Arte cristiano: experiencia de fe
Fecha: 01/01/2005. Publicado en: Cabildo Metropolitano, 2005. PP. XIII-XVI
Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por Él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por Él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu (Ef 2,19-22). Así describía san Pablo la realidad de la Iglesia: un espacio de santidad y de familiaridad con Dios, creado por Cristo y transmitido a nosotros por la sucesión apostólica, y señalado por la belleza de su construcción: su comunión y su unidad. Naturalmente, el templo del que habla el Apóstol es la Iglesia de piedras vivas, es la realidad humana de la Iglesia, no el edificio. Porque la Iglesia es ante todo una comunidad humana, un nuevo modo de vivir la vida, de vivir las relaciones humanas, con Dios, con los demás y con uno mismo, con toda la realidad. La iglesia es el pueblo santo en que se expresa la redención de Cristo.
Naturalmente, ese pueblo se reúne: a escuchar la palabra de Dios, a celebrar el Bautismo y la Eucaristía y los demás sacramentos. Se reúne a orar, a dar gracias y a suplicar. A lo largo de la historia, los edificios que el pueblo cristiano ha construido para esa vida suya como pueblo, han expresado con mejor o peor fortuna el misterio de la nueva humanidad recreada por Cristo en la comunión su Cuerpo. Los edificios han servido de expresión física, material, de la redención. Han sido y son una catequesis visible, expresión, y a la vez invitación, a la experiencia cristiana de la vida.
Así lo expresaba, por ejemplo, preciosamente, a comienzos del siglo IV, Eusebio de Cesarea, que termina su Historia Eclesiástica (HE X 4) con la trascripción de la homilía pronunciada con motivo de la dedicación de la Iglesia de Tiro, posiblemente en el año 317 ó 318. En esa homilía, Eusebio alaba en primer lugar a la Iglesia, también aquí refiriéndose antes que nada a la Iglesia viva de las personas:
Ahora que ya no conocemos de oídas ni por rumor de palabras el alto brazo y la diestra celestial de nuestro Dios, totalmente bueno y Rey universal, sino que, por así decir, hemos comprobado en las obras y con nuestros propios ojos que son fieles y verdaderas las maravillas antiguamente confiadas a la memoria, podemos entonar un segundo himno de victoria y alzar claramente nuestras voces diciendo: Como lo habíamos oído, lo hemos visto, en la ciudad del Señor de los ejércitos, en la ciudad de nuestro Dios.
Pero, ¿en qué ciudad sino en ésta, recién fundada y edificada por Dios? Ésta, que es la Iglesia del Dios vivo, pilar y sólido cimiento de la verdad, acerca de la cual otro oráculo divino anunciaba ya esta buena nueva: ¡Qué cosas tan gloriosas se han dicho de ti, ciudad de Dios! Puesto que es en ella donde Dios santísimo nos ha congregado por la gracia de su Unigénito, cada uno de los invitados entone himnos, y aun a gritos diga: ¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la casa del Señor! Y también: Señor, yo amé el noble aspecto de tu casa y el lugar en que acampa tu gloria (HE X, 4, 6-7).
A lo largo de la homilía, Eusebio describe las vicisitudes de la construcción del templo, así como muchos de sus detalles, a partir de un esquema platónico: el templo terrestre, el templo construido, refleja el misterio de la Iglesia, que es, por la inhabitación del Espíritu Santo, verdadero templo de Dios y, a su vez, imagen del Cielo:
Tal es el gran templo que el Verbo, el gran hacedor del universo, se ha construido por toda la tierra habitada bajo el sol, después de ser Él mismo quien fabricara sobre la tierra esta imagen espiritual de lo que hay más allá de las bóvedas celestes, para que su Padre pudiera ser honrado y adorado a través de toda la creación y de todos los seres vivientes y racionales que hay sobre la tierra (HE X 4, 69).
Ésta es la razón última de ser de la redención, de la existencia de la Iglesia, y de las construcciones de los templos: que el Dios vivo y verdadero pueda ser adorado y honrado por las maravillas que hace con los hombres. La maravilla que Dios ha hecho con nosotros, en su Hijo Jesucristo, es hacernos partícipes de su Espíritu Santo, hacernos un pueblo de hijos en el Hijo, hacernos partícipes de la vida divina, de la santidad divina.
Esa vida divina es el Amor Por eso, participar de la vida de Dios es también el comienzo de una nueva cultura, de una nueva politeia, construida en torno a la Eucaristía, basada en la gratuidad, la misericordia y el amor.
De toda esta experiencia cristiana de la vida y de la realidad es inseparable la belleza. Naturalmente, la belleza ha acompañado siempre las obras en las que el hombre ha expresado su sentido religioso, en todas la culturas y en todos los tiempos. La belleza tiene siempre que ver con Dios, con la experiencia de Dios. Llamamos belleza, en realidad, al resplandor de la gloria divina en la creación, al «esplendor de la verdad» del Misterio que lo llena todo, cuyo atractivo nos es dado reconocer.
En la experiencia cristiana, el centro de todo es la experiencia de ese Amor que se nos ha dado. La experiencia cristiana es la experiencia de ese Amor que en la Encarnación del Verbo nos hace hijos de Dios, y al revelar al Padre y a su designio de amor, revela también «el hombre al hombre», como subrayó en un texto decisivo la Constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, y ha repetido tantas veces Juan Pablo II. «Cristo revela el hombre al hombre», es decir Cristo revela la grandeza de nuestra vocación y de nuestro destino, el valor de nuestra vida. No sólo nos la revela, nos hace posible vivirla, por el don del Espíritu Santo y en la comunión de la Iglesia. La experiencia cristiana de Dios pone, pues, de manifiesto un amor hacia lo humano, hacia «la carne» santificada por el don de Cristo, una gratitud y una alegría por la novedad de esa comunión al fin posible por gracia, que no tienen comparación en la historia. Con razón podía escribir también Juan Pablo II en su primera encíclica: El profundo estupor ante el valor y la dignidad del hombre se llama evangelio, esto es, buena nueva. Se llama también cristianismo (Redemptor hominis, 10).
El estupor ante la dignidad de la persona y de la vida humanas, la gratitud por nuestra vocación y por la gracia de poder vivirla, traspasa el arte cristiano, desde el más humilde y popular hasta el más sofisticado. Y en realidad, para medir y valorar ese arte, además de unos parámetros de perfección en la ejecución, que se abstienen de todo juicio sobre los significados, hay que medirlo, por medio de un juicio cultural, o si se quiere, de un juicio propiamente teológico, con el parámetro de la experiencia cristiana misma, tal como se desarrolla, con sus vicisitudes, con sus logros y sus límites, a lo largo de la historia. El arte cristiano, especialmente, expresa los altos y bajos, los momentos gloriosos y los de decadencia, de la liturgia.
Así, hay obras humildes que conmueven por su capacidad de expresar el misterio del Hijo de Dios hecho hombre y la gratitud por la redención, y hay obras llenas de pretensiones, incluso perfectas desde el punto de vista técnico, que sólo expresan la incapacidad humana de decir el misterio desde las solas fuerzas del hombre, o la falta deje. Eso es lo que sucede, por ejemplo, en tantas construcciones de espacios sagrados «modernos»: ponen de manifiesto, sencillamente, la falta de una experiencia de la novedad introducida en la historia por Jesucristo; muchos de ellos podrían ser igual una nave industrial que una Iglesia.
Así también, es preciso matizar y juzgar teológicamente la expresividad cristiana del renacimiento, del barroco, o del arte romántico, tanto en la liturgia como en la piedad y en el arte. El barroco, por ejemplo, es sin duda la última gran corriente estética en la que se ha reconocido y expresado el pueblo cristiano. En parte, en ella se expresa ese pueblo todavía. El barroco es también, frente a la negatividad con respecto a la creación que se alimentaba en la Reforma protestante, un canto genuinamente cristiano a la luminosidad de la creación y de la carne. Pero no podemos olvidar que el renacimiento y el barroco significan también progresivamente, de diversas maneras -y en la liturgia como en el arte-, por una parte, la «separación entre la fe y la vida», es decir, la separación entre la experiencia cristiana y la experiencia humana. Y por otra parte, no muy desconectada de la anterior, las vicisitudes de una percepción de lo sobrenatural cada vez más reducida a copia, a proyección de este mundo, y por tanto, cada vez menos verdaderamente sobrenatural y menos relevante para la vida. Por estos dos motivos, el barroco es, no lo olvidemos, desde el punto de vista propiamente teológico y litúrgico, un período que contiene dentro de sí los factores de decadencia que se pondrán de manifiesto sobre todo en el siglo XVIII y XIX y que significarán la agonía y la muerte de un arte propiamente cristiano, o hasta de una cultura propiamente cristiana. Esos factores hacen que ya en el barroco, a veces, lo cristiano quede reducido a excusa para una estética puramente mundana y pagana, o a motivo marginal, perdido en una selva de decoración lujosa tal vez, pero religiosa y cristianamente inexpresiva, o expresiva sólo de su propia impotencia de decir la fe.
En la experiencia cristiana como en el arte cristiano, la Virgen ocupa un lugar central. Y lo ocupa precisamente porque Ella es el typos, el modelo de la Iglesia y de toda vida cristiana, porque Ella es el prototipo de la redención cumplida. En Ella se ha dado, se ha realizado históricamente lo que es para todos nosotros vocación y destino: la presencia de lo divino en la carne, el desposorio de Dios con su criatura en un acto absolutamente divino de amor. Desde el misterio de la maternidad divina, uno de los primeros en ser profusamente expresados en la iconografía cristiana, hasta la Inmaculada o la Ascensión, la Virgen es el símbolo de toda la belleza cristiana, del supremo «estupor ante la dignidad del hombre», ante la belleza de la obra de Dios en Ella, y también en nosotros, llamados como Ella a ser divinitatis consortes.
Como pastor de la Iglesia, quiero que mi vida y mi ministerio sirvan sólo a comunicar y a facilitar en los hombres, a la medida de la gracia de Cristo, ese estupor, es decir, la experiencia de la belleza, el gozo y la gratitud por la redención de Cristo. La redención de Cristo hace de la vida entera una gracia, y nos permite amarlo todo, amar la vida y amar la realidad. El mundo en que vivimos está lleno de seres humanos -jóvenes y adultos- destruidos, perdidos en el mundo. Los hemos visto en muchas películas, los conocemos, viven a nuestro lado. Tal vez nosotros mismos hemos sido de ellos. Como pastor de la Iglesia, quiero que mi ministerio y mi vida sirvan para construir la Iglesia de las piedras vivas, cuya belleza pueda hacer comprender a los hombres que hay un lugar, una casa, un hogar donde son amados. Una casa cuya belleza nos permite ser nosotros mismos. Esa es mi misión única, mi misión fundamental, como pastor de la Iglesia que camina en Granada, y ésa es también nuestra misión común como pueblo de Dios, la misión de todos los que somos cristianos. Como decía también nuestro querido Juan Pablo II: Ha llegado el momento de dedicar todas las fuerzas eclesiales a la nueva evangelización y a la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede eludir este deber supremo: anunciar a Cristo a todos los pueblos.
Como pastor de la Iglesia, deseo que nuestra bellísima Catedral, espacio privilegiado de celebración y de culto cristiano, pueda servir más y más a esta misión. Que sea sentida por todos como la Iglesia madre, el lugar donde se reúne toda la familia en torno a Cristo. Que todos puedan sentirla como un lugar de gracia y de misericordia para su vida. Que todos puedan percibir su belleza como un signo del atractivo de Dios, un signo de su llamada a una vida mejor. Que tanto las celebraciones litúrgicas, como la predicación, los cantos, las lecturas, la participación del pueblo, toda la vida pastoral que hay que ir desarrollando en ella, y en torno a ella, con la colaboración del Cabildo y de todos, sirvan para construir ese mundo bello, unido y en comunión que se expresa en la Eucaristía como fruto de la redención de Cristo. Esa es la más grande contribución de la Iglesia a la cultura humana, y en realidad la única, porque todas las demás (que son muchas) valen sólo en cuanto la expresan o en cuanto aproximan a ella.
Como pastor de la Iglesia, deseo también que El libro de la Catedral de Granada, que hoy felizmente publica el Cabildo, pueda servir a esta misma misión. Que el estudio de su arquitectura y de su arte, y de las bellezas que varios siglos de historia del pueblo cristiano han ido depositando en ella de una forma o de otra, sirvan también para que Cristo sea conocido y amado. Que sirvan para recuperar, entre los mismos cristianos y en el mundo, una conciencia más justa de la dignidad cultural de la fe cristiana: una conciencia que sin duda necesitamos, y vamos a necesitar más en el futuro. Quiero decir, el mundo va a necesitar la fe cristiana -la experiencia cristiana- como referencia de humanidad, de racionalidad, de libertad y de belleza. Ya la necesitamos para salir del desierto moral en que el olvido de la gracia de Cristo nos ha dejado, y ha dejado a nuestra sociedad.
Muy expresamente quiero dar las gracias al Profesor Lázaro Gila Medina, coordinador del libro, y a todos los colaboradores del mismo, por su disponibilidad para el encargo que en su día les hicieron mi predecesor, D. Antonio Cañizares Llovera, y el Cabildo de la Santa Iglesia Catedral de Granada, y por su generosidad para colaborar con la Iglesia y con el Cabildo. Que el Señor recompense a todos como sólo Él sabe hacerlo.
Laus Deo Virginique matri.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada