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Homilía en la Ordenación de Presbíteros

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 24/05/2003. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, IV-V de 2003. Pág. 79



Con una profundísima alegría y con un inmenso agradecimiento al Señor por esta celebración nuestra, por vuestras vidas, por vuestra ordenación, por el presbiterio, por el Pueblo cristiano que el Señor fielmente ha mantenido y me ha permitido ser testigo de su obra en medio de vosotros en estos años, celebramos nuestra comunión en una unión profunda.

Y yo pensaba que la ocasión, justamente por ser la última Eucaristía en que se congrega aquí el Pueblo cristiano junto a quien durante siete años ha sido vuestro Pastor, y, al mismo tiempo, la ordenación de cinco nuevos presbíteros y la esperanza enorme que representan para la Iglesia quienes el Señor nos va enviando por detrás, que representan para vosotros, para vuestras familias, para el Pueblo cristiano y para el mundo, vuestras jóvenes vidas llamadas por el Señor al privilegio enorme de gastaros y desgastaros por la vida de Cristo en los hombres, me parecía que lo más oportuno y lo más adecuado era dar testimonio de mi fe y de los motivos para la esperanza: de la fe de la Iglesia, de la cual soy y vais a ser vosotros muy pobres representantes, pero portadores de ese tesoro inmenso para el mundo que es la fe apostólica.

Quisiera resumiros en unos pocos puntos muy concretos aquello de lo que nosotros vivimos, de lo que vive la vida de la Iglesia, de lo que es la Iglesia y de lo que nosotros, en esta hora de la historia y del mundo, podemos ofrecer al mundo.

De manera muy sencilla, el primer punto, el comienzo, es Jesucristo. El comienzo y el fin. El contenido mismo de nuestra fe. El centro del credo. Aquél a quien confiamos nuestras vidas. Aquél que es el único nombre bajo el cielo por el que podemos ser salvos. Aquél que es, por lo tanto, la única esperanza de la vida de los hombres. Y esto, que es el centro mismo de la fe y que tal vez hace décadas o en otros siglos se podía dar por supuesto, hoy es necesario afirmarlo una y otra vez, porque los hombres tendemos a buscar saciar la sed de nuestro corazón y de nuestra vida en todo aquello que un mundo rebosante de medios técnicos fáciles nos invita como propuestas de felicidad. La única respuesta a esa sed profunda, de la que el Señor habló en aquella conversación con la mujer de Samaría junto al pozo de Jacob, se llama Jesucristo. La única respuesta a los anhelos más grandes y más nobles que los hombres tienen. La única medicina para el desconcierto y el desasosiego que muchas veces paraliza, bloquea y llena de miseria el corazón humano es Jesucristo, el único salvador del hombre. El único fundamento de la afirmación de la dignidad de la persona humana como dignidad de la persona humana, no de una clase de personas, no de un grupo determinado, no de quienes tienen determinadas condiciones, sino de la persona por el hecho de ser persona, por el hecho de ser imagen sagrada de Dios. ¿Recordáis aquella frase del Santo Padre que me habéis oído seguramente en la visitas pastorales, o aquí en la catedral otras veces? “El profundo estupor ante la dignidad de la persona humana se llama Evangelio; se llama también Cristianismo”.

Para un mundo donde el hombre no cuenta, donde mil cosas cuentan antes que el hombre y que la vida humana, donde mil intereses ciegan la mirada para no ver en el hermano sino un competidor o una persona cuyos intereses están en conflicto con los míos, nosotros, por la experiencia de Jesucristo, por el don de haber conocido a Jesucristo, por el don de haber encontrado su amor en nuestra vida, por el don de vivir de su Espíritu Santo, somos conscientes de que toda persona humana es imagen de Dios, y de que aquellos que han recibido el don de la fe y del bautismo son miembros de Cristo. Cada persona humana es un sagrario vivo, portador de Cristo, un miembro de su Cuerpo que merece el mismo afecto, el mismo amor, el mismo respeto que damos al sacramento de la Eucaristía. El sacramento de la Eucaristía es para que podamos vivir así. Por lo tanto, Cristo y la Eucaristía. Como decía el Santo Padre en la carta apostólica Novo millenio ineunte, para impulsarnos a vivir este comienzo del nuevo milenio, “comenzar desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía”. Pero de la persona de Cristo.

Segundo punto, extraordinariamente vinculado al primero. Cristo no es alguien del pasado, que nos dio un ejemplo, que era un hombre muy religioso, que incluso entregó a su vida por amor a los hombres, pero que pertenece sólo a aquel momento de la historia. Cristo ha vencido en su carne el pecado y la muerte, que es lo que destruye al hombre. Y se ha unido en su carne de alguna manera, como dice el Concilio, a todo hombre. Cristo vive. Cristo es una persona viva frente a la cual mi existencia se juega. Cristo es una misericordia viva a cuyo abrazo y a cuya ternura el hombre puede acogerse siempre, en cualquier circunstancia de su vida, sabiendo que siempre, sin condiciones y sin límites, será abrazado por el Señor. Cristo no es alguien que inspira nuestras acciones. Su palabra no es fundamentalmente, ni en primer lugar, una especie de código de comportamiento. Cristo es mi esperanza, mi vida, el camino, la verdad de los hombres. Cristo es la fuente de una alegría verdadera. Cristo es la fuente de una vida nueva. Cristo vive.

Y la celebración de hoy, por todo, por ser mi última celebración diocesana como Pastor vuestro, y por ser vuestra ordenación sacerdotal, es un testimonio de que se cumple aquella promesa del Señor, fundamento de toda esperanza humana: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Son sus últimas palabras en el evangelio de San Mateo.

Mi querido pueblo cristiano cordobés, mi querida Iglesia, mi querido presbiterio, mucho más querido de lo que a lo mejor he sido yo capaz de expresaros o de deciros, la promesa de Cristo se cumple, indefectiblemente. Cristo no nos abandona jamás. Y la mejor prueba de ello sois vosotros, son vuestras vidas.

¿Por qué? Porque el lugar de la presencia de Cristo es la Iglesia, es nuestra comunión. El lugar de la fe es la comunión. El lugar donde uno encuentra a Cristo, donde uno experimenta su misericordia, es la Iglesia, es esta realidad, es este pueblo, esta familia en la que el Señor vive. Y somos todos muy débiles, y tenemos todos mil defectos y mil fragilidades, y mil pecados, pero en medio de vosotros está el Santo de los santos. En medio de nosotros está la presencia, siempre asombrosa, siempre fuente de vida y de alegría y de esperanza, que es la presencia que nos salva. Está el Espíritu de Cristo que nos vincula a nosotros con Él, y a unos con otros, con unos lazos más fuertes incluso que los lazos de la carne cuando se vive la fe de verdad. No es que uno desprecie los lazos de la carne, todo lo contrario. Curiosamente, es la pertenencia a Cristo lo que hace posible vivir bien esos lazos, amarlos, apreciarlos, cuidarlos: la familia, los vecinos, los amigos, los compañeros de trabajo. Todo. Pero para que esos lazos puedan ser vividos bien hace falta saber que la vida es de Cristo. Porque, cuando la vida es de Cristo, existe la libertad de poner cada cosa en su justo lugar, de amar y de apreciar cada cosa buena como un don del Señor, y amarla, cuidarla, quererla, vivirla bien.

Cristo no es un personaje del pasado: vive entre nosotros. El Verbo de Dios, que nos comunica su Espíritu, nos introduce en la vida divina, en la vida de Dios, en el amor de las personas divinas. Nos introduce en un modo de vida nuevo. Y por eso nosotros, en nuestra vida, oramos a Él, nos dirigimos a Él, le suplicamos, gozamos con Él. Vosotros, los que hoy dais un primer paso hacia vuestra ordenación sacerdotal, o quienes hoy os ordenáis, justamente respondéis a una llamada del Señor para ofrecerle vuestra vida a Cristo para ser un signo carnal, corporal, humano, de la verdad de la encarnación y de la presencia permanente de esa encarnación en la vida de la Iglesia. Para eso os ha llamado el Señor. Para eso necesita el Señor vuestra vida, vuestra libertad, vuestra humanidad. Para eso se la dais vosotros, con toda vuestra generosidad de un corazón joven, sencillamente, para que Cristo se apropie de vosotros y pueda hacerse visible, presente, en vosotros para cuidar del Pueblo cristiano, de lo más precioso que hay en la tierra, de la Iglesia. Para cuidar de la Iglesia como un padre de una familia cuida de una familia, con pasión, poniendo vuestro corazón en ello, sufriendo cuando ellos sufren. ¿Quién goza, que yo no me alegre? ¿Quién sufre, que yo no sufra? ¿Quién tiene fiebre y yo no me abraso? (cf. 2 Co 11, 29). Ésa es la vida de un Pastor. Eso es lo que siente el corazón de un Pastor. Como un padre de familia que, en nombre de Cristo, cuida un familia que no es nuestra, que es de Cristo, que es de Dios, que Cristo se ha ganado con su sangre. No hemos dado nosotros nuestra sangre por vosotros. Es Cristo quien la ha dado. Y Cristo nos quiere a nosotros para que la redención pueda prolongarse, para que vuestra esperanza pueda nacer y florecer, y para que, en medio del mundo, pueda resplandecer este signo del amor de Dios, que es la Iglesia, como signo de alegría, de esperanza, de vida nueva.

Amad a la Iglesia. Amad al Pueblo cristiano. Amadla como lo que es, como lo más bello, como la Esposa de Cristo, inmaculada, sin mancha ni ruga, que el Señor se ha escogido para Sí con un amor infinito, y es ese mismo amor el que nos ha llamado a nosotros para gastar la vida por vuestra esperanza y por vuestra alegría.

Cuidad la comunión entre vosotros. La comunión en esta familia, única: no obra de los hombres, no fruto de los cálculos humanos, a pesar de que toda nuestra humanidad y toda nuestra pobreza deje ahí su impronta y su sello, ¡claro que la deja!, y nuestro pecado. Pero no somos sólo el fruto de lo que nosotros somos. La Iglesia no es el resultado de la suma de nuestras vidas. La Iglesia es el resultado de la misericordia y de la gracia de Cristo con nuestras vidas. Y es esa misericordia y esa gracia lo que nunca dejará de estar en medio de nosotros y en nosotros.

Cuidad de esa vida. Cuidadla todos. Cuidadla vosotros, sacerdotes, no como quien cuida de algo suyo, sino como quien cuida de algo que es de Otro, que es de Cristo. Eso os permitirá una libertad y una alegría que el mundo no puede conocer, ni siquiera imaginarse. Cuidadla como Dios lo hace. La Iglesia no la hacemos a nuestra medida, porque no es nuestra. La recibimos de las manos del Señor para cuidarla en su nombre. Cuidadla como es. Hoy algunos seminaristas del Redemptoris Mater dan su primer paso hacia la ordenación sacerdotal. ¡Bendito sea el Señor que multiplica entre nosotros los modos de su presencia! No os afirméis nunca los unos contra los otros. ¡Claro que en la Iglesia de Dios hay muchos caminos! Igual que en la Casa del Padre hay muchas moradas. Y no cesa el Señor de suscitar carismas y formas nuevas, que a veces nos sorprenden, que no es que sean mejores ni peores, porque en todos está la gracia de Cristo y en todos está la fragilidad humana. Pero de lo que tenemos que ser signo es de que en un cuerpo la mano no desprecia al ojo, ni el ojo a la mano, aunque sean muy diferentes, sino que en el cuerpo todos contribuyen al bien del cuerpo.

La Iglesia somos este pueblo. Este pueblo nuevo que no se identifica con el pueblo social, que no se identifica con el pueblo cordobés, o con el pueblo español, o con el pueblo occidental. No. Es el pueblo hecho de todos los pueblos, cuyo principio de vida es la persona de Cristo; su fundamento, la persona de Cristo, la roca sobre la que está edificada la Iglesia es la fidelidad de Dios, el amor, la sangre de Cristo; los cimientos, los doce Apóstoles y la fe apostólica, como esa ciudad que nos describe el libro del Apocalipsis, bellísima, resplandeciente, porque está allí la gloria de Dios. Y en esa ciudad cada uno tenemos una historia, una modalidad en la que el Señor ha llegado hasta nosotros, en la que el Señor ha ido cuidando de nuestra vida. Amadlas todas. Amad y dad gracias por aquélla a través de la cual el Señor os ha elegido, pero sentiros todos miembros de un único cuerpo. Tengamos en él la misión que tengamos. Haya sido nuestra historia y haya pasado nuestra historia por los mil hilos por los que el Señor hace llegar su vida a nosotros: de santos, de fundadores, de modelos de vida, de modos de expresar la única fe, que son la riqueza de la Iglesia. Reconocedlo con sencillez de corazón. Amad incluso las que no comprendéis, o las que os parece que son distintas a vosotros. No os afirméis los unos contra a los otros nunca. Buscad el modo de afirmar lo que Dios hace de grande, de hermoso, de bello, en cada uno, sea quien sea. Y eso es un tesoro.

Yo sé que en estos momentos el Pueblo cristiano, y vosotros mismos, los sacerdotes, nosotros, tenemos una necesidad de ser confirmados en la fe. Nos impresionan demasiado los enormes poderes de que el mundo dispone, y a veces nuestra fe también es frágil. Por eso se trata de fortalecer la fe. De pedirle al Señor como el centurión: “Señor, yo creo, pero aumenta mi fe”. Y un elemento esencial de esa fe es justamente la comunión de los santos, es decir, la comunión como modo de vida de la Iglesia. Me explico. Si hay algo frente a lo que el mundo es impotente, no puede nada, es justamente la comunión. Porque la comunión es siempre divina. Es divina la comunión de un matrimonio, y por eso el matrimonio es sacramento y es signo de Cristo. Es divina la comunión entre los hombres cuando se da: entre compañeros de trabajo, entre amigos. Es divino porque es un modo nuevo de ser, que es el de Dios, que es en el que uno quiere el bien de los demás, quiere el bien de la otra persona, quiere el bien de la Iglesia, quiere el bien de los hombres. Y eso es de Dios. Eso no nace del hombre por sí mismo. Y eso es invencible. Cuando falla eso, la fe se hace frágil. Si falla eso, la fe se debilita. Al final termina siendo unas ideas, y las ideas, ni sostienen la alegría, ni sostienen la vida, ni sostienen nada. Es la experiencia de comunión la que hace la fe inteligible, razonable, digna de ser creída. Sólo el amor es digno de fe.

La Iglesia, repito, es un Pueblo nuevo. No tratéis de acomodaros al mundo. Al contrario. Cuántas veces he oído yo decir: “Es que un cristiano hoy tiene que ir contracorriente”. Cuando el mundo va a un precipicio, mejor que haya alguien que vaya contracorriente, ¿no os parece? Cuando a lo que va es a la ruina, mejor que vaya contracorriente, que tenga la libertad de mostrar un camino distinto, un modo de vivir distinto. Repito: ese modo de vivir tiene como fundamento la fidelidad de Cristo; como estructura del edificio, la sucesión apostólica y la fe de la Iglesia; como ley suprema, el amor, contenido de nuestra vida, ideal de nuestra vida, aquello por lo que cuidar: el amor con el que Cristo nos ama, el amor con el que Cristo nos ha amado a la hora de darnos la vida, a la hora de llamarnos a los más grande, que es ser hijos de Dios, a la hora de llamaros a vosotros al ministerio sacerdotal para gastar vuestra vida por los hijos de Dios, por la familia de Dios.

Nada más. Cuidad el don que Dios os ha hecho. Cuidadlo con la ayuda de vuestros hermanos sacerdotes. Cuidad el don de la fe en vosotros y en vuestras familias. Pedidle al Señor, deseadlo, desead esta comunión, desead esta vida, pedídsela, que el Señor no deja de escuchar esa súplica. Cuando le pedimos otras cosas, a lo mejor no nos escucha. Cuando le pedimos el Espíritu Santo, que es quien amasa la comunión de la Iglesia, esa oración nunca deja de ser escuchada. Cuando le pedís: “Señor, que yo sepa responder a lo que Tú quieres para mi vida, a ese designio bueno que Tú tienes para mí”, el Señor no deja de escuchar esa oración. Y el fruto de esa oración es la alegría, y la libertad, y una esperanza que nada ni nadie tiene el poder de destruir.


Palabras antes de la Bendición final:

No quisiera dejar de dar gracias públicamente a los padres y a las familias de quienes se acaban de ordenar o de quienes están camino de la ordenación. El Señor prometió que ni un vaso de agua dado en su nombre quedaría sin recompensa y no quiero dejar de recordar, una vez más, que en algún momento habéis entregado al Señor un hijo. No penséis que eso es una pérdida. Todo lo contrario. Es un regalo enorme que el Señor os hace, y tendréis ocasión de experimentar en la vida la bendición que ese don supone. Lo experimentaréis los padres, los hermanos y la familia de mil maneras distintas, que no tienen mucho que ver con lo que el mundo se imagina, pero que es absolutamente real.

Yo quisiera... ¿A que suena bien el coro de los seminaristas? ¡Pero que muy bien, al oiros cantar con esas voces viriles llenando la catedral! Eso es una gracia de Dios para todos. Sólo el oirlo es una gracia de Dios. Y yo quisiera, ya que hay muchos niños aquí -a algunos se les oyen corretear-, y algunos jóvenes y “jóvenas”, invitaros a todos, haciéndome eco de las palabras del Papa a los jóvenes, a acoger al Señor en vuestras vidas. Estos días, que he estado toda la semana confirmando en la catedral, recordaba a los que se confirmaban que en la Iglesia, a diferencia del AVE, donde hay “club”, “preferente” y “turista”, no hay más que una clase. En la Iglesia todo es “club”. Todo. Porque todas las vocaciones son a participar de la vida de Dios, aunque sea de modos distintos. Por lo tanto, no hay una vocación que sea más importante que las demás. Todos somos de primera. No todos de tercera. Todos de primera. Pero, si el Señor pone en el corazón de algunos o de algunas la llamada, en el caso de los chicos a servir a la familia de Dios como un padre. Porque, efectivamente, eso es lo que es un sacerdote. Los padres engendran la vida del cuerpo. Los sacerdotes contribuyen a que nazca la vida de Cristo en las personas y a cuidar esa familia. Como un padre trabaja por su familia, un Pastor trabaja por su parroquia, por su pueblo, por el pedacito de Iglesia que el Señor le ha confiado. Pero no con el corazón menos lleno que el corazón de un padre. Ni muchísimo menos: con el corazón más lleno, más ensanchado, más grande. Con el corazón puesto para que Cristo ame en vosotros a su familia, vuelvo a repetir, lo más bello que hay en la tierra. Nunca os avergoncéis de ser la Iglesia de Cristo. ¡Nunca! ¡Pero si es lo mejor que hay! ¡No hay nada que pueda compararse, ni de lejos, a la realidad misteriosa y preciosa de la Iglesia! Bueno, pues si el Señor os llama, o sentís que el Señor os pudiera llamar para eso, no tengáis miedo de decir que sí al Señor, nunca. Y a vosotras, si sentís que el Señor os llama, os llama a ser esposas suyas. Y dejadme recordaros, repito, todas las vocaciones son de primera, no es que sea más; pero si el Señor llama, no tengáis miedo. No vais a encontrar un novio que os quiera tanto, que os quiera tan bien y que os sea tan fiel. No rehuyáis la llamada del Señor. Y a los padres, no penséis que perdéis nada. Ganáis siempre. Cuando hacemos algo por el Señor, ganamos siempre. Somos ganadores natos, porque todo es en beneficio nuestro, todo es gracia, todo es don.

Y una última cosa quisiera deciros, y la digo también con las palabras del Papa. “Os abrazo a todos y a cada uno”. Estos siete años de ministerio en Córdoba son para mí una fuente de gratitud permanente, constante. Una fuente de agradecimiento al Señor, de algo que yo no hubiera pensado en merecer jamás. El poder amaros, serviros, como el Señor me ha dejado hacerlo lo mejor que he sabido y desde luego con toda mi alma. Decía el poeta francés Charles Péguy en El misterio de los santos inocentes, que “cuando uno es padre, lo es para siempre”. Es verdad que ahora los designios de Dios, durante un tiempo, nos separan un poquito. Pero, primero, no olvidéis que la Iglesia es una, y no hay un cuerpo de Cristo aquí y otro en Madrid, y otro en Italia o en Granada. No, el Cuerpo de Cristo no es más que uno, la Eucaristía no es más que una. Y, en ese sentido, todo lo que Dios ha unido no lo podemos separar los hombres nada más que si nosotros queremos separarnos. Todo lo que nace de la comunión de Dios, todo lo que tiene como fundamento a Dios, no desaparece con el tiempo. Cuando uno es padre, lo es para siempre. Yo he tratado de ser padre. Lo habré sabido hacer mejor o peor. Le pido al Señor perdón todos los días por mis faltas, pero, sobre todo, por el escándalo que pueda haber sido ocasión para quien haya sido. También, perdonad vosotros mis limitaciones. Yo seguiré pidiendo siempre por esta Iglesia que el Señor me confió y que siempre he considerado como algo de lo que yo no era digno de servir siquiera. Y que el Señor nos conduzca a todos a la mesa y a la fiesta sin fin del banquete del Reino de los Cielos. Allí nos encontraremos. Os doy la bendición final.

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