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Misa de acción de gracias por los Estatutos del Camino Neocatecumenal

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 07/11/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, X-XII de 2002. Pág. 221



Queridos hermanos sacerdotes, queridos Miguel Ángel y Mª Paz, hermanos todos de todas las comunidades que hoy nos hemos reunido para esta celebración y amigos, hermanos, familiares que os acompañan.

Nos hemos reunido para dar gracias a Dios por algo que casi no es necesario explicar. Basta con abrir los ojos, con verlo, para dar gracias a Dios por una historia que es vuestra historia, la de cada uno de los que estamos aquí, por la Misericordia que Dios, en su hijo Jesucristo, ha tenido con nosotros y con el mundo. Y damos gracias por el modo en que, para responder a la necesidad de redención del hombre, y justo en el momento en el que el pueblo de Dios se disolvía, se deshacía en un mundo cada vez más mundanamente poderoso, suscita de nuevo la realidad de la fe con una frescura, con una sencillez, una simplicidad que genera y permite ver con los ojos de nuevo un pueblo cristiano, o lo que es lo mismo, la Iglesia, la Esposa y el Cuerpo de Cristo. Eso es el Camino, junto con otras realidades, que representan una Gracia de Dios para el mundo y para la Iglesia entera en este momento.

Damos gracias a Dios por la aprobación de los Estatutos, con los que culmina toda una fase.

Yo estaba en una reunión de Obispos europeos en Viena en 1990 cuando el Santo Padre dirigió al Arzobispo Paul Josef Cordes la primera carta en la que hablaba del Camino como una vía, como un camino nuevo de evangelización, especialmente adecuado a los tiempos que vivimos, para la vida de la Iglesia y para la educación en la fe. Después lo he seguido de cerca y he participado en algunos de los momentos en los que el Santo Padre, de nuevo, ha dado gracias a Dios por la existencia de las Comunidades, por las familias en misión, por los seminarios Redemptoris Mater y por las vocaciones a la vida consagrada y al sacerdocio que surgían en esta experiencia del pueblo cristiano que renacía en la Iglesia.

Más tarde, siendo Obispo Auxiliar en Madrid, recuerdo mi primera misión en el Camino. El Cardenal me encomendó ir a una Comunidad y recuerdo perfectamente cómo me habló del cuidado de las Comunidades. Me lo ha recordado el Evangelio que acabamos de escuchar, cuando hablaba de la oveja perdida o de la moneda. No sé si habéis visto algunas veces fotos de mujeres beduinas vestidas de gala. Suelen llevar, en algunas de las regiones, una especie de corona de monedas en la frente. Esas monedas son su dote, y por lo tanto son algo precioso, porque son el precio de su vida. En la antigüedad, cuando tantos hombres por motivos de trabajo o por motivos de la guerra morían, eran la esperanza de vida de la mujer, algo precioso para ella. Es a eso a lo que se refiere el Señor. Hay que saber esto para comprender este Evangelio, porque para nosotros una moneda es una monedita, y vale más un billete que una moneda, pero estamos hablando de otra cosa. Si no fuera así, una mujer no barrería toda la casa. Como os decía antes, recordaba ese primer encuentro con una Comunidad al escuchar el Evangelio del pastor que deja a las noventa y nueve para ir en busca de la oveja perdida, o la mujer que barre toda la casa para encontrar su querida moneda de su dote que se le ha perdido.

Era una Comunidad joven, en la que varias personas dieron testimonio de cómo el Señor les había llamado, y les había bendecido y dado la fuerza para salir de la droga o la prostitución. Aquel testimonio, de aquella primera misión mía en el Camino, me conmovió de tal manera que, desde entonces, no he cesado de dar gracias por su existencia y por poder ser testigo, en mi vida, de algo que el Señor estaba haciendo extraordinariamente bello y precioso.

Viví la creación del primer Seminario “Redemptoris Mater” en España, en Madrid, muy de cerca del cardenal Suquía. Una de las primeras cosas que yo deseé, y el Señor nos ha concedido la gracia inmensa, es ver nacer aquí en Córdoba el segundo Seminario “Redemptoris Mater” de España. Tengo que decir que uno de los primeros misioneros del Camino en Córdoba, José Luis del Palacio, que había sido antiguo compañero mío del seminario, me escribió una carta y me dio el último empujón.

Damos gracias juntos hoy por una historia que es vuestra historia, que es la historia de cada uno de vosotros, de cada una de vuestras familias, de vuestros matrimonios, de vuestras Comunidades. Es la historia de vuestra vida. Yo puedo hablar de la historia de mi vida en relación con vosotros, y cuántas Gracias he recibido a través de la cercanía y de la alegría, del gozo, de la gratitud de poder ser testigo, e incluso por la Misericordia de Dios una pequeña parte, de esta historia bella que el Señor está haciendo. Una historia que es, naturalmente, la historia de la Iglesia siempre, como la historia de esta realidad que somos, hecha de carne, pero en la que hay siempre algo más que carne: la Misericordia y la Gracia de Cristo y la Comunión del Espíritu Santo. Una historia con momentos de dificultad, que sin duda habréis vivido todos.

Una de las primeras misiones que tuve también en aquel tiempo, fue ir a hacer un Segundo Escrutinio a una Parroquia en la que, después de haber allí Comunidades durante muchos años, había cambiado el párroco y éste les estaba poniendo toda clase de dificultades. Estaban viviendo un momento de persecución durísimo. Todo eso, que lo hemos conocido, empieza a pertenecer al pasado porque, sobre todo por la paternidad del Santo Padre, es clara la posición del Camino en el seno de la Iglesia.

Hubo un tiempo en el que con frecuencia la gente te preguntaba, en relación con el Camino o con otras realidades -recientemente hemos vivido la canonización de San Josemaría Escrivá-, “Pero eso, ¿no es una secta?”. Y tenías que decirles: “No, es una cosa que la Iglesia reconoce”. Hoy es patente que formamos el único Cuerpo de Cristo, la Iglesia una Santa, Católica y Apostólica, en la que hay distintos miembros, del mismo modo que hay distintos ritos en la historia de la Iglesia y distintas experiencias. Las formas, las sensibilidades, pueden ser distintas, pero todos formamos el único Cuerpo de Cristo, y nos sentimos, pienso que cada vez con más gratitud, con más alegría, los unos miembros de los otros.

Al lado de esta gratitud por la historia, por estos “más de treinta años” que decía el Papa al entregar los Estatutos a Kiko y Carmen, está también la súplica de que, en este momento de la historia y del mundo, con la conciencia que el Señor nos permite tener de que somos el Cuerpo de Cristo, podamos vivir realmente como los miembros de ese Cuerpo, es decir, dando gracias al Señor por formar parte de esta inmensa, preciosa, realidad que es la Iglesia. Os aseguro, y quiero dar testimonio de ello en este día y en este lugar, en Córdoba, y en estas circunstancias, que no hay nada tan bello como la Iglesia sobre la tierra. Nada.

Sé que nuestra historia es una historia de carne en la que hay limitaciones, fragilidad y también pecado, sin embargo, también está la misericordia y la gracia de Cristo, la comunión del Espíritu, que es algo propiamente divino. Esto está también ligado a nuestra historia humana, es decir, a nuestras limitaciones, a nuestra realidad. No algo que está como fuera, o que es exterior, sino que es como la genealogía del Señor. Uno ve aquella historia en la que parece una lista de nombres, y cuando uno conoce la realidad, como vosotros la conocéis al escrutar las escrituras, uno se da cuenta a qué aluden todos esos nombres. Hasta el mismo pecado, hasta la misma trama de las pasiones humanas, no le hacen a Dios rendirse e ir construyendo en nuestra vida, en nuestra tierra, una bellísima historia de Gracia y de Misericordia.

Este es el motivo por el que damos gracias por estar en la Iglesia, en este Cuerpo que es el Cuerpo de Cristo, y que es lo más bello. Esto es algo de lo que todos vosotros tenéis experiencia; yo sólo estoy haciendo de portavoz. Si yo hubiera encontrado algo más bello, no estaría aquí. Os lo aseguro. Y no porque piense que entre nosotros no hay debilidades ni pecado, sino porque es el único lugar donde está permanentemente disponible la Gracia de Cristo que yo necesito para vivir y para respirar. Eso es la experiencia de la Gracia, que es la experiencia de todos vosotros en vuestra vida y la que quisierais pasar a vuestros hijos. Esto es lo que expresa San Pablo cuando habla en la lectura de hoy, y que el Señor nos ha puesto preciosamente, de que “nada vale en comparación con Cristo”. Cuando uno ha encontrado a Jesucristo, todo es basura al lado de Cristo, y al lado del deseo de alcanzarle a Él, de poseerle a Él y de la Resurrección.

Esto no significa que uno desprecie las demás cosas. Todo lo contrario. Sólo cuando la vida encuentra a Cristo, y esto sería otra experiencia que vosotros tenéis, se hace posible, por su Gracia, el amor a los padres, el amor entre los esposos, la capacidad de dar la vida por los hijos, la capacidad de tratarse con el afecto, el respeto y la misericordia que exigimos cada uno de nosotros para nosotros. Esto al hombre, por sí mismo, le es imposible. Y esto es lo que, a este tipo de sociedad, fundamentalmente centrada no en el bien y en la verdad de la persona humana, sino en intereses, le es imposible vivir.

Todo esto se hace de nuevo posible por la Gracia de Cristo. Se hace posible la familia y una verdadera vida de Comunidad. Se hace verdaderamente posible un pueblo. Este tipo de sociedad post-liberada, avanzada (uno no sabe si donde avanza es hacia el precipicio), destruye y deshace. Eso lo vemos nacer entre nosotros, en vuestras familias. Por tanto, decir que todo es basura al lado de Cristo, no es una actitud de odio, o de rechazo, o de desprecio a la realidad. Todo lo contrario. Porque uno ha encontrado a Cristo, es posible amar la realidad y amar la vida. Y esto no hace falta demostrarlo. Vuestro amor a la vida está patente en los rostros y en los llantos de vuestros hijos.

Es por esto por lo que damos gracias por Jesucristo, y por la historia que Él ha hecho en nosotros, y por el significado que esa historia tiene, si acogemos bien esa gracia, si la cuidamos, para la vida del mundo. Un mundo que no se encuentra ya a sí mismo, que no sabe cómo vivir, que está profundamente confuso y desorientado con respecto al significado de la vida, a la orientación de la vida, y para el que la Iglesia, y esto os puede sonar paradójico, pero lo digo con toda conciencia, es el único lugar donde puede reencontrar su humanidad. La Iglesia es el único lugar en el que uno puede encontrar la propia humanidad, y la posibilidad de vivirla con gratitud, con gozo, con paz, con alegría, con la certeza de que la vida tiene un significado. Y cuando uno, por ejemplo, la transmite, no está cumpliendo con una obligación o algo así, sino dando gracias por el don de la vida, y multiplicando la esperanza y la alegría de una vida que, por la fidelidad del Señor, permanece para siempre, que es la vida eterna, de la cual nosotros hemos empezado a gustar su realidad aquí en la tierra, en medio de nuestra carne mortal, en medio de nuestra fragilidad humana, en medio de nuestro pecado. Nosotros hemos gustado la vida eterna, si no, ninguno de vosotros habríais pasado del Primer Escrutinio. Ninguno. Y no estaríais aquí.

Puesto que los dones de Dios permanecen para siempre, que el Señor nos conceda, sencillamente, dar gracias de un modo adecuado, es decir, cuidar esa gracia que Él mismo nos ha dado.

Los Estatutos sirven también para eso. Son el modo como la Iglesia quiere preservar la belleza de algo que es un don de Dios para la Iglesia y que Ella reconoce como tal. Y para que eso no se olvide, para que no se pierda o no se desvirtúe por instigación del enemigo o por las obras de los hombres, la Iglesia lo cuida y lo protege mediante el don de los Estatutos. Eso significa para nosotros una llamada a la responsabilidad, a ser fieles a la historia que el Señor ha hecho. Eso que significa ser fieles, permanecer: permanecer en el lugar, ser fiel a un matrimonio, a una familia, permanecer junto a las personas.

Aunque soy consciente de que a lo largo del camino hay tropiezos y dificultades, hay una súplica que os hago como Pastor hoy: permaneced. De igual modo que lo habéis experimentado una vez y muchas veces, podréis volver a experimentar la Misericordia y la Gracia de Dios, que es lo que sostiene y hace digna la vida, y hace la vida que merezca la pena.

Digo esto consciente de que hay Comunidades que han terminado el Camino hace tres años. Los que habéis terminado el Camino (sé que eso ya os lo ha dicho Miguel Ángel muchas veces) no creáis que lo habéis terminado. Al contrario. Abundando en la permanencia de la que hablábamos, uno podría volver tranquilamente a empezar al Primer Escrutinio. Yo sé que, cuando uno empieza, tiene la ilusión de decir: “el día que termine, habré vencido al mal en mí y ya habré superado las cosas que ahora mismo son obstáculo”. Aunque durante los veinte años os hayan dicho que eso no va a pasar, que eso es para toda la vida, ¡luego resulta que es verdad! Esto sucede, no porque no haya pasado nada (que sí que ha pasado: ha pasado el Señor), sino porque nuestra libertad es frágil y porque la Gracia del Señor hay que renovarla todos los días. Del mismo modo que la Gracia de una amistad, o de vuestro amor, hay que renovarlo todos los días, y así va creciendo y madurando. Así somos nosotros.

Vamos a darle gracias a Dios por toda esta historia. Antes de terminar quisiera mencionar que nuestra historia nunca es anónima: siempre llevamos la marca de nuestros padres en el rostro, nos parecemos a ellos, y eso es bueno. Tampoco esta historia que Dios hace con nosotros es anónima, tiene unos nombres y unos apellidos. En este caso, en nuestra Diócesis de Córdoba, se llaman Miguel Ángel y Mª Paz, y se llaman también todos los que estáis en el equipo de catequistas. Damos gracias por esas personas. No damos gracias porque no tengan defectos (quizá alguno piense que, por ejemplo, como en mi caso, un Obispo no tiene que tener defectos, pero los que me conocéis más de cerca, los curas, que me soportáis más, sabéis que los tengo). Uno no da gracias porque sus padres no tengan defectos, sino porque son sus padres y le han dado la vida. Y precisamente, si uno es hijo, conoce los defectos de los padres mejor que los vecinos. ¡Claro que los conoce! ¡Pero me han dado la vida! ¡Me han dado la vida! Lo mismo. Y por eso uno de nuevo, hay una exigencia del corazón de ser fiel. Yo no sabría expresarlo mejor, pero quiero expresarlo.

 Sé que algunas de las familias casi se me ocurre, porque temo yo cuando he entrado, me ha dado miedo digo, como se que están acostumbrados a la paz lo de los niños, yo después de haberle pedido a Miguel Ángel que hasta que la Comunión la hiciéramos de la manera habitual para que no se alargara mucho la misa, ¡cómo suban todos los niños a la paz no acabaríamos nunca!, pero se me ocurre que después de dar la paz a los primeros sacerdotes que empezasteis el Camino aquí , que supongo que seréis los tres de aquel banco, Félix , Fernando y Juan, pues subís o bajo yo a dar la paz a vosotros y a vuestra familia. A Rafa y Mª Ángeles y a Enrique y a Paqui y a Juan y a Mercedes y a vuestras familias. Sois los que arrancasteis pues por reconocer simplemente la paternidad o el rostro que tiene nuestra historia, que lo tiene, que lo tiene. Quienes nos educan pues espontáneamente tratamos de parecernos a ellos y es natural. Llevamos la huella de quienes nos han educado y eso es una Gracia de Dios eso no es un límite, eso es una Gracia de Dios.

Vamos pues a celebrar este admirable intercambio donde el Señor se nos da de nuevo para nuestra vida, para nuestra alegría y nuestra esperanza.

Presentamos al Señor nuestras suplicas y nuestras necesidades pidiéndole por nosotros y por todos los hombres.

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