Virgen de las Angustias
Fecha: 15/09/2006. Publicado en: Periódico El Ideal de Granada
Muerto. Está muerto. El Hijo de tus entrañas, en tu regazo, como cuando le cantabas nanas de niño, y saltaba en tus rodillas. Pero ahora está muerto. ¿Qué les había hecho Él a los hombres? Curar sus heridas, echarse la oveja perdida sobre los hombros. Hacer con todos lo que hizo aquel samaritano “hereje”, que se encontró con el hombre malherido bajando a Jericó: montarle en su cabalgadura, llevarle a la posada, lavarle las heridas, y pagar por su curación “hasta su vuelta”.
¿Qué les había hecho Él a los hombres? “Pasó haciendo el bien”, dicen los Hechos de los Apóstoles. Y ellos Le pagaron así. Como habían hecho con otros profetas. Como los hombres hacen con frecuencia. No aman la verdad, sino el no tener que cuestionarse nada de lo que creen. No aman la libertad, sino tener buenos amos. No aman la belleza, sino para apoderarse de ella y dominarla, como el avaro quiere el dinero. Sólo que la belleza, así tratada, se pierde y se destruye, huye y desaparece. La belleza, como la amistad y el amor (y como la verdad, si entendiéramos lo que la verdad es), sólo permanecen cuando se las reconoce y se las venera, hasta cierto punto, en la distancia. Adueñarse de ellas, hacer de ellas un producto de supermercado, “consumirlas”, es matarlas. “Él era la luz”. Luz de Luz, Hijo de la Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Él era la luz que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre. Y vino a este mundo. Vino y plantó entre nosotros su tienda. “Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron”. Y ahora Tú lo tienes en tu regazo, muerto.
Pero, ¿cómo es posible? Si es Dios, si “mora en Él la plenitud de la divinidad”, ¿cómo es posible? ¿Es que la muerte va a ser más fuerte que Dios? ¿Es que Dios es impotente frente a la muerte? Pero entonces, ¿por qué venerar su pasión? No sería sino una historia más de los millones y millones de historias en la historia del mundo en que el mal triunfa sobre el bien, en que hombres buenos han sido eliminados por los intereses del poder. ¿Queda ahí lugar alguno para la esperanza?
Queda todo el lugar. En realidad, esa muerte es el comienzo de la esperanza del mundo. Pues no venció la muerte, aunque lo pareciera. La muerte vino a devorarle a Él, pero fue ella la que fue devorada. Lo que venció es su amor sin límites. “¿No sabes que podría pedirle a mi Padre, y me enviaría cien legiones de ángeles...?” Ya lo había dicho antes: “Nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”. Y luego, ya en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. En su amor incondicional por nosotros, por todos, Dios ha abrazado nuestra muerte. Ha bebido nuestra hiel, nuestro vinagre. Hasta el fondo. Para que nunca nadie esté solo. Y para darnos a conocer que Él es el más grande, que su amor por los hombres es tan grande que no se deja vencer por el pecado ni por la muerte. Es precisamente en ese don de Sí, aparentemente fruto de la impotencia, donde Dios se revela como el Dios verdadero, verdaderamente misericordioso y compasivo.
En la cruz, al dar su vida por nosotros, al unirse a nosotros hasta la muerte (y hasta más allá de la muerte), nos dio todo lo que era, y todo lo que tenía. Nos dio su Espíritu, su vida divina, para que viviéramos de esa vida, y para permanecer unido a nosotros para siempre. Y también nos dio a su Madre como madre nuestra. Nos dio a Ti, Virgen Santísima. Y así resulta que lo que tienes en tus brazos no es sólo el cadáver de tu Hijo. Son nuestras penas y nuestros dolores, nuestras soledades y nuestros sufrimientos, nuestras enfermedades y nuestras tristezas, nuestras angustias y nuestras desesperanzas. Pero en todo eso ya no estamos solos. Ni esas “cosas” son ya sólo nuestras. Ahora son también tuyas, ahora son también parte de la pasión de tu Hijo.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada