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Extracto de la homilía en la Eucaristía de Acción de Gracias por los 498 mártires de la persecución religiosa en España

Sobre su comparecencia ante un juez de lo penal acusado de acoso moral y de lesiones morales a un sacerdote

Fecha: 11/11/2007



En la Homilía de la Eucaristía de la Catedral del domingo, que era la Eucaristía de Acción de Gracias por los 498 mártires de la persecución religiosa en España en la década de los años 30, el Arzobispo subrayó que los nuevos beatos, que derramaron su sangre en medio de un conflicto ideológico que costó la vida a cientos de miles de personas, no pertenecen a ideología alguna, ni dieron su vida por ideologías que dividen a los hombres y siembran odio entre unos y otros, sino por Cristo, el Hijo de Dios vivo, “Camino, Verdad, y Vida”, cuya gracia hace posible una vida nueva, no marcada por las luchas de poder, sino por el amor. Todos ellos murieron perdonando. Por eso, esos mártires no pertenecen a un partido, o a ideología alguna, y ni siquiera sólo a las congregaciones y grupos a los que pertenecían. Pertenecen a la Iglesia entera y al mundo, precisamente porque muestran el camino de una humanidad verdadera. El arzobispo subrayó también que el testimonio de los mártires, como el de los santos, no es para ser aplaudido, sino para ser imitado. Al final de su homilía, y en relación con el juicio que tendrá lugar el próximo día 14, el Arzobispo  leyó la siguiente nota:


El próximo miércoles, día 14, como ya sabéis muchos de vosotros, tendré que comparecer ante un juez de lo penal acusado de acoso moral y de lesiones morales a un sacerdote. Ya os imagináis que es un suceso bien doloroso, como saben los miles y miles de personas que han pasado o pasan diariamente por esa prueba. Os ruego que lo viváis en paz, y que oréis, llenos de confianza en Dios que nunca nos abandona, por la Iglesia, por el sacerdote y por mí.

En cuanto a mí, y como tántos me habéis expresado vuestra preocupación y vuestro afecto, quiero que sepáis que, en medio del dolor —y de un dolor grande—, y gracias a vuestra comunión y a vuestra oración, estoy en paz. No os escandalizará a ninguno saber que soy frágil, como todos los humanos, y como todos, tengo necesidad de la misericordia del Señor y de la de mis hermanos los hombres. Pues aunque nunca he querido conscientemente hacer daño a nadie, ni he deseado el mal de nadie, todos podemos equivocarnos, y ofender aun sin quererlo. Los cristianos sabemos muy bien esto, y por eso al comienzo de cada Eucaristía confiamos nuestros muchos pecados a la misericordia de Dios y a la de los hermanos.

Igualmente, quiero que sepáis que mi sentimiento es el de afecto, y el de perdón, si es que los hubiera, hacia todos los que puedan querer hacerme daño, a mí o a la Iglesia. Si Dios, sin merecerlo yo de ninguna manera, y hasta habiendo puesto muchos obstáculos a su amor, me ha dado por medio de su Hijo participar de su misma vida divina, ¿cómo podría yo, en buena lógica, no desear todo bien a todos los hombres, sin excluir de ese bien absolutamente a nadie?

Deciros esto en esta última Eucaristía antes de la celebración del juicio me da a mí paz, y algo de esa paz que Dios me regala, también quisiera yo transmitirosla a vosotros. Después del miércoles, el tribunal hará su trabajo, y hemos de confiar en que lo hará bien. Sea cual sea el veredicto, no temáis. “Todo contribuye al bien de aquellos que aman a Dios”, decía San Pablo, y ese “todo” incluye hasta las circunstancias más dolorosas. Incluye hasta la muerte y la enfermedad y, por lo tanto, incluye todo lo demás.  Quien nos dijo que “todos los cabellos de vuestra cabeza están contados”, y nos prometió “estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo”, no abandonará jamás a su Iglesia. Por eso, repito, sea cual sea el veredicto del juez, será para bien vuestro. Y ese bien vuestro es mi único bien.

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