Fecha: 03/10/1994
Queridos hermanos en el episcopado,
Sr. Rector del Seminario,
Directores del Centro de Estudios Teológicos San Dámaso
y del Instituto Diocesano de Filología,
Formadores, Profesores, Personal no docente de la casa,
Alumnos y Alumnas, queridos hermanos y hermanas:
1. "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó". Acabamos de oir una de las parábolas más bellas y más conocidas del Evangelio. Hemos oído explicar muchas veces sus detalles: la ironía con que Jesús describe aquí el comportamiento de algunos tipos representativos de su entorno para ilustrar su mensaje, y la posibilidad de que Jesús se esté refiriendo a los diversos grupos religiosos judíos de su tiempo: los saduceos, que estarían representados en el sacerdote; los fariseos, muy probablemente aludidos en el levita, y posiblemente los celotas y los esenios, señalados acaso en los "bandidos" y en el "hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó". Para todos esos grupos, la palabra "prójimo" tenía unos límites bien precisos, que coincidían con los del propio grupo. El mandamiento de Dios era así reducido a las medidas del hombre. La ironía de Jesús alcanza su punto culminante al poner como ejemplo de "prójimo" a un samaritano, a un representante del grupo más odiado por todos los demás, que consideraban a los samaritanos como si fuesen gentiles.
2. Conocemos la parábola, y conocemos su interpretación inmediata. "Anda, haz tú lo mismo". Sé prójimo para todo aquel que se cruce en tu camino. No mires nada, sino su necesidad. No atiendas a ninguna otra cosa, sino a su condición de prójimo. Es decir, a su humanidad, que le une a ti, que comparte contigo. Todo lo demás el pueblo o la raza a la que pertenece, su manera de pensar, sus posiciones políticas es del todo secundario con respecto a este don común a todos. A esa condición de persona humana que hace a todo hombre digno de un trato lleno de respeto, de afecto y de misericordia, el mismo trato que tú reclamas para ti mismo. Lo reclamas así porque ese trato es el único que hace justicia al misterio que eres, a la grandeza que te da el hecho de ser persona. Y cuando no recibes de los demás ese trato, tienes conciencia de estar siendo tratado injustamente, de ser negado en tu verdad, humillado en lo más profundo de tí. Pues bien, el otro, quienquiera que sea, posee esa misma dignidad, que le hace acreedor del mismo aprecio que tú reclamas. Ese es el mandamiento de Dios. "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No dejes que la pequeñez de tu corazón ponga límites a lo que Dios quiere, que lo que Dios quiere es sólo tu vida. Nuestra vida. El mandamiento de Dios está al servicio de esa vida nuestra, de la realización de lo que somos, que nadie ni siquiera nosotros mismos quiere tanto como Dios. Y es sólo para eso, para que nosotros vivamos, para lo que Dios nos ha dado los mandamientos. "Haz esto y tendrás la vida".
3. La pregunta del escriba, "Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?", se parece extraordinariamente a la que hizo a Jesús el joven rico (Mt 19,16), que tan jugosamente ha comentado Juan Pablo II al comienzo de la Encíclica Veritatis Splendor. Aunque aquí dice que la pregunta está hecha "para ponerlo a prueba" a Jesús, queriendo quizás indicar con eso que en este caso no era una pregunta sincera, lo cierto es que la pregunta misma, al igual que la del joven rico, es "una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que realizar y a la vida eterna", y expresa la intuición de que "hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino" (juan Pablo II, Carta encíclica Veritatis Splendor, n. 8) . La respuesta primera de Jesús remite a la Antigua Alianza, a "la Ley", y la interpretación que el escriba hace del corazón de la Ley es acogida plenamente por Jesús: "Has hablado bien. Haz eso y tendrás la vida". De hecho, esa interpretación, que pone el alma de toda la Ley de Dios, y por lo tanto, el cumplimiento de la existencia humana, en el amor a Dios con toda la energía de la vida y en el amor al prójimo como a uno mismo, coincide con la que el mismo Jesús había hecho a aquel otro escriba que le había preguntado por el mandamiento más importante de la Ley (cf. Mt 22, 34-40; Mc 12, 28-31).
4. Pero la parábola del Buen Samaritano no viene sólo a poner en guardia contra una interpretación humana restrictiva del mandamiento de Dios, que termina por anularlo en la práctica, sino que debe leerse a la luz de todo el acontecimiento de Cristo. Pues la persona de Jesucristo, comunicación plena y definitiva de Dios al hombre, y por eso también revelación plena del misterio del hombre, es "el fin de la Ley" (Rm 10,4), su medida y su plenitud. El es "el Camino, la Verdad y la Vida" de los hombres (Jn 14,6). El es "la vida eterna" por la que preguntaba el escriba, y que todo hombre busca desde el fondo de su corazón, con todo lo que hace. El es personalmente, por el don pleno de sí mismo y por la comunicación de su Santo Espíritu, "la Nueva Alianza" (cf. Jr 31,31-34), quien hace posible que nuestro "corazón de piedra", que empequeñece los caminos de Dios, se transforme en un "corazón de carne", y se renueve nuestra vida "con un espíritu nuevo" (Ez 36,26-27). El hace de nosotros una "nueva creación" cuando acogemos el don de su Espíritu.
5. Jesucristo, de hecho, interioriza y radicaliza la Ley, en su vida y en su palabra, de tal modo que, miradas en su conjunto, las exigencias morales del Evangelio son uno de los testimonios más patentes de la pretensión divina de Jesús. Sólo Aquel en quien "habita corporalmente la plenitud de la divinidad"(Col 2,9), es decir, sólo Dios, puede anteponer su seguimiento a los deberes más sagrados del hombre. Más aún, hacer de ese seguimiento, de la pertenencia a El, la condición misma de la participación en el "Reino" y en "la vida eterna". Es importante notar que Jesucristo no se limita a proponer "un camino más excelente" (1 Co 12,31), puesto que eso no nos serviría de mucho si nuestro corazón no fuese cambiado por su gracia. El nos ofrece y nos ofrece hoy, aquí, y ahora la participación en su Espíritu, en su vida propia del Hijo de Dios, como un nuevo principio de vida, y es esa participación la que nos permite vivir "en la libertad gloriosa de los hijos de Dios", esperar "como hijos y herederos" la vida eterna, es decir, realizar en nosotros esa plenitud de verdad y de bien cuyo deseo nos constituye, porque es para lo que hemos sido creados.
6. "El hombre no puede vivir sin amor", decía el Papa en su primera encíclica. "El permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no se le revela el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente" (Juan Pablo II, Encíclica Redemptor Hominis, n. 10) . Pero la medida de ese amor en que el hombre debe participar para hallar sentido a su vida es la medida del amor infinito y eterno de Dios, la medida del amor que hemos conocido y que se nos ofrece en Jesucristo hoy, en la Iglesia, que es su cuerpo como posibilidad real y actual, y no sólo como utopía. Por eso, "el hombre que quiere comprenderse a sí mismo hasta el fondo y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes debe, con su inquietud, con su incertidumbre e incluso con su debilidad y su pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por así decir, entrar en El con todo su ser, debe «apropiarse» y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo" (Redemptor Hominis, n.10. Cf. también Veritatis Splendor, n. 8) .
7. Ahora se desvela y se ahonda, hasta una profundidad sin límites, el misterio grande y sorprendente de nuestra vocación. Creados, en efecto, a imagen de Dios, o, más exactamente, creados a imagen del Hijo de Dios, "por El y para El" (Col 1,16), de forma que El es nuestra consistencia (cf. Col 1,17), nuestra vida está en un amor que no conoce límites ni pone condiciones. No las pone en en la disposición de su entrega, pues ha de llegar a dar la vida; ni en su alcance, pues ha de extenderse en un único abrazo a todos los hombres, a toda la realidad y a su fundamento, que es Dios; ni en su duración en el tiempo, pues ha de perdonar "hasta setenta veces siete", y ha de esperar siempre el milagro de una reconciliación posible. Es un amor que "todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1 Co 13,7). Un amor que "no acaba nunca" (1 Co 13,8), sino que permanecerá, junto con la fe y la esperanza, más allá de la muerte, cuando "haya desaparecido lo imperfecto", y ya no veamos "confusamente, como en un espejo", sino "cara a cara" (1 Co 13, 10.12). Nuestra vida, nuestra verdad y nuestra plenitud, nuestra felicidad, por tanto, consiste en vivir en un amor cuya medida es el amor de Jesucristo. Cuya medida es el amor de Dios, que no tiene medida. Ahora el mandamiento ya no es "amar al prójimo como a sí mismo", sino "amaos unos a otros como yo os he amado". Conocemos esa medida, ¿o no la conocemos verdaderamente? Al menos, la recordamos todos los días, y la volveremos a recordar dentro de un momento: "Tomad, comed, esto es mi cuerpo, entregado por vosotros". "Esta es mi sangre, derramada por vosotros y por todos los hombres, para el perdón de los pecados". "Haced esto en memoria mía".
8. A la luz de todo esto la parábola del Buen Samaritano adquiere toda una profundidad nueva. No es quizás casualidad que el "haced esto en memoria mía" de la Nueva Alianza evoque el "vete y haz tú lo mismo" que sigue a la parábola. Sólo que "lo mismo" que hay que hacer no tiene ya una medida humana, sino divina: la medida del amor de Cristo. Por eso, con una intuición certera, algunos Padres de la Iglesia interpretaban la parábola, además de en su sentido obvio, en un sentido cristológico: el hombre que cayó en manos de bandidos es el hombre sin más, somos tú y yo, somos cualquiera. Incapaces de levantarnos o de vivir por nosotros mismos, pasa Cristo a nuestro lado, que venda y lava nuestras heridas, que cuida de nosotros, y deja suficientes provisiones para asegurar nuestra salud "hasta su vuelta". El ha pagado por nuestra vida no unos denarios, "no oro ni plata", sino el precio de su preciosa sangre (1 Pe 1,18-19). La parábola se convierte así en un resumen de todo el Evangelio, de la Buena Noticia por la que nos es posible hoy a nosotros tener el corazón contento y agradecido.
9. Este es el Evangelio que anunciaba Pablo, y el que la Iglesia hoy sigue anunciando y testimoniando de innumerables formas en el mundo. El que salva al hombre, a cada uno de nosotros y a todos los hombres, y hace posible que el mundo pueda ser un mundo humano. San Pablo, en el pasaje de la carta a los Gálatas que hemos leído (Gal 1, 6-12), recuerda con fuerza que ese evangelio no es obra humana, no es una construcción humana. Al igual que los primeros discípulos, al igual que Pablo, también nosotros lo hemos recibido, también a nosotros se nos ha dado. Y no está en nuestra mano cambiarlo, adapatarlo a la medida de nuestras ideas o a las apetencias del mundo. "¡Sea maldito!", dice Pablo de quien trate de cambiar o de "volver del revés el Evangelio de Cristo"(Gal 1,7.9). Y la razón es que de ese Evangelio, de la verdad que se nos ha confiado, depende nuestra vida, y la esperanza del mundo. A este evangelio, a esta verdad del hombre, indisolublemente vinculada a la persona y a la gracia de Cristo, que la Iglesia ha transmitido hasta nosotros, y que nos propone indefectiblemente en su magisterio auténtico, es al que debemos todo, pues le debemos el que todo tenga sentido, la vida y la muerte. Por eso la Iglesia prefiere dar la vida antes que apartarse de él. Y por eso, la única tarea de la vida, para quienes hemos conocido a Cristo, es vivir con la mayor plenitud posible el don que se nos ha hecho, y comunicarlo a los demás. Para esto es para lo que existe la Iglesia, y todas sus instituciones. Un día narra el Evangelio de San Juan le preguntaron unos a Jesús: "¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?" Jesús les respondió: "Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en quien El ha enviado" (Jn 6,29).
10. "Este es el trabajo que Dios quiere". Comenzamos un nuevo curso. Vivir de ese Evangelio, acogerlo como un don precioso, aprender de él el arte de la vida, es la tarea que tenemos todos delante, en cada nuevo período que se abre ante nosotros, en cada decisión que hacemos, en cada momento de la vida. Trabajar para que crezca en nosotros la fe, el conocimiento de Cristo, la gracia que nos ha sido dada, de modo que crezca en nosotros la certeza y la gratitud por la misericordia que Dios nos ha hecho, y crezca el deseo de comunicarla a otros con toda la vida. Así, creciendo en Cristo, crecemos nosotros como personas. Pues sólo en Cristo se hace posible ese amor sin límite que es nuestra vocación de hombres. Y sólo cuando la salvación y las otras palabras cristianas designan una experiencia real que sostiene la vida podemos transmitir el Evangelio como "Evangelio", es decir, como gracia, igual que nos ha sido transmitido a nosotros. A ese crecimiento de la gracia en nosotros es a lo que ha de servir, mis queridos hermanos y amigos, todo lo que hacemos, toda nuestra formación, todo nuestro estudio. Pero como ese crecimiento es un don, por eso suplicamos al Espíritu Santo. Que nos sea dado, que El, Dador de vida, haga de nosotros miembros vivos del cuerpo de Cristo, que El nos conduzca al amor perfecto, a la plenitud de Cristo.