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Homilía en las ordenaciones de Diáconos

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 08/12/2002. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, X-XII de 2002. Pág. 243



La primera lectura que acabamos de escuchar cuenta la historia del mundo y la historia de cada uno de nosotros. Cuenta algo que es verdad desde el principio: que el hombre, que ha recibido de Dios el don precioso y sagrado de la libertad, ha usado mal ese don, apartándose de Dios y dando lugar así a lo primero que sucede en ese relato después del primer pecado, que es la división entre los hombres. Caín mata a su hermano Abel, y después empiezan todos los hechos de una historia marcada por lo que el Señor anuncia desde el comienzo. Hay una lucha permanente entre el hombre, su libertad herida, y el designio de Dios, que había creado al hombre para vivir en un mundo iluminado por su Gracia y sostenido por su vida. Desde el pecado y por el pecado, la vida humana se convierte en un combate en el que el hombre sucumbe, inevitablemente, abandonado a sus fuerzas; sucumbe al pecado, usa mal de su libertad, es incapaz de darse a sí mismo la felicidad que anhela. Abandonado a sus fuerzas, el hombre sucumbe inevitablemente al poder del pecado y de la muerte.

Y, sin embargo, nosotros no estamos aquí para celebrar eso. El tiempo de Adviento nos abre el corazón a otro horizonte distinto. En medio de ese mundo, el hombre grita y grita por la salvación, y grita por la Gracia. Muchos hombres no lo perciben: lo único que perciben es la desazón de sus vidas por un mundo que no corresponde a los deseos del corazón; lo único que perciben es el dolor de una vida que no es aquello para lo que nuestro corazón está hecho. Es como si no fuera posible vivir en acción de gracias, porque parece como si el mal venciera siempre, como si la mentira venciera siempre, como si empeñarse en combatirlos fuese una necedad.

En medio de eso, que es la historia humana, y que es lo que llena de contenido humano este precioso tiempo que estamos viviendo que es el Adviento, por el precioso don de la Fe, nosotros sabemos que quien cura esas heridas es el Redentor, es Cristo. Y podemos decir, con la oración de la Esposa, “¡Ven, Señor Jesús!”, ven a nuestras vidas, ven a nuestro corazón, ilumina nuestras inteligencias, permítenos vivir con sabiduría, no nos dejes ser arrastrados por las pasiones del mundo, no nos dejes ceder a un mundo que destruye al hombre, ceder a un tipo de sociedad donde la persona humana no cuenta; no nos dejes ir a la perdición, a no saber quiénes somos, a no saber para qué estamos en la vida, qué significan las cosas, qué significa vivir. ¡Ven, Señor Jesús!, porque con tu Presencia todas las cosas adquieren sentido. Esa es la súplica del Adviento, y es una súplica que hacemos llenos de esperanza, porque nosotros sabemos que Cristo viene. De hecho, nosotros sabemos que Cristo está. Para nosotros el Adviento (el grito en el cual a veces podemos identificarnos con todos los hombres, y con el grito y el dolor de todos los hombres, porque también nosotros somos heridos por ese mismo dolor) es un súplica como la de Job, que se agarra a Dios y le pide la Gracia de su Presencia y la comprensión de su designio. Nosotros, al hacer en el Adviento esa súplica, ese deseo y ese grito de la humanidad, nos hacemos portavoces, intérpretes, de ese grito de la humanidad que sufre, con la certeza de Cristo viene, de que Cristo está.

La fiesta de la Inmaculada no es simplemente una celebración piadosa. Es justamente la afirmación de la tradición católica. Es curioso que todo el movimiento que se produce y que concluye con la proclamación del dogma es un movimiento que tiene lugar en el periodo de la modernidad, y aunque no todos sigáis esta parte de mi reflexión ahora, sí que considero importante hacerla.

Es curioso cómo, en este dogma, ese sentido de la Fe nace del pueblo cristiano, que es quien mejor comprende la Fe siempre, porque tiene la promesa de la asistencia del Espíritu. Pero es la afirmación de la tradición católica frente algunos presupuestos absolutamente destructivos del pensamiento y de la cultura moderna.

A lo largo de la modernidad se había empezado a concebir como contrapuestos Dios y la creación, la Gracia y la naturaleza, y, por lo tanto, la Fe y la razón, la Gracia y la libertad; de tal manera que parecía que afirmar al mundo, construir el mundo, tenía que ser como poner al margen a Dios. Y al revés, afirmar a Dios tenía que ser como abandonar al mundo a su suerte, porque las cosas de Dios no tienen que ver con las cosas del mundo. ¡Eso está en contradicción con la tradición más genuinamente católica! Todos recordáis que en el catecismo, cuando preguntábamos dónde está Dios, decíamos: “Dios está en todas partes por esencia, presencia y potencia”. El ser de las cosas, el mundo, participa del ser de Dios, y especialmente la persona humana, creada a su imagen y semejanza, hecha un tú por el amor de Dios.

La naturaleza no se contrapone a la Gracia, sino que forma parte de un mismo designio, del designio Creador y Redentor de Dios, que tiene su punto culminante en Jesucristo. La Fe no se contrapone a la razón, sino que la Fe es una intensidad mayor de conocimiento apoyada en la luz de Dios que se revela, pero de conocimiento de las mismas cosas, de la misma vida, del mismo significado de la vida. Y la Gracia no se contrapone a la libertad, todo lo contrario. En el pensamiento moderno se piensa que donde hay Gracia hay menos libertad: si es Dios quien actúa, es Dios que me quita a mí un espacio de actuación. En la Fe católica no. En la Fe católica, donde hay Gracia resplandece la libertad más que dónde no la hay. El súmmum de la Gracia es el súmmum de la libertad, el súmmum de la Fe. La plenitud de la Fe es la plenitud del conocimiento, porque quien conoce a Dios conoce todas las cosas. El súmmum o la plenitud de la vida en Cristo no es un menos de vida con respecto a la vida humana, es un más de vida, es la plenitud de la vida, la plenitud de la alegría. Donde está Dios, está aquello para lo que hemos sido creados, está el amor, está aquello que hace la vida grande, hermosa, feliz. Todo esto permite poner luz en el misterioso drama de las relaciones humanas. El misterioso tejido de nuestra historia se lo debemos a Cristo, y la fiesta de la Inmaculada proclama precisamente eso, la Primacía de la Gracia, es decir, la Primacía de Cristo. La Virgen es Inmaculada desde el primer momento de su concepción para recordarnos dos cosas fundamentales que la tradición católica necesitaba reafirmar potentemente en medio de la modernidad:

Primero, que la Redención no es una cosa de ideas. Las cosas que son de ideas no tienen sustancia. La Redención de Cristo es una cosa de carne, de carne y hueso. Cambia el ser de su madre para poder hacer de ese ser un palacio, un templo donde Él morar. Como cambia nuestro ser, nos hace criaturas nuevas, miembros del Hijo de Dios, miembros de Cristo. La Gracia no es una idea. La Fe cristiana no son ideas. La Fe cristiana es el reconocimiento de la Gracia por los indicios y por los signos de lo que la Gracia obra en nosotros. Pero lo que la Gracia obra en nosotros es una transformación que hace de nosotros hombres nuevos, libres. Libres de nuestro temperamento, libres para ser como la Virgen: “He aquí la esclava del Señor”. Y uno puede pensar “¡pues vaya una expresión de libertad!”. Sin embargo, en ese “ser de Cristo” está la única libertad posible para el hombre con respecto al mundo y a los poderes del mundo. La única esperanza que no defrauda está en ese “ser de Cristo”, que no es como las esperanzas que ofrece el mundo.

“Tu Gracia”, decía el salmista, “vale más que la vida”; y no sabía lo que decía, porque no conocía a Cristo. Quienes conocemos a Cristo sabemos que su Gracia, la libertad, la vida nueva regenerada en Cristo vale más que la vida, porque es lo único que hace digno el trabajo humano, las relaciones humanas, el amor, la familia, el matrimonio, los hijos, enfermar, vivir, morir. Todo es grande para quien sabe que vivir es la vida de un hijo de Dios, y que por lo tanto uno no depende de la suerte, ese ídolo pagano inexistente de quien decía un personaje de Lewis en una obra suya cuando alguien había comentado que a ver si tenían suerte, “la suerte lleva muchos cientos de años viviendo en este mundo y nunca me he encontrado con nada que tenga el nombre de suerte”. La suerte no existe. Existe el amor que nos ha creado. Existe la Gracia de Cristo. Quien conoce la Gracia de Cristo no tiene que ser esclavo de la suerte ni de ninguno de los poderes del mundo; ni esclavo del tiempo, o del paso del tiempo, del apetito vano de escapar a la vejez, por ejemplo, ¡qué necedad! ¡Cuántas personas celebrarán, como todos los años, este fin de año sin saber lo que celebran! Tratando de olvidarse más bien de lo que celebran, porque en realidad el paso del tiempo no es algo a celebrar, sino algo a olvidarse. Y, sin embargo, para nosotros, no en fin de año ni a comienzos de año, cada segundo es un segundo de Gracia, porque es un segundo que nos es dado para reconocer el amor de Cristo, y para vivir del amor de Cristo y proclamar y ofrecer y dar el amor de Cristo. Por eso ser cristiano nace de un Evangelio, de una Buena Noticia. Por eso el ser cristiano es un regalo, una buena noticia para la vida, porque permite que la vida sea vivida de un modo que no es como el sucederse infinito de las cosas de la naturaleza, sino como una historia única de Gracia, de Redención, de amor, de amor infinito; de amor que vence en todas las circunstancias, de amor que resplandece hasta en la cruz. “Nadie me quita la vida; Yo la doy porque quiero”, o “¡Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen!”.

Me diréis: “pero hemos venido a celebrar aquí una Ordenación Sacerdotal, no otras cosas”. El sacramento del Orden Sacerdotal que empezáis a recibir con el diaconado, en vuestra larga preparación desde que cada uno de vosotros fuisteis despertados un día por una llamada del Señor, de las mil maneras que Él sabe hacerlo, y Él se insinuó en vuestro corazón como alguien que quería vuestra vida para Sí y para vosotros, empieza a culminar hoy con este primer paso. Este paso, que supone ya el sí de la consagración de vuestra vida en virginidad, es muy expresivo, porque la virginidad resume que vuestras vidas son de Cristo. Esto es lo que en la tradición cristiana se llama los consejos evangélicos, que incluyen la virginidad, la obediencia y la pobreza, que no es que sean virtudes en sí mismas, sino que son virtudes en la medida en que sirven para expresar que mi “yo” no es “yo”, sino que pertenece a Otro, que es Cristo, y que, porque pertenece a Otro, mi corazón no es de nadie. Es de Cristo para poder ser como el de Cristo, lleno de Cristo y poseído por Cristo plenamente. Ser de todos de la manera en que el corazón de Cristo es de todos. Del mismo modo, mi voluntad no es mía, sino que es de Cristo, y por eso mi vida, pobre, frágil, está en las manos de Otro. El Obispo no tiene más poder que justamente el de vincularos a Cristo o el de unir a la Iglesia a Cristo, no tiene otro poder, es el más grande y el más frágil al mismo tiempo. Pero vuestra fecundidad pasa por la comunión y por la obediencia al Obispo, que hoy soy yo y a lo largo de vuestra vida serán vuestros pastores legítimos, los sucesores de los apóstoles aquí en la Diócesis de Córdoba. Y la pobreza en el ministerio no es como en la Vida Consagrada, donde se hace voto de pobreza. Los sacerdotes diocesanos no hacen voto de pobreza. Pero, si queréis vivir bien vuestro ministerio, los bienes de este mundo tendrán que servir sólo para ese ministerio, al servicio de la obra que tenéis que hacer entre los hombres, de la obra de la Redención. No os creáis que son tres cosas caprichosas. La experiencia demuestra que la virginidad, la obediencia y la pobreza son una sola cosa, que van unidas, porque son las tres formas que abarcan todo lo que es el corazón, la voluntad y las posesiones; las cosas a las que el hombre puede apegarse, las cosas que el hombre ama. Nuestra posesión es Cristo, nuestro corazón es de Cristo, nuestra voluntad es de Cristo. Y nada más que de Cristo. Y eso es un don. El momento en el que, que a través del Orden Sacerdotal y por la imposición de las manos, se perpetuará en el pueblo cristiano la Gracia y la Misericordia de Cristo es lo más grande que yo puedo hacer como sucesor de los apóstoles, lo más importante.

A la entrada se apiñaban unos cuantos periodistas y medios de comunicación y yo les decía: “No. En este momento, por favor, no. Lo que voy a hacer es demasiado importante. Yo no puedo distraerme. No me interesa nada, sino esto que estamos haciendo”. Lo otro no me interesa nada, ninguna otra cuestión. Porque vuestro sacerdocio, el mío, depende de cómo viváis siendo enteramente de Cristo, para poder ser enteramente pastores del pueblo que el Señor os confíe. Como el buen pastor: hasta dar la vida por ese pueblo. De eso depende la esperanza del mundo, depende la Fe de las personas, depende la verdad de la proclamación que hace la Iglesia. La gente no la va a reconocer razonando, porque no es así el modo de reconocer las cosas. La reconocerán mirando y, si en vosotros ven a Cristo, dirán: “Cristo vive, yo sé que Cristo cuida de mi vida”. Como yo he reconocido a Cristo a través de las personas que el Señor ha ido poniendo a lo largo de mi historia y viendo su misericordia, su gracia, su paciencia conmigo. No hay otro modo.

Celebramos la fiesta de la Inmaculada y ésta es la fiesta de la Primacía de la Gracia. Es la fiesta de la Primacía de Cristo, de cómo la Gracia de Cristo nos desborda, nos precede, va por delante de nosotros. Igual que a la Virgen le precede la Gracia de Cristo (os lo decía a vosotros al entrar en la Eucaristía: “No temáis”, porque yo sé que vienen muy nerviosos; es normal, igual que los novios y las novias el día de la boda también van nerviosos, vuestro compromiso hoy es igual), a vosotros, en vuestro ministerio, os precede la Gracia. Apoyaos en esa Gracia, apoyaos en el Señor. Pedidle que vuestro corazón siempre esté abierto a los signos de su presencia, y no temáis nada, porque nadie tendrá el secreto de vuestra alegría. Apoyaos en la oración del pueblo cristiano, apoyaos en la comunión de la Iglesia, que es invencible, porque es una cosa que no es de este mundo. Las cosas que fabrica este mundo no duran, se deben a intereses, y cambian cuando cambian los intereses. El amor que nace sólo de ahí no dura, no permanece, generalmente es falso y lo vemos ahora mismo en tantísimos matrimonios. En cambio, cuando el amor está fundado en Cristo, cuando la vida se construye sobre la comunión de la Iglesia, esa comunión es invencible, porque es de Dios, no es fruto del hombre, no es fabricación humana, y Dios es invencible, es inmortal, es eterno, y su fidelidad permanece para siempre en medio de todas las circunstancias del mundo. No sabemos cómo serán las de vuestra vida. Sí que sabemos que tendréis que ser testigos de Cristo en un mundo, que no es que sea ateo, porque, como decía un pensador del siglo XX, para que haya ateos tiene que haber creyentes, porque los ateos reaccionan siempre. Para que pueda haber ateos que reaccionen contra la Fe, tiene que haber personas dispuestas a dar su vida por la Fe. El mundo de hoy no es un mundo ateo: es un mundo pagano por nuestra falta de Fe. Pero tendréis que vivir vuestro ministerio en ese mundo pagano, y yo le pido al Señor que podáis ser testigos de Cristo y de la libertad de Cristo y de la Gracia de Cristo y de la pasión de Cristo por la vida de los hombres y por la libertad de los hombres en medio de un mundo pagano; en medio de un mundo donde no es que no se crea en nada, es que se cree en cualquier ídolo, en el más estúpido: en cualquier programa de televisión que crea y fabrica y destruye y hace ídolos de personas humanas. O en los otros ídolos que devoran a los hombres: el dinero, el poder, la lujuria, ídolos conocidos desde siempre, desde que el mundo es mundo. En un mundo lleno de ídolos, vosotros tendréis que dar testimonio del Dios verdadero, de Jesucristo, fuente y origen de un culto razonable, como decían los primeros cristianos. De un culto razonable porque es el culto que genera al hombre en su dignidad, en su libertad y en su plenitud.

Yo doy gracias por vosotros, doy gracias por el presbiterio y por las nuevas generaciones de sacerdotes. Doy gracias por el Seminario y por sus formadores, y doy gracias por vuestras vidas. Doy gracias al Señor por su misericordia, porque vuestras vidas son para mí sobre todo el signo de que Dios no abandona a su pueblo, el signo de que Dios es fiel y su misericordia permanece para siempre; el signo de que vosotros, el pueblo de Córdoba, podéis seguir esperando en Dios, porque no os faltaran testigos en medio de nuestra pobreza y en medio de nuestros muchos pecados. No os van a faltar testigos de Cristo; no os van a faltar sacerdotes que puedan distribuiros el Cuerpo de Cristo y bautizar a vuestros hijos y bendecir vuestro amor esponsal y cuidar de vuestras familias y de vuestra esperanza, y perdonaros los pecados. Y eso es lo único que permite mirar al futuro de un mundo, como en el que estamos, con esperanza. Por lo tanto, ¡cómo no va a ser una celebración de inmensa alegría! No una alegría banal y superficial, ni folklórica, sino la alegría profunda que nace justamente de poder reconocer con verdad que hay una esperanza cierta en medio de todas las miserias del mundo. No puedo dejar de recordar que mi vida, como la vuestra, como la de los sacerdotes, es frágil y, por lo tanto, al mismo tiempo que le damos gracias al Señor, le pedimos. Decir esto es algo casi innecesario, porque si algo sabe hacer el pueblo cristiano es pedir por sus sacerdotes, porque se da cuenta, mucho más allá de lo que nosotros nos damos cuenta, de cuánto dependen sus vidas del testimonio de santidad nuestro. Pero aun así os lo suplico y os lo recuerdo: pedid por nosotros, pedid por los cinco diáconos que hoy se ordenan, para que Cristo resplandezca en sus vidas por los caminos que Dios quiera, que serán siempre caminos sorprendentes, pero mucho más bellos y más grandes de lo que ninguno de nosotros podemos ni imaginar. Y pedidles que sea Cristo, y sólo Cristo y el amor de Cristo, lo que resplandezca siempre, no en sus celebraciones litúrgicas, no en los actos de culto, sino en su vida cotidiana, todos los días, cuando os los encontréis por la calle, cuando vayáis a verlos, cuando vengan a vuestras casas. Pedid que donde vayamos nosotros vaya Cristo y el corazón de Cristo. Pedid que seamos sólo de Cristo, para que Él pueda ocupar, literalmente, llenar nuestra vida para que vosotros podáis reconocerlo con facilidad. Que nuestro corazón sea de Cristo, y enteramente de Cristo para que pueda ser enteramente vuestro.

Vamos a proceder a la ordenación. Mi querido pueblo cristiano vosotros ya sabéis que tenéis a un Obispo largo en los sermones… Un poquito de paciencia, ya lo sé yo, pero es que quiero deciros muchas cosas.

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