Virgen de las Angustias
Fecha: 30/09/2007. Publicado en: Periódico El Ideal de Granada
El sufrimiento tiene, por lo general, un extraño y misterioso poder destructivo sobre el ser humano. Todo sufrimiento, desde el dolor físico hasta la desesperación y la impotencia de quienes se ven maltratados o abusados, explotados. O el sufrimiento de la traición, la manipulación y el engaño, tal vez uno de los más agudos que las personas pueden vivir, sobre todo si la traición o el engaño vienen de otras personas a las que uno quiere entrañablemente. Creo que si tuviésemos el coraje de evaluar, incluso en términos económicos, que son casi el único criterio evaluativo que le queda al hombre de hoy, el costo en sufrimiento y en dolor humano, en destrucción, en deterioro de humanidad, que suponen, por ejemplo, las rupturas matrimoniales o los abortos en nuestra sociedad, nos espantaríamos. Seguramente no habría otro término posible de comparación para ese desastre, sino aquellas grandes epidemias que en otros tiempos asolaban y diezmaban Europa. Y eso, a pesar del papel de plata y de celofán, y de toda la retórica del “progreso” y de “las libertades”, con que se envuelve y se publicita el descrédito, la burla pública, y hasta la abolición de toda protección jurídica a ese bien social tan indispensable como frágil que es el matrimonio.
El sufrimiento es de hecho, muchas veces, destructivo. Parece algo estéril, absurdo. Es como si anticipara la muerte, como si fuera su sombra, algo que la anuncia, que la precede. La palabra pecado no es hoy culturalmente correcta, por supuesto, pero hay toda una urdimbre misteriosa que enlaza el sufrimiento con el pecado. Incluso cuando se trata de la salud, o de catástrofes naturales terribles, donde la responsabilidad humana parece no existir. Al decir esto, no lo digo en el sentido de que esas cosas pudieran ser “castigo” por un pecado de las víctimas. El Señor mismo corrigió esa terrible idea de Dios, descaradamente pagana. En el dios que esa concepción de la vida supone, seguramente no valdría la pena creer. Sino en el sentido de que, si la realidad y su significado fuesen transparentes para nosotros, hasta la misma muerte no sería vivida como la vivimos nosotros. No sería ni siquiera una desgracia. Dicho de otro modo, el pecado y la falta de fe hacen que la realidad sea opaca, dura, impenetrable. Y, como no vemos, nos rebelamos contra la realidad, contra Dios. Nos podemos hacer alguna idea de lo que quiero decir cuando a veces vemos a personas de otras latitudes, con más fe que nosotros, afrontar las desgracias más terribles con la paz en el corazón y la esperanza en los ojos. Y no por alucinación, sino por una grandeza de humanidad que nosotros hemos perdido. Pero también es verdad que, si uno empieza a preguntarse por el significado de las cosas, y no desiste en su pregunta o la cambia por una litrona, y si faltan la luz y la gracia de Cristo, la tragedia es siempre una posibilidad, una insidiosa tentación de la inteligencia.
Por supuesto, el dolor ha dolido siempre, y por eso se le llama dolor. Pero hay rasgos de nuestra cultura que hacen que no sepamos darle significado alguno, y que se vuelva diabólicamente destructivo. Tan destructivo que, a veces, a demasiadas personas de nuestro entorno cultural, la muerte les parece más llevadera que el dolor. Uno de esos rasgos es el olvido, en primer lugar, de la experiencia obvia de que la vida es un don, un bien del que no somos dueños ni amos, y de que por eso la felicidad nunca será un derecho, sino una gracia. Esa experiencia obvia ha hecho, en todas las latitudes y en todas las culturas, que la oración sea un gesto profundamente razonable y humano, el más humano de todos. Muy vinculado a este olvido –y no quiero menospreciar este rasgo, porque es tal vez uno de los más determinantes de nuestra cultura–, está la idea, falsa hasta la médula pero que se nos “vende” constantemente, de que toda la razón de ser de nuestra vida, que por otra parte no es concebida sino como un producto casual de la naturaleza, se agota en producir y consumir. Esa visión de la vida, ese dogma de la “religión” secular supuestamente neutra, tiende a convertirnos a todos en esclavos, y es probablemente una de las principales causas de la desazón, la desesperanza y la violencia que dominan y destruyen tantas vidas a nuestro alrededor.
En segundo lugar, está el olvido (o el desconocimiento) de la experiencia, esta vez específicamente cristiana, y la única que permite que la existencia pueda ser vivida más allá del horizonte de la tragedia, de que el verdadero valor de nuestra vida lo da sólo la Encarnación del Hijo de Dios, la sangre de Cristo. Es decir, que nuestro origen y nuestra meta es un Amor infinito que hemos conocido en Jesucristo, que conocemos en la comunión de la Iglesia, y que, precisamente porque nuestro destino y nuestra vocación es ser amados y amar sin límites, jamás suprimirá de nosotros el riesgo de la razón y de la libertad, pero hace también que el sufrimiento, o la lucha prometéica e ilusa por su supresión, dejen de ser una categoría determinante en nuestras vidas.
Para un cristiano que tiene experiencia de Cristo –aunque sea mínima, aunque sea todo lo frágil y torpe que se quiera–, el sufrimiento no es nunca estéril. Porque está siempre visto desde la luz de la mañana de Pascua. Porque nuestro sufrimiento, todo sufrimiento humano, es, ya siempre, parte de la pasión de Cristo, en la que el Señor ha cargado con nuestro yugo de una forma que no pueden cargar ni siquiera quienes más y mejor puedan querernos en este mundo. El sufrimiento sigue siendo ocasión de súplica, de petición, de llanto, hasta de grito en la soledad o la angustia. Pero sin dejar de ser todo eso, el sufrimiento puede ser también ofrenda, también gracia, también redención y libertad, y ocasión de amor y de gratitud. Porque por muy grande que sea el sufrimiento, o la desgracia, o el dolor, hay siempre un amor más grande, el amor de Dios que se nos da en Cristo.
Lo hemos visto en cristianos con verdadera fe. Lo hemos visto en la Virgen y en los santos. Y cuando Granada sale a la calle, un año más, para mirar, y venerar y suplicar, tantas veces con lágrimas en los ojos, a nuestra querida Virgen de las Angustias, sabe que ese llanto de la Virgen tiene una fecundidad única en la Historia. No porque sin su llanto “el amparo del Señor” y su misericordia nos fueran a ser negados. Sino, sobre todo, porque su llanto nos enseña a ver los nuestros, a vivir los nuestros, a la luz de la Pascua, a la luz del Amor infinito de Dios que nos regala Cristo.
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada