Fecha: 01/03/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 91
A los sacerdotes,
a los religiosos y religiosas,
a los consagrados y consagradas,
y a todos los fieles cristianos de la Diócesis.
1. El pueblo cristiano y su vinculación con las vocaciones sacerdotales
El pueblo cristiano, con el hondo sentido de la fe que le caracteriza, ha visto siempre las vocaciones al sacerdocio como algo profundamente implicado con su propia vida. Y es natural. La comunidad cristiana siente una gratitud y un afecto muy grandes por los buenos sacerdotes que ha encontrado a lo largo de su vida y, a la vez, la necesidad de sacerdotes santos, que sean, en su ministerio y en su vida, un verdadero icono de Cristo, un signo de su presencia viva en medio de los hombres. La comunidad cristiana, y más cuanto más viva es esa comunidad, sabe que el Sacramento del Perdón de los pecados y la Eucaristía, lo mismo que los demás sacramentos, son bienes preciosos para la vida humana, bienes que están vinculados a esa realidad tan peculiar que es el sacerdocio cristiano.
Pero no son sólo los sacramentos lo que los fieles necesitan y reclaman del sacerdote: igualmente, necesitan del sacerdote la predicación fiel y constante, necesitan el cuidado pastoral de las familias y de las personas, de forma que la vida entera esté iluminada y sostenida por Cristo; necesitan que el sacerdote sostenga y ayude a los padres cristianos en la educación de niños y jóvenes, necesitan de él la atención a los enfermos y a los necesitados; necesitan, en definitiva, ver al sacerdote entregarse a la construcción paciente de la comunidad eclesial como una gran familia de hijos de Dios cuya vida está centrada en la gracia de Cristo y en la comunión del Espíritu Santo.
Para que la vida de esa familia permanezca y crezca, es preciso que se valore y se cuide exquisitamente la comunión eclesial; que una comunidad eclesial se mantenga siempre atenta a la enseñanza del Papa y de los pastores de la Iglesia en comunión con él, y que se cultive el afecto por aquellos que son el vínculo indispensable entre nuestra vida y el acontecimiento de Cristo; que viva despierta y sensible a las necesidades de la Iglesia Universal; y que, agradecida por la belleza del don que recibe por gracia, esté llena de pasión por la misión de la Iglesia y por la vida de los hombres. Pues bien, el pueblo cristiano sabe muy bien que todos estos bienes, en los que la fe cristiana toma cuerpo, dependen en gran medida del testimonio y de la orientación de sus sacerdotes.
Esa necesidad de sacerdotes, y de sacerdotes santos, es mayor en “tiempos recios”, cuando la Iglesia, por nuestra debilidad en la fe o por las dificultades de la persecución que el Señor nos prometió, o por ambas cosas, navega por la historia en medio de tormentas. En esas circunstancias, el Señor nos reclama a retornar al centro de la fe, a purificarnos, a testimoniar lo esencial: el amor del Padre, la gracia de Cristo y la comunión del Espíritu Santo, vividos en la Iglesia. Esas tormentas no debieran escandalizarnos, más bien forman parte de la vida normal de la Iglesia: así nos lo advirtió el Señor de mil maneras. De hecho, en la nave de la Iglesia, Cristo va junto a nosotros, con nosotros. Como el pueblo de Israel era conducido por el Señor en su salida de Egipto, en su caminar por el desierto, así el Señor nos conduce. Pero, al igual que el pueblo de entonces, también nosotros corremos el riesgo de no terminar de fiarnos de Dios, y de poner nuestra confianza en cálculos o estrategias humanas, y de añorar tiempos más bonancibles, o “los ajos y las cebollas de Egipto”, en lugar de poner nuestra vida en las manos del Dios vivo, que es fiel mucho más allá de nuestros merecimientos.
2. Los “tiempos recios” y la libertad de la Iglesia
Los tiempos son recios porque un laicismo dogmático y despótico, fundamentalista e intolerante, fruto a su vez del relativismo y del culto a una libertad sin sentido ni objeto, experimenta en la Iglesia, en sus personas y en sus obras, el único punto de resistencia a la pretensión de dominio absoluto sobre las conciencias y sobre las costumbres, es decir, sobre la vida entera de los hombres. A la vez, hay que confesar que ese laicismo puede ejercer su poder de un modo que raya en la tiranía, porque encuentra frente a sí una Iglesia casi sin cuerpo, profundamente debilitada en su fe, en su comunión y en su disciplina. Una Iglesia casi reducida a un grupo de personas “privadas”, que privadamente se juntan porque piensan lo mismo (o parecido), y comparten hasta cierto punto ciertos valores. Esos valores, si bien se mira, son en el fondo tan vacíos y tan parecidos a los que el mundo afirma (oficialmente al menos), que termina pareciendo que no haría falta la “parafernalia” de la Iglesia (los sacramentos, la Escritura, la Tradición, el Magisterio) para sostenerlos. Inicialmente al menos, los podría sostener casi igual cualquier aparato burocrático, cualquier organización mundana que se dedicara a ello.
En un contexto así, la libertad de la Iglesia se convierte en una piedra de toque fundamental en la relación de la Iglesia con la sociedad, en un criterio de esa relación del que es preciso dar testimonio hasta con la vida, si fuese necesario. Más y más, la Iglesia, en la medida en que vive gozosa y plenamente la comunión en la que se sostiene la fe, aparece como un espacio de libertad, “es” un espacio de libertad, o lo que es lo mismo, es un espacio de humanidad verdadera y posible para todos. Más aún, por un misterioso designio que se cumple una y otra vez en la Historia, la libertad de la Iglesia es la garantía de la libertad misma de las familias y de los pueblos, de otras experiencias religiosas, de la sociedad y de los hombres en general.
Por eso, cuando la Iglesia defiende su propia libertad, no está defendiendo privilegio alguno en el sentido peyorativo que se suele dar a ese término en un lenguaje ideológico que pretende ser igualitario. Sí que defiende un privilegio, pero en el sentido de que defiende algo que no es “concesión” del Estado y que no está sometido a su control. Esto es, defiende la dignidad real de los hijos de Dios; defiende el privilegio de ser libres con la libertad para la que Cristo nos ha liberado; defiende la libertad que con el don del Espíritu Santo se ofrece en la comunión de la Iglesia a todos los hombres. La experiencia de esta libertad –que es, ante todo, libertad para vivir la plenitud de vida que Dios nos da– es históricamente la fuente del descubrimiento de la libertad como un factor constitutivo de la persona en tanto que persona, es decir, como una facultad inherente a la dignidad de todo ser humano. Es inevitable pensar –y además la historia del siglo XX corrobora ese pensamiento–, que allí donde el Cristianismo desaparece, se agosta, o es eliminado, desaparece también la libertad. Desaparece el aprecio por la verdad y la dignidad de la persona humana.
Así, la defensa que hace la Iglesia de su libertad no es corporativista; pues, como señalaba ya agudamente hacia la mitad del siglo XX el novelista Geroges Bernanos, quien sólo defiende “su” libertad ya no ama la libertad, está a punto de traicionarla. Cuando la Iglesia defiende su libertad, está haciendo uno de los servicios más decisivos que puede hacer a la humanidad; un servicio que en realidad “debemos” a la humanidad como precio del don sin límites que es haber conocido a Cristo.
Cuando la Iglesia defiende su libertad, en efecto, defiende el privilegio de poder afirmar, a partir de su experiencia, que el hombre y su dignidad, y los aspectos más decisivos, y los bienes más grandes de su vida, son previos e independientes del Estado, y de cualquier otra forma de poder, cuya legitimidad implica estar al servicio de esa vida y de esos bienes; defiende, y para todos los hombres, la libertad religiosa como el fundamento de cualquier otra libertad verdadera; y defiende a los hombres del ídolo más terrible que ha acechado a la humanidad a lo largo de la Historia, y del que sólo la fe en el Dios verdadero ha sido capaz de librarnos, aun en medio de mil tentaciones y caídas: a saber, que el Estado y sus servidores se constituyan a sí mismos en un sucedáneo de Dios.
3. La necesidad de buenos pastores
En tiempos así, el Pueblo cristiano tiene como nunca necesidad de buenos pastores, según el corazón del Buen Pastor. Pastores que no “vivan” a costa del rebaño, sino que lo quieran tanto que estén dispuestos, como Cristo, a dar su vida por él. El Pueblo cristiano tiene más que nunca necesidad de verdaderos maestros que guíen a los hombres, en primera persona, con la autoridad del testimonio; de sacerdotes santos que sean “forma” del rebaño, esto es, cristianos antes que sacerdotes, y cristianos sobre todo en el ejercicio de su ministerio sacerdotal; que sean testigos de la comunión y de la fe, de la esperanza y del amor cristianos. Que sean pastores celosos y ardientes en la defensa del rebaño, unidos a su pastor, y no “funcionarios” de una empresa terrena. Pastores, esto es, que desde esa comunión fuerte que es sólo obra de Dios y de su gracia, sostengan la fe y la esperanza del Pueblo cristiano en los tiempos difíciles que, no diré que se avecinan, sino que ya están entre nosotros.
Y por esto mismo, el Pueblo siente como nunca, con una urgencia especial, la necesidad de orar por las vocaciones, de sostener al Obispo y a los Formadores de los Seminarios en su tarea de cuidar del mejor modo posible las vocaciones que Dios suscita entre nosotros, o que el Señor nos ha confiado. Gracias a Dios, junto al Seminario Mayor “San Cecilio”, el Señor nos ha bendecido en este año con un Seminario Diocesano Misionero “Redemptoris Mater”, para vocaciones nacidas en el Camino Neocatecumenal. También nos está bendiciendo con un Seminario Menor, al que yo he dado el nombre de “Virgen de Nazaret”, en el que por la misericordia de Dios se están multiplicando también las vocaciones. Nuestros tres Seminarios constituyen ahora mismo una esperanza grande para la vida de la Diócesis.
4. ¿Qué tipo de sacerdotes necesita nuestro mundo?
Cuando miramos al futuro, hay que mirarlo sin censurar ninguno de los factores, ilusionantes o preocupantes, que vemos en la realidad presente. Y, a la vez, hemos de mirarlo llenos de confianza en la fidelidad de Cristo, que ha prometido: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Esa confianza no nace de una fe animosa a fuerza de voluntarismo, sino que nace de la experiencia. En medio de todas las circunstancias adversas del mundo actual, si los jóvenes encuentran a Cristo en una realidad eclesial viva, donde la comunión no esté deteriorada, y donde la fe y la vida de la Iglesia no se recorten para que encajen en las categorías de la cultura contemporánea, o traten de hacerse atractivas a base de sucedáneos, las vocaciones surgen, numerosas y frescas, casi espontáneas, sin especial dificultad. Los testimonios de ello son innumerables, y los tenemos delante de nosotros.
Y esto es así precisamente porque, en medio del desierto, hay una fortísima necesidad de un mundo diferente, que corresponda más a las exigencias del corazón, un mundo más humano. Y ese es el mundo que se encuentra en la comunión de la Iglesia, allí donde la Iglesia –con mil imperfecciones y límites, sin duda– no se ha resignado a interpretarse a sí misma y a sus obras desde las categorías y los criterios del mundo.
De hecho, la llamada “pastoral de las vocaciones” no es tanto una pastoral especializada como el fruto “natural” de la vida de la Iglesia, cuando la Iglesia vive con plenitud y gozo la vida que, a su vez, Ella recibe del Señor. Por eso las vocaciones son siempre el termómetro de la vitalidad de una Iglesia. Y no se trata tanto de que resplandezcan las cualidades intelectuales o morales que quienes formamos la Iglesia podamos tener como don de la naturaleza, sino del testimonio de que Cristo, el Hijo de Dios vivo y resucitado, presente en la comunión de la Iglesia, es el bien más querido de nuestra vida, porque sólo Él nos conduce a la plenitud para la que está hecho nuestro corazón.
Mirando al mundo de hoy, y teniendo en cuenta las tendencias que percibimos en la cultura actual, se destacan algunos rasgos en los que vale la pena detenerse, en la medida en que afectan al ejercicio del ministerio sacerdotal y a la pastoral de las vocaciones.
5. Vocaciones en un mundo nihilista:
valor y límites de la crítica al Cristianismo
El sacerdote de hoy y del mañana ha de ejercer el ministerio sacerdotal en un mundo nihilista: y esto tiene consecuencias decisivas para todos los aspectos de su vida, y también para la formación de los futuros sacerdotes. Esto tiene consecuencias muy importantes, porque los cristianos, hasta cierto punto, y más aún los sacerdotes, estábamos acostumbrados hasta hace nada a vivir en un mundo, al menos exteriormente cristiano, o en un mundo donde las categorías y los valores cristianos, o derivados de la experiencia cristiana, se podían dar por supuestas. Hoy no es así. Y eso cambia profundamente las circunstancias, y en un cierto sentido también los modos, en que se vive y se comunica la fe. Las cambia para todos los cristianos y, desde luego, también para los sacerdotes.
La primera de esas consecuencias, probablemente, es que hoy un cristiano, pero mucho más todavía un sacerdote, que tiene que sostener la fe de los cristianos, sólo puede vivir la vida de la Iglesia situándose en una posición cultural y humana que está más allá de Nietzsche y de sus discípulos, es decir, más allá de la crítica que la modernidad ha hecho a la religión en general, y al Cristianismo y a la vida de la Iglesia en particular. Nietzsche y sus herederos postmodernos son citados aquí, precisamente, porque representan el punto final, el más definitivo, de esa crítica.
Situarse “más allá” de la crítica significa, desde luego, no ignorarla. El Cristianismo no puede ignorar la crítica moderna a la religión, precisamente porque no teme a la razón, sino que la considera su aliada, y por ello, espontáneamente, la ama. La ama tanto que la propia fe cristiana nos exige ir al fondo de las objeciones que la razón puede plantearle. El estudio honesto y sincero de esas objeciones no puede sino purificar la fe, enriquecerla, hacerla más consciente y más libre. El Cristianismo, cuando es fiel a sí mismo, ama tanto la razón que esa particular crítica a la religión que se ha desarrollado en la modernidad no sería concebible si no es en un contexto cultural impregnado por una educación cristiana durante siglos. Ciertamente, al igual que la libertad, no existiría en un mundo no cristiano.
Situarse “más allá” de la crítica significa también tomarse absolutamente en serio todos los aspectos de verdad que puede haber en ella. Significa tomarse en serio toda la verdad que puede haber, por ejemplo, en el rechazo a un cristianismo burgués, fragmentario e hipócrita, o a un moralismo contrahecho, o a esa profunda deformación del ministerio sacerdotal cristiano que es el clericalismo. Significa asumir el dolor de que, con demasiada frecuencia, la vida de la Iglesia haya servido de instrumento para sostener un poder o un orden social injusto o, simplemente, para encubrir intereses puramente materiales y mundanos.
Por otra parte, subrayar el aspecto de verdad que tiene la crítica moderna a la religión no significa no percibir sus límites intelectuales, por ejemplo, la enorme reducción del concepto de razón a puro “cálculo” que se opera en mucho pensamiento moderno, con el fin de hacer de la razón la medida de todas las cosas, y la correspondiente reducción de la realidad a aquello que puede ser medido por esa razón “calculadora”.
Tampoco significa ser ingenuo con respecto al resentimiento, o al odio, o a la necesidad de justificar la apostasía de la verdad o el propio descalabro moral que orienta a veces esas críticas. Ni ser ingenuo con respecto a los muchos intereses –económicos y políticos– que también con mucha frecuencia las suscitan, las alientan y las pagan. Son obvias, por ejemplo, las manipulaciones de la Historia, a veces muy burdas y rudas, que se hacen para descalificar a la Iglesia. A quienes conocen a Dios no les escandaliza esto especialmente, porque también conocen, desde la lectura del Evangelio y desde la experiencia del propio corazón, el poder misterioso de ese mysterium iniquitatis, de ese “misterio del mal”, que nos habita y nos domina tan fácilmente, y que sólo el encuentro con el amor infinito de Dios es capaz de vencer.
Es obvio también, de muy diversas formas, lo paradójico y contradictorio de muchas críticas a la fe cristiana, al menos en sus formas más vulgares. Su dialéctica es sumamente interesante. Así, por una parte, se le pide al Cristianismo que se acomode por entero a los valores, criterios y apreciaciones del mundo en que vivimos, y se le critica cuando el Cristianismo rehúsa esa acomodación. En la medida en que la rehúsa, la Iglesia es atacada con irritación por ser un residuo cultural del pasado, un vestigio cultural destinado a desaparecer. Curiosamente, otros vestigios del pasado, hasta pequeños restos de cerámica o puntas de flecha de sílex, reciben una protección desproporcionada al interés que tales objetos tienen para responder a las verdaderas inquietudes de los hombres de hoy. Al Cristianismo, en cambio, se le reprocha el ser tal vestigio: tal vez porque las puntas de flecha de la prehistoria sólo pretenden ser eso, vestigios del pasado, y el Cristianismo, en cambio, pretende ser portador de la verdad sobre el hombre. O tal vez porque, al menos en nuestro entorno, muchos hombres han esperado en algún punto de su vida que el Cristianismo pudiera ser realmente lo que colmaría las esperanzas de su corazón, y se han visto decepcionados por lo que recibían de nosotros o veían en nosotros (eso que recibían o veían no era el Cristianismo).
Aquí precisamente, sin embargo, se pone de manifiesto en toda su fuerza la paradoja a que me he referido antes. Porque al Cristianismo se le reprocha a la vez el no ser sino un vestigio del pasado, una contingencia cultural de un momento de la historia ya desaparecido pero, al mismo tiempo, se le considera decepcionante y carente de interés, precisamente, en la medida en que no es más que una especie de sanción religiosa de la cultura presente. A la vez que se produce una queja, y hasta una acusación de que el Cristianismo no se acomoda suficientemente a nuestro tiempo, simultáneamente, la crítica más común a la fe cristiana, su “deconstrucción” más habitual, es justamente la de no tener realidad alguna por sí misma, la de ser pura acomodación, la de no ser sino una superestructura del orden social, una máscara de otras cosas, por ejemplo, de la voluntad de poder, o de otros intereses y pasiones igualmente vulgares.
Y, sin embargo, aun teniendo todo esto en cuenta, y sabiendo cómo la mentira es utilizada por los poderes del mundo, nosotros sabemos también que el corazón de cada hombre y de cada mujer está hecho para Cristo, y que hay una complicidad profunda entre lo mejor del corazón humano y la vida de la Iglesia. Nosotros sabemos que, como decía el Concilio Vaticano II, el ateísmo no es una posición “originaria” de la inteligencia. Y que, para que el ateísmo permanezca, es preciso apuntalarlo constantemente, estar alimentándolo siempre, dándole nuevas y constantes “razones” que lo sostengan. Y sabemos también que detrás, no digo de los intereses, pero sí de los resentimientos o de las heridas que muchas personas de nuestro entorno tienen con la Iglesia, puede haber escándalos, o simplemente decepciones, en los que sin duda los cristianos tenemos nuestra parte importante de responsabilidad. Como el mismo Concilio Vaticano II decía con toda claridad, “en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (Constitución Gaudium et Spes, 19).
6. Una vida cristiana y sacerdotal más allá de la crítica
Situarse más allá de Nietzsche y de la crítica a la religión significa que el Cristianismo no puede ser vivido como una rutina o como un residuo tradicional; tampoco como una ideología o como un código moral; y tampoco como algo tan distanciado y aislado de la vida real, tan confinado a eso que en el mundo moderno se llama “lo religioso”, que en realidad no incide en nada de lo que interesa al hombre, no tiene nada que ver con la realidad. Cuando el Cristianismo es vivido así, el vendaval se lo llevará, más tarde o más temprano.
a) El Cristianismo como acontecimiento y experiencia
El Cristianismo hoy necesita ser vuelto a descubrir como lo que es: como un acontecimiento, como una experiencia vivida, como un encuentro con Cristo que sucede en la comunión Iglesia y que cambia la vida, y la abre a la alegría y a la esperanza. Sólo quien vive la fe como una experiencia, y como una experiencia de comunión, tiene respuestas, y respuestas en primera persona. Sólo quien la vive así tiene consistencia suficiente, no digo para hacer frente o discutir con la crítica –pues no se trata de eso–, sino para vivir de un modo distinto, y mostrar, más allá de la crítica, como quien ha pasado por ella, la belleza magnífica de la fe y de la comunión eclesial. Del mismo modo, el ciego de nacimiento curado por Jesús, ante los mil razonamientos abstractos de los fariseos sobre la imposibilidad de semejante curación, apelaba a su experiencia: “Yo sólo sé que estaba ciego y ahora veo”. Es curioso que Nietzsche haya escrito que los cristianos “tendrían que cantar mejores canciones” para que él creyera “en ése que ellos llaman su redentor”. Y que Dostoievski, ese hermano espiritual de Nietzsche en tantos sentidos, haya escrito a su vez: “La belleza nos redimirá”. Y, naturalmente, la belleza más grande, más atractiva, es la del amor. Hoy el Cristianismo sólo puede proponerse como la belleza de una vida cumplida, porque en ella ha acontecido, acontece constantemente, el don del amor más grande, que llena todo de sentido.
Los cristianos de hoy y de mañana, y más aún los sacerdotes, para sostener la fe y la esperanza del Pueblo cristiano, necesitamos ser hombres que tienen experiencia, en la propia vida, de Cristo y de la redención de Cristo. O lo que es lo mismo, es preciso que Cristo y la comunión de la Iglesia sean el criterio primero y determinante de la vida, y que lo sean como fruto de una plenitud experimentada en la comunión eclesial, de manera que la permanencia en la Iglesia y el amor a la Iglesia sean un acto supremo de la razón, de la inteligencia. Que sean, sencillamente, adherirse al bien mejor que se ha encontrado en la vida. Sólo así la palabra es testimonio de lo que ha sucedido, sólo así la misión no es una obligación o una ley sobreañadida; sólo así, como en Cristo, no hay dualismo, no hay fisuras, no hay distancia alguna entre lo que uno hace y lo que uno es: la misión coincide totalmente con el yo, con el deseo del propio corazón. Y en un mundo nihilista, sólo una misión que parta de ahí puede darse y puede producir frutos. [Pero, por eso, si bien se mira, si se mira desde el designio de Dios, vivir en este mundo es una gracia grande.]
b) Acoger al hombre sin condiciones: la cultura de la caridad
Vivir la vida cristiana y el ministerio sacerdotal en el mundo en que estamos significa también amar sin límites y cuidar a los hombres tal como están: solos y rotos. Acogerlos sin condiciones. Acogerlos y cuidarlos. En el lema de la campaña del Seminario de este años se invita a los jóvenes: “Hazte cura”. Hay que reconocer que es provocador, porque la palabra “cura” tiene en algunos ambientes una connotación despectiva. Pero no hay que olvidar que el término “cura” fue en primer lugar una denominación familiar del sacerdote, y una que hace referencia a su condición de pastor de los hombres, a su misión de cuidarlos. Y no sólo de cuidarlos en el alma, sino de cuidar al hombre entero, que necesita ser acompañado. Necesita ser acompañado como Cristo nos acompaña a nosotros, y necesita ser acompañado hasta Cristo.
Amar al hombre como es, dar la vida por su vida, como Cristo ha hecho por nosotros, y como se nos recuerda cada día en la Eucaristía, es sólo ser cristianos. Es ser testigos del amor infinito de Dios, o del Dios que es Amor, una preciosa verdad que nos acaba de subrayar el papa Benedicto XVI en su primera Encíclica como lo esencial de la experiencia cristiana. Vivir así es vivir la vida de la Iglesia, es construir una cultura de la caridad y de la gratuidad como alternativa a un mundo que camina hacia su autodestrucción por haberse querido construir sobre el interés.
Por ello, un rasgo de la misión y del ministerio apostólico en estas nuevas circunstancias del mundo implica no ocultar a Cristo, única Vida y esperanza del mundo. No ocultarle en un doble sentido: no ocultar que Cristo es lo más querido en nuestra vida, y quien nos mueve a obrar, y a amar a todos; y no ocultar que todos los hombres estamos hechos para Cristo, para compartir la misma herencia. Decir que no hay que ocultar esto (una fe sin esto no se ve muy bien en qué sentido todavía podría llamarse fe), no es en modo alguno invitar a imponer la fe, ni siquiera por la vía de la seducción, siempre indigna de la persona humana, o de servirse de la caridad o del afecto para “ganar” a las personas, algo que es siempre tan indigno de la fe como de la dignidad de las personas. Significa simplemente que no hay que ocultar de dónde nace nuestra vida, y que no hay que temer el proponerla.
c) La primacía de la gracia sobre la ley
Junto a los dos rasgos que acabo de señalar, que son esenciales, se dan otros, no menos importantes, y en gran medida vinculados a los dos anteriores, que no voy sino a formular brevemente. Para que la construcción de la Iglesia pueda ser fecunda en este momento de la historia, cuando tantas gentes ya no tienen vínculo alguno con la tradición cristiana ni con sus categorías fundamentales, es preciso recuperar, como decía la Carta Apostólica de Juan Pablo II para la pastoral de este comienzo del tercer milenio, “la primacía de la gracia” (cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica Novo millenio ineunte, 38). No somos conscientes de hasta qué punto hemos perdido el sentido de la gracia en la vida cristiana. Y esa pérdida de la categoría de la gracia, esa reducción del Cristianismo a compromiso o a ley, pone de manifiesto la profundidad de nuestra secularización interna, la pérdida de conciencia de lo que significa ser cristiano. Por ello, la misión de la Iglesia en esta hora, y precisamente porque el Cristianismo es un acontecimiento y un encuentro, implica anunciar y testimoniar la primacía de la gracia, es decir, que la comunión de la Iglesia, y el tesoro que Ella posee –la vida en libertad de los hijos de Dios–, vuelvan a ser vividos y testimoniados como “Evangelio”, como buena noticia para la vida, como una preciosa heredad que nos ha caído en suerte, no como respuesta de Dios a nuestras buenas acciones o a nuestros méritos, sino por la misericordia y la elección del Señor.
d) Redescubrir la lógica sacramental
como la clave cristiana de la relación con todo
La lógica sacramental es la lógica cristiana, es el modo de relacionarse con la realidad desde Cristo. Es la lógica que se deriva del hecho de que Cristo es el significado de todo, y del hecho de que el encuentro con Cristo sea un acontecimiento de gracia que marca la vida. Es una lógica que reconoce, que ve en todo lo real, ante todo, un signo, un apuntar hacia más allá de sí mismo, hacia Cristo. Y ve en el ser humano, hombre o mujer, siempre y ante todo, la imagen de Dios, la semejanza y la memoria de Cristo. Es quien puede reconocer en el deseo humano el mismo deseo de infinito que ha visto sosegarse quien ha encontrado a Cristo, y en el sufrimiento humano, una prolongación de la pasión de Cristo. Es una lógica que afirma en todas las cosas, y en todas las circunstancias, ante todo, la presencia de Cristo. Sólo a la luz de esta lógica sacramental es posible acercarse con inteligencia a los sacramentos, que son como los puntos culminantes de esa presencia buena, salvífica. Por paradójico que pueda parecer, esta mirada sobre la realidad no la vacía de su ser, de su consistencia, sino todo lo contrario, sostiene esa consistencia. Es cuando no vemos en las cosas “nada más” que “ellas mismas”, cuando no hay ninguna presencia que reconocer en ellas, cuando terminamos no viendo en ellas nada. Cuando terminan no siendo nada, no teniendo significado, ni ellas ni la vida.
Por supuesto, esta lógica sacramental, que es la lógica de la gracia y del don, que es la lógica del milagro, y que se deriva directamente de la experiencia de la fe, choca frontalmente, o al menos es profundamente extraña, a la lógica dominante en nuestra cultura, que es la lógica instrumental: la lógica por la cual todo lo que no sea yo (empezando por mi propio cuerpo y siguiendo por el mundo entero), es pura “materia” para mis intereses y proyectos. Pero de la reducción de toda relación con la realidad a esta lógica brota lo que tal vez es el rasgo psicológico y humano más característico de nuestro tiempo: la amargura y la frustración con respecto a la realidad, la violencia con uno mismo y con todo que llena la vida cotidiana, la esterilidad suicida de una sociedad que no puede amar la vida, que no puede tener afecto a lo real.
e) La vida y la espiritualidad de comunión
Vivir “más allá de la crítica” significa, por último, vivir todo en la vida desde las claves de eso que el mismo Juan Pablo II llamaba, también en la Carta apostólica Novo millenio ineunte, “una espiritualidad de comunión”. También esto es fruto del acontecimiento cristiano, también esto es parte de la novedad de Cristo. En realidad, una parte esencial, porque es la forma que adquiere el acontecimiento de Cristo en relación con las demás personas que comulgan en el mismo Cuerpo y Sangre del Señor. Es la forma eucarística de la vida que nos hace a “unos miembros de los otros”. Esta forma nos rescata del individualismo interesado al que nos condena el poder en la sociedad en que vivimos. Esta forma me permite reconocer al otro como “uno que me pertenece” y, a la vez, reconocerme a mí mismo como uno que pertenece al otro, a los otros, a la Iglesia. Es poder reconocer la unidad (y no una unidad cualquiera, no la unidad como homologación que entiende el mundo) como algo previo a la posibilidad de ser nosotros mismos, más aún, como el lugar donde se nos permite y se nos hace posible ser nosotros mismos, plenamente nosotros mismos.
7. Una iniciativa de ayuda a los seminarios de Granada:
la Obra de San Joaquín y Santa Ana
En este deseo de fomentar la comunión, es decir, la vida de la Diócesis como la de una porción de la familia de Dios, como la de una parte del único cuerpo de Cristo, más trabada y unida, y también estimulado por la realidad ya existente de muchas personas que oran insistentemente y ofrecen sacrificios por las vocaciones y por los seminarios, me ha parecido que podría ser útil darle cuerpo a este hecho, y promover una pequeña iniciativa, a la que he dado el nombre de Obra Diocesana de San Joaquín y Santa Ana. Es una obra que intenta unir a los fieles, a las familias y a las instituciones que así lo sientan y lo deseen, en la oración, en la ofrenda de las diversas circunstancias de la vida, o de la vida entera, y también en la ayuda económica, a los Seminarios Diocesanos de Granada y a sus centros de estudios.
Como dicen los Estatutos de la Obra de San Joaquín y Santa Ana, recientemente aprobados por mí:
“Los miembros de la Obra se comprometen a orar diariamente por los seminaristas, de una u otra forma, y también le ofrecen al Señor la Eucaristía, y las diversas circunstancias de la vida, para que el Señor conceda a la Archidiócesis Sacerdotes “según el corazón de Dios”, signos vivos del amor infinito de Cristo que se entrega y da su vida por la vida de los hombres, capaces de sostener al pueblo cristiano en la fe, en la esperanza y en el amor en las circunstancias de nuestro tiempo, con un invencible sentido de la comunión eclesial, unidos vitalmente al Santo Padre y a su Obispo, maestros fieles a la enseñanza de la Iglesia, amigos de los pobres y los enfermos, de los jóvenes y de los niños”.
“A su vez, en los tres Seminarios, los seminaristas se comprometen también a orar diariamente por los miembros de la Obra, sus familias y sus intenciones. Igualmente, los formadores de los Seminarios, junto con los seminaristas, se preocuparán de alimentar y cuidar especialmente la vida cristiana de los miembros de la Obra”.
“La Obra hace visible así, de modo especial, los lazos múltiples y estrechos que unen a la entera comunidad eclesial diocesana con las vocaciones sacerdotales y los lugares e instituciones destinados a su formación. Las vocaciones sacerdotales son un signo singular de la fidelidad del Señor a su Iglesia, una especialísima bendición de Dios para su Pueblo, y un motivo grande de esperanza. Así lo ha sentido siempre y lo siente el Pueblo cristiano”.
Estoy seguro de que esta Obra va a producir abundantes y preciosos frutos de comunión, y va a ser bendecida por el Señor. Igualmente, tengo la certeza de que el Señor, que nunca deja de escuchar la súplica de su Pueblo, nos va a conceder una floración de vocaciones sacerdotales, sólidas y firmes, que serán la alegría del Pueblo cristiano, y una esperanza inmensa para este querido mundo nuestro.
8. Conclusión
Sólo me queda deciros a los jóvenes que no temáis: que Dios sólo llama para dar cumplimiento a la vida. Una vida cumplida es algo que no puede ofrecer el mundo, ni ninguna de sus instituciones: sólo Cristo la cumple, sea en el matrimonio, sea en las otras vocaciones de especial consagración, como el sacerdocio o la vida consagrada. En ninguna se queda el corazón sin algo esencial de lo que es grande, bello y bueno en la vida. En ninguna Cristo nos quita nada. En ninguna prevalece la renuncia sobre el don. En todas se realiza la esponsalidad nupcial, y en todas se da esa paternidad o maternidad que son parte esencial de nuestro ser imagen de Dios. En todas, si se viven con Cristo y desde Cristo, hay que dar la vida, y en todas, dándola, el corazón está lleno, y lleno de amor, la vida es fecunda, y la alegría, una experiencia cotidiana.
“Yo os lo aseguro –decía el Señor–, nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora, en el presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda, con persecuciones; y en el mundo venidero, vida eterna”.
Y el Señor siempre, siempre, cumple su promesa, os lo aseguro.
Os bendigo a todos de corazón,
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada