Y eso no sólo mediante unas afirmaciones que podrían parecer unas ideas como las que acabo de subrayar (como la unidad de vida, la santidad en la vida ordinaria, la vocación universal a la santidad y al apostolado), sino mediante algo de lo que quizá somos a veces menos conscientes y que a mí se me hace cada vez también más evidente: mediante la preservación de unas prácticas. La Iglesia es una tradición, viene de una tradición, es decir, de algo que hemos recibido de Cristo y de los Apóstoles. Y la vida cristiana es algo que recibimos, que ha llegado a nosotros. Cristo, la Gracia de Cristo, el perdón de los pecados, la participación en la vida divina nos llega a nosotros a través de una participación de este Cuerpo que nos lo transmite como una tradición humana. Lo más vivo del pensamiento del siglo XX ha puesto de relieve que las tradiciones están hechas de prácticas, y que en las prácticas (ciertos ejercicios, ciertas prácticas externas, ciertos signos perfectamente carnales, corporales, visibles, exteriores...) está la sede de cosas tan importantes como la racionalidad, la moralidad, el modo de entendernos a nosotros mismos. Aunque todos no podáis entenderlo, a mí me parece que puede ser útil reconocer esto: el haber preservado las prácticas, haber preservado la racionalidad misma que permite a uno comprenderse como cristiano.

En los años semi-iconoclastas de los 70 y del postconcilio, había una tendencia incontrolada de destruir prácticas que quizá necesitaban ser revitalizadas y que en muchos sentidos necesitaban ser comprendidas mejor o a lo mejor ser transformadas, pero a las prácticas va unido el entenderse uno a sí mismo, y cuando se han aniquilado las prácticas, luego no hay manera de saber quiénes somos, qué significa ser cristiano... A lo mejor quedan unas pocas ideas, pero nunca podrán sostener la vida, porque la vida no se sostiene de ideas. Las ideas nacen, se desarrollan, se mantienen vivas cuando hay un tejido, un cuerpo social, y unas prácticas sociales que las sostienen. La misma concepción de la moralidad sólo es posible en una estructura social que la sostiene.

Perdonad este paréntesis, pero a mí me parece que entre los motivos por los que hay que dar gracias por la santidad de San Josemaría Escrivá y por la fecundidad de su vida y de su Obra es precisamente por este factor. Este factor que es decisivo en unos momentos en los que, como decía el Papa cuando convocó el Sínodo, la Iglesia afronta en Europa retos que probablemente no ha afrontado desde sus orígenes. El reto de un mundo sin Dios, el reto de la imagen de una sociedad que quiere construir su torre de Babel al margen de Dios con los instrumentos de poder que tiene.... Y esa torre de Babel hace aguas hoy por todas partes, y la única esperanza que los hombres tienen cuando la torre de Babel se viene abajo es la Iglesia que vuelve a presentarse ante el mundo no como un instrumento de retroceso o de freno en el progreso, sino como un arca de salvación para el hombre y para lo humano.

Es muy difícil siempre mirar el presente con una distancia que requiere normalmente siglos. No pretendo hacer eso. Pero me parece que no es difícil reconocer, cuando uno mira el siglo XX con una cierta distancia, el papel que en la permanencia de la Iglesia, como permanencia del lugar de la esperanza en la dificultad, ha jugado el Opus Dei. Y también por eso me parece que hoy tenemos que dar gracias. Yo recordaba en la homilía de acción de gracias después de la beatificación, en la catedral, que hemos recibido un patrimonio espiritual inmenso. Lo habéis recibido especialmente quienes participáis de una manera directa de la Prelatura. Tenemos que pedirle al Señor ser fieles a ese patrimonio espiritual: ser fieles a su inspiración profunda.

El movimiento cultural y social que trata de mantener la vida humana como algo separado de Cristo, y a Cristo y a Dios como si fueran ideas, y por tanto algo que no tiene directamente que ver con la vida real, sigue siendo extraordinariamente poderoso en el mundo. Este movimiento es consciente del peligro que, para ese mundo laico que trata de sobrevivir a la debacle, representa la Iglesia, y por ese motivo la Iglesia no deja de ser amenazada por esta mentalidad. Sed conscientes de ello. No dejéis que eso se introduzca en algo que es extraordinariamente grande y puro, que es la certeza de que la vida tendrá su cumplimiento en Cristo y que, por tanto, uno puede vivir en esta vida, en esta tierra donde el Cielo se ha unido a nosotros por la Encarnación del Verbo. Por la comunión de la Iglesia, en nuestra realidad, es donde puede florecer la rectitud de la vida humana. ¡En esta tierra, sin abandonarla, sin abandonar el mundo, sin buscar fuera de la realidad, no! Cristo ha querido introducirse en la masa donde se construye la vida, donde se construye la sociedad, y en esa masa sucede nuestra vida, sucede nuestro drama, nuestra condición, sucede la obra de la Redención de Cristo. En un adolescente que abre su corazón al amor verdadero, y que reconoce la necesidad que tiene de Jesucristo para poder querer a su novia, o para poder querer a su novio... ¡ahí está sucediendo esa humanidad nueva, ahí está sucediendo la condición de Cristo!

¡Dios mío! Con todo el patrimonio inmenso que hemos recibido de la Iglesia, de una manera especialmente expresiva a través de San Josemaría, vamos a pedirle al Señor que nos ayude a afrontar con responsabilidad, en el mundo que se abre delante de nosotros después del gran Jubileo, las mismas indicaciones del Santo Padre: ¡No tengáis miedo! Afirmad a Cristo como el centro de la vida cristiana, creced más y más en la comunión de la Iglesia, sentíos parte de ella... Yo sé que a veces, en estos años de historia, como sucede siempre cuando el Señor suscita cosas nuevas en la Iglesia, a lo mejor ha habido desconfianzas mutuas, o no os habéis sentido suficientemente acogidos o queridos por la Iglesia, o por otras realidades de la Iglesia... Eso pertenece al pasado, y el mundo que nos espera vivir es tan terrible que sólo en la unidad que nace de Cristo podremos afrontar los retos que plantea a la vida humana, a la esperanza de los hombres...

Que el Señor os conceda vivir, según su Voluntad, esta vocación preciosa que representáis en el seno de la Iglesia. Que todos podamos, juntos, por la intercesión de San Josemaría y por la intercesión de Nuestra Señora la Virgen, hacer frente a los retos preciosos de la nueva evangelización. Que así sea para todos nosotros.

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